El compositor Joan Magrané en el Palau de la Música Catalana. ©Josep Lago
ENTREVISTA A JOAN MAGRANÉ

“Lo más revolucionario que podemos hacer es ir a un concierto de música clásica”

El joven y talentoso compositor catalán es uno de los que más proyección tiene en Europa en el ámbito de la música clásica

Joan Magrané Figuera es el pequeño de dos hermanos artistas. Nacido en 1988 en la misma ciudad que el genio Antoni Gaudí, Reus, es considerado uno de los compositores con más talento y más proyección en el campo de la música clásica, pero no solo en nuestro territorio, sino en todo Europa. Formado con grandes nombres de la composición como Beat Furrer o Stefano Gervasoni, recibió el XXXI Premio Reina Sofía de Composición con solo 26 años, y también fue lauréat en la Villa Medici en Roma.

Ha sido miembro de la Casa Velázquez de Madrid, compositor residente en el Palau de la Música Catalana la temporada 2019-2020, y de l’Auditori el curso pasado. Y, además, este 2022 ha publicado su libro Antologia Sentimental de la Música Catalana (Peu de Mosca), donde pone en valor algunos de los grandes compositores de la música clásica de Catalunya, que forman parte de su imaginario.

Juventud y talento para la creación, su obra se caracteriza por ser expresiva, lírica y, casi, física: canta y respira como un cuerpo. Huye del concepto y busca la tradición, bebiendo del pasado para proyectar un futuro. Los nuevos intérpretes de la música clásica lo quieren tocar y, Joan, como un campesino que de oficio trabaja el campo, planta las notas en las líneas de los pentagramas. De hecho, ha venido a la entrevista con alpargatas de lona, y su natural humildad recuerda a los hombres de campo.

— ¿Cuál es el primer recuerdo musical que tiene?

— Lo primero que recuerdo es estar ya haciendo música. A mí me ha gustado mucho, desde pequeño. Y justo fuimos a vivir a la Selva del Camp, un pueblo donde había una escuela de música, y vieron que yo quería ir y me apuntaron. Así que siempre he hecho música, tanto tocar como escribir también. Ya desde que sabía las notas, hacia los seis o siete años, me gustaba escribir y me lo pasaba igual de bien escribiendo que tocando. Nunca ha habido una diferencia, por eso ha sido natural al final ser compositor, porque siempre había escrito. No tengo recuerdos sin música.

— ¿En qué momento se da cuenta de que quiere dedicarse, no a la música, sino a la composición musical?

— Encontrando al profesor adecuado siempre. Cómo te decía, había ido escribiendo, pero de una manera muy autodidacta, para los amigos. Y fue cuando estudiaba en el conservatorio de Vilaseca, en los últimos cursos, cuando entró también de profesor una persona que era compositor, Ramon Humet. Él ya me enseñaba más cosas, me abrió puertas haciéndome escuchar músicas nuevas, y fue quién me dijo “ahora, cuando acabes el grado medio, tienes que ir al Esmuc y tú tienes que ser compositor”. Yo pensaba quizás en ser musicólogo, porque también me interesaba la historia y leer, pero él insistió, fue realmente quién me empujó a aquello de apretar al máximo, a ver qué podía salir. Y me encaminó, además, hacia Agustin Charles, en el Esmuc.

—Y de Barcelona a Europa.

— Primero de Erasmus en Austria un año, y después el máster en París, donde hice los dos años y donde he estado hasta el año pasado.

— Por lo tanto, esto de componer no tiene nada que ver con haber tenido una revelación divina.

— (Risas) Todo lo contrario. Para mí sería una cosa natural, siempre ha sido parte de mi existencia. Como un campesino de toda la vida, que el hijo acaba siendo campesino, pues no sé por qué ha sido así. En casa no hay músicos, pero siempre hemos tenido apoyo para desarrollarnos a nivel artístico.

El compositor Joan Magrané ha publicado este año el libro Antologia Sentimental de la Música Catalana. © Jordi Play

— Entonces llegan los premios. ¿Esto como funciona?

— Los premios van inducidos porque los profesores te incitan, y en la carrera de composición, si tú no te buscas la vida no escuchas nada, estás haciendo papeles, pero esto no es música. Entonces tienes que ir sí o sí a los concursos porque, en general, hay dinero, que está muy bien, pero también están los estrenos, que es la manera de escuchar lo que escribes con músicos profesionales y avanzar. Para que te hagas una idea, un compositor o, todavía peor, un director de orquesta, en toda la carrera quizás solo ve su instrumento tres veces, a diferencia de un violinista que está siempre con el instrumento. Así que, rápido, empecé a escribir. El primero que gané fue un premio de música de cámara, y después, en Austria, como hacía mucho de frío, tuve tiempo para hacer una obra de orquesta que fui presentando años más tarde, y que es por la que me dieron el Reina Sofía, pero que escribí a los 20 años.

—¡El Reina Sofía nada más y nada menos! ¿Pero qué implicó esto para usted?

— Este reconocimiento estuvo muy bien, porque fue como una beca. Era el primer año de estar en París, y significó no tener ninguna preocupación económica más por los siguientes dos o tres años. Además, me permitió estrenar una pieza de orquesta, un hecho que, normalmente, no se puede hacer hasta que uno no tiene más edad y se lo puede costear, porque es mucho dinero. Fue cómo tirarse a la piscina del mundo profesional muy temprano, y está muy bien.

— Entiendo que componer es muy complejo, porque hay que conocer como suena cada instrumento, y supongo que no suena igual dentro de su cabeza que en la realidad.

— Y también saber cómo suenan las mezclas. En buena parte se trata de tirarse a la piscina y esa es la gracia, por eso es artístico. Hay mucha gente que trabaja con ordenadores y con secuenciadores, que tienen unas librerías que suenan exactamente igual que un instrumento de verdad, pero no lo he encontrado nunca interesante. A mí me gusta ese tipo de riesgo, de lanzarse al precipicio, y hasta el momento que te confrontas con el intérprete, no descubres de verdad la obra, tiene un punto más artísticamente excitante. Tener el control cada segundo de todo lo que sonará, a mí no me ha atraído nunca. Y claro, con orquesta es mucho más fuerte.

—Y mucho más mágico.

— Sí. Lo único que también acabas descubriendo que, como todo está más lejos, más difuminado y con más intérpretes, también es más difícil que nada suene mal. Realmente, si algo no suena bien es que no tienes ni idea (risas). En una orquesta, hay como un sfumato constante de los sonidos si trabajas bien. En cambio, en música de cámara o en música para solista es donde realmente hay riesgo, porque la partitura siempre está mucho más expuesta. Y claro, descubrirlo muy temprano gracias a la pieza del Reina Sofía, está muy bien, porque ves que componiendo para orquesta es donde te lo puedes pasar mejor. Todo es posible, porque en general, todo sonará bien, pero corres el riesgo de ir añadiendo demasiado y puedes saturar. Por más que quieras que sea una cosa compleja, cuanto más claro y más limpio, el resultado musical es más poderoso. Entonces el intérprete puede añadir mucho más de su expresión propia. Si le das todo milimetrado, queda como atrapado en el texto y no en la música. No tiene que transmitir una partitura, tiene que transmitir una idea expresiva.

— ¿Cuál es el momento más potente que recuerda oyendo una pieza propia?

— Cuando empiezas a trabajar con intérpretes de primer nivel y tú estás en el concierto, a pesar de que has hecho ensayos y sabes cómo irá y estás tranquilo, ocurre que, de repente,  gracias a los grandes artistas, tienes aquella sensación de decir: “¡Yo no he escrito esto! ¡Es mil veces mejor!”. Pero esto pasa solo con buenos intérpretes, que lo hacen suyo. Tu trabajo, quizás sea proponer una cosa, pero con suficiente espacio como para que la personalidad del intérprete, que es finalmente quién habla con el público, sume. Es una sensación casi física, donde ves que la obra sube y es fuerte. Y claro, se te aleja al mismo tiempo. Esto ya no lo he hecho yo, esto es otra cosa.

— ¿Es el acto de componer música un diálogo con el alma?

— Sí, pero yo soy más de la creencia que no se puede disociar el alma y el cuerpo. Incluso creo que el cuerpo es más importante. Hay un verso fantástico de Carles Riba que siempre repito que dice Per servir-se de l’ànima, que ha estat subtil el cos! Es aquí donde se encuentra el mundo de la música, entre esos dos puntos, intentar unir eso. Que te mueva por dentro, pero del mismo modo te incite a moverte por fuera. No puedo ir a un concierto y no entrar, estar quieto, sobre todo por el fraseo, que para mí es lo más importante. Decir algo abstracto, pero decirlo. La música es vibración. La gracia de ir a un concierto es que te mantenga en tensión, por eso cuando llega un espacio de distensión es mucho más potente. O se es extremo o no se es de ninguna forma, en lo referente al arte.

— ¿Busca referentes en el mundo del arte?

— Tengo bastante conexión con todo lo visual. No son referentes directos, pero sí. Últimamente, estoy siempre con Miró, dándole vueltas a la idea esta de las líneas que marcan muy bien, los colores y como vibran, la luz… Y Miró es un paisajista, que es quizás lo que más me ha interesado, situarnos en un espacio. Existe siempre el individuo, pero está en un contexto. En …secreta desolación... —a pesar de ser una pieza de estudiante— la idea era eso, crear un tipo de paisaje a partir del verso de Jose Angel Valente, Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre, representar con música ese desierto donde no pasa nada. Hacer un horizonte, pero claro, no es solo una línea, sino que se va hinchando. A mí siempre me había preocupado mucho la forma, me lo paso muy bien imaginando la obra antes. En París, el profesor Stefano Gervasoni, que es alguien que juega mucho con esto, me dio muchas herramientas al decir que una vez la tienes pensada (la forma) después también está bien sorprenderte a ti mismo cambiándola.

— También la palabra, la poesía, está presente en su música. ¿Qué implica a la hora componer?

— Hay dos aspectos. El primero es más musical, más técnico, que es todo el imaginario que me aporta de darle un sentido a la música, que tiene que ver con el madrigalismo, que es esto que se hacía en el renacimiento y el barroco, donde la letra, la palabra, era lo que te daba la idea musical. Monteverdi, es el compositor de quien más he aprendido, y que también más me llega cuando lo escucho. Y después hay la otra parte, que es la palabra como la apelación a la voz, a la persona, por lo tanto, al ser humano. La vibración de la voz, como base de todo, esto es otra de las características de mi música, y es que es muy vocal. Incluso, con los instrumentos pido cosas que son imitaciones de canto, muy relacionado con la polifonía renacentista. Pequeños lamentos de voz, de caída de la entonación al final, o la messa di voce, que es una cosa que se ha perdido y a mí me gusta recuperar.

— Y acabar las piezas en puntos suspensivos.

— Es para intentar abolir el aplauso. Estoy en general muy en contra. Lo entiendo como reconocimiento al intérprete y a su trabajo, pero aplaudir como se hace ahora, para decir “yo sé que aquí se acaba la obra y, por lo tanto, aplaudo”, es totalmente ególatra. Estoy muy en contra de esta modernidad de aplaudir en cualquier momento. Cuanto más silencio hagamos en una sala de conciertos, para mí, más revolucionario es.

Escena de la ópera Diálogos de Tirant y Carmesina, escrita por Magrané e interpretada en el Liceu. ©Toti Ferrer

— ¿Puede desarrollar esa idea?

— La música clásica es, ahora mismo, de las músicas más revolucionarías que hay (y alguna otra). Primero, como no mueve mucho dinero porque es un mercado muy limitado, los que participamos somos mucho más libres que cualquier músico de estos que hacen música moderna, que parece que hagan algo totalmente personal, pero que, en realidad, están siguiendo unos dictámenes clarísimos de las modas y del dinero. A nosotros no hay nadie que nos presione por ningún lugar. Y, además, hay esta otra apelación de ser capaz de estar todo el tiempo que dure el concierto con el móvil en silencio, sin mirarlo, con otra gente en comunidad, escuchando algo que acaba siendo de todos, en silencio, sin estar conectados a estas máquinas de ego. Ir a un concierto de clásica es la cosa más revolucionaría que podemos hacer ahora mismo.

— ¿Qué es la libertad de creación para un artista?

— No comparto mucho la idea de creatio ex nihilo. Está bien expresar aquello que es tuyo, pero siempre estará lleno de unas vivencias que uno tiene detrás. Incluso cuando lo quieres romper, estás haciendo un diálogo con lo que quieres romper. Hay una idea de Perejaume que encuentro mucho más acertada, que es a la inversa: el problema del artista es que tiene una página en negro, y tiene que intentar encontrar su blanco dentro de aquella página, que sería un poco aquel juego de las ceras negras, que vas destapando y encuentras los colores que hay debajo. Creo que la creación es mucho más esto, intentar encontrar tus colores en el negro del día a día, mucho más que en el blanco, que es imposible a día de hoy. Entiendo el arte y la creación como un diálogo.

— ¿Con quién le gustaría colaborar?

— Justo he compuesto un concierto de violín para Joel Bardolet, que es un intérprete con quien me entiendo muy bien. Pero mi música tiene mucho de fisicalidad también, así que no me importaría hacer un ballet. O si fuera música para cine, podría aunar con alguien tipo Albert Serra, porque es alguien que busca esa libertad de la que hablábamos. Su manera de trabajar conecta mucho, no solo conmigo, sino con estos intérpretes con quienes me gusta trabajar, y con quien hemos reflexionado mucho sobre el valor también del momento. Por supuesto, me gustaría mucho hacer una ópera grande.