“Yo soy un tipo incómodo para el mundo moderno —toma la palabra el compositor y músico Pedro Burruezo, antes de proseguir—: Soy un cantante antiacadémico de músicas atípicas, soy un compositor de melodías imposibles, un agitador de la ecología profunda, un aspirante a mourid sufí. Me encanta ser padre y ser abuelo. Ser abuelo hoy es casi revolucionario”.
Ha llegado pronto por la mañana, “soy más bien ave diurna. Los mitos de la noche y sus locuras no van conmigo y, a partir de las 11 de la noche, no valgo un duro”. Ha pedido un té verde y que puedan sonar, a un volumen razonable, Lole y Manuel, Robert Wyatt, Om Kalsoum, Arvo Pärt o Nusrat Fateh Alí Khan, siempre que la publicidad no entrecorte las notas.
“Te diría que he trazado un camino artístico-vital que no será ni mejor ni peor, pero es el mío. La singularidad es una especie en extinción”, razona sorbiendo su bebida quien, ya en 1984, cuando lideraba los irrepetibles Claustrofobia, era definido por Francisco Casavella como uno de los grandes autores del Pop de su tiempo. Sólo que lo que Pedro ha venido haciendo nunca ha sido exactamente Pop y sí ha buscado, hallado y regalado una trascendencia que le sigue acompañando en lo musical y, como no podía ser de otra manera, en lo personal.
“No hago música para gustar, sino porque tengo que lamentarme, ya que nunca alcanzaré un estado de iluminación y clarividencia. Cantar hace la espera más llevadera. He actuado en Turquía, Sudán, Argelia, Marruecos, Francia, Egipto… Por toda España. Por toda Catalunya. Sólo quiero hacer música emocionante. Es la única manera de sobrevivir a la inmundicia y encontrar un poco de luz. Es esperar el momento de la muerte con ilusión”, razona el parroquiano, enamorado de ir a un sitio donde no le conoce nadie y salir a defender su repertorio “sin trucos, ni consignas, ni discursos. Cantar como si murieras”. En este sentido, se identifica con la imagen “de un trovador del siglo XXI que va por los pueblos y esos mundos de Dios recordando al Amado con sus melodías y canciones. Nadie me conoce, pero todos reconocen el mensaje: El mensajero no es lo importante”.
Empeñado en “hacer música que sea capaz de hacer temblar los corazones y atraer a los ángeles”, Pedro asegura estar ultimando un disco al frente de Burruezo & Nur Camerata, con Berna Jones, Teo Larrosa, Jordi Ortega, Jordi Rallo y Robert Santamaría, “que se titulará al-Majnún, el loco. Creo que con esto queda todo dicho”.
La huella andalusí
Contador de historias nato, Pedro narra cómo, en El Cairo, él y su banda estuvieron en la tumba de al-Sustary: “Era un andalusí de clase bien. Lo dejó todo para ir por los mercados a cantarle al Amado, el Amante y el Amor. Fue un escándalo en la sociedad de la época. Aquí, prácticamente nadie le conoce. Qué pena. Catalunya y España han borrado su pasado andalusí. Para mí al-Sustary es un ejemplo, una inspiración”.
— ¿Y cómo consigues vivir con ese espíritu en estos tiempos de posmodernidad endeble?
“La sociedad actual se dirige hacia el suicidio colectivo, en lo macro y en lo micro, en lo singular y en lo plural, y empiezo a dejar de contribuir al desastre y optar por contribuir a la regeneración y la compensación”, replica acariciando su melena azabache. “Y decido abandonar el barco. Sigo viviendo aquí, claro, pues aquí tengo mi familia. No sabría tampoco dónde ir. No creo que Oriente sea diferente. La esencia del mundo materialista ha calado en todas partes, incluso en los lugares más recónditos. En mi interior ya no soy de este mundo. Acepto el islam y la esencia de la tradición. No hay más dios que Dios. Desde entonces, lejos de hacerme conservador, soy más rebelde que nunca. No acepto ídolos ni monsergas. Soy un corazón indómito y, a la vez, soy riguroso conmigo mismo, pero totalmente comprensivo con los demás”, y cita la vida y la obra de místicos como Ibn Arabi, Rumi o Rabi’a al Addawiyya, como hojas de ruta existenciales.
Una Barcelona institucionalmente sorda
“A decir de algunos críticos, soy uno de los músicos de las últimas décadas que tiene un sonido más claramente barcelonés, entre lo mediterráneo y lo urbano, entre el pasado y el futuro, entre la vanguardia y la tradición. Pero la ciudad, sus instituciones, sus medios, sus promotores me ignoran y sólo aprecian mi trabajo determinados críticos y una minoría selecta. Quizás sea mejor así. Soy difícil: demasiado castellano para Barcelona, demasiado catalán para Madrid. Demasiado espiritual para la gente moderna, demasiado libre para instituciones religiosas y aprendices de gurú; demasiado ecologista para el mundo industrial, demasiado religioso para el ateísmo ecologista. Siempre estoy en tierra de nadie”, reflexiona Pedro, que recuerda con afecto y sin nostalgias lugares como la Bodega Bohemia, el Pastís o el Cangrejo: “Esos espacios que la Barcelona postolímpica se cargó. Una ciudad que no volverá jamás. Yo soy más de esa Barcelona que de la actual. Por lo menos, era más verdadera. La Barcelona digital no me interesa”.
— No eres, ni de lejos, el único artista al que esta ciudad, incomprensiblemente, no arropa.
— Es que me resisto a que la cultura esté en manos públicas, porque significa que son los títeres de la política los más premiados y el arte, la cultura y los legítimos artistas se resienten y tienen muchas menos oportunidades.
El músico termina su té y, ante le pregunta de si querrá comer algo, dirige sus ojos de color café sobre la barra y avisa: “Soy de menú tradicional en restaurante de toda la vida. No soy de restaurantes pijos ni frivolidades culinarias. Lo que pido, siempre que se pueda, es que sea ecológico y, a poder ser, ovolactovegetal. De hecho, procuro comer todo lo que puedo en mi casa, con todo lo que producen mi huerto orgánico y mi gallinero de aves muy bien tratadas”.
— ¿Muy bien tratadas?
— Mucho. Les canto y les hago masajes.