Ramón Julibert solía cantar en el andén de la L3 de Passeig de Gràcia.
LA PUNYALADA

El hombre del metro

Barcelona celebra el centenario de la primera línea de transporte suburbano

A pesar de sufrir el virus del lletraferit, una tara poco recomendable, conservo (de la parte materna) una cierta fascinación por la ingeniería. Lejos de fijarme en museos y paisajes, cuando visito una ciudad siempre me precipito hacia su metro y me detengo a curiosear aquellas fábricas que han sobrevivido la gentrificación. El ciudadano occidental se mira el metro con cierta desconfianza, porque eso de embutirse en un vagón para ir trabajo por la mañana resulta una experiencia ciertamente tortuosa; pero a servidor le fascina aún la genialidad de aquellos chiflados que, a pesar de vivir en un mundo de lentitud, se adelantaron al presente imaginando el esqueleto veloz de las ciudades. Mi telaraña predilecta, faltaría más, la inventó el gran William Barclay Parsons, quien tuvo una máquina del tiempo en la cabeza y —¡a finales del XIX!— ya pensó que debería conectarse el City Hall de Nueva York con la calle 145, hasta llegar a la tierra salvaje de Harlem.

En el andén que tira hacia Diagonal, como muchos otros barceloneses y transeúntes, es donde me topé con el hombre del metro

Como cualquier capital pionera del mundo, Barcelona anticipó la llegada del metro a través de líneas de ferrocarril urbano; el año en el que Londres inauguraba su metro (1863), nosotros estrenábamos la línea del Ferrocarril de Sarrià, con inicio en Plaça de Catalunya, que atravesaba por Balmes a la vista del ciudadano común, configurando una modernidad espléndida. Curiosamente, los primeros túneles barceloneses se diseñaron antes de que existiera el metro; los capitalinos tenemos la gracia de la previsión y, durante la construcción de la Via Laietana, alrededor de 1908, nuestros ingenieros diseñaron ahí un corredor subterráneo, en previsión de una futura línea que no llegaría hasta lustros después. La primera línea de nuestro metro —el Gran Metropolitano, la actual línea verde— la inventó el insigne Santiago Rubió y Tudurí, quien conectó La Rambla con la Plaza de Lesseps mediante cuatro estaciones que recorrían la temeridad de tres kilómetros.

Todo esto que cuento son batallitas de nuestra historia más remota, pero lo importante del caso es que el Ayuntamiento de la ciudad ha decidido celebrar el centenario del metro como toca y que, más allá del hecho conmemorativo a nivel histórico, debe recordarse que la vida del subsuelo conforma una parte importantísima del espíritu de una ciudad. En el metro ocurren cosas, desde la seducción de una mirada a robos urdidos con la máxima discreción y actuaciones musicales (generalmente, de pésima calidad). El metro crea patrimonio cultural y nuestras autoridades han obrado santísimamente decorando la estación de Passeig de Gràcia, incrustando anuncios centenarios que, a nivel pictórico, son una auténtica delicia. Ésta será siempre mi estación predilecta, no sólo porque conforme el cráter más candente del Eixample, sino porque en el andén que tira hacia Diagonal, como muchos otros barceloneses y transeúntes, es donde me topé con el hombre del metro.

Habrá decenas de lectores que compartirán mi experiencia y oyeron cantar a Julibert durante muchos años en Passeig de Gràcia

El hombre del metro era un señor de altura catedralicia, vestido bastante decentemente pero con la ropa notoriamente desgarbada, que recibía a los pasajeros de la verde cantando algo parecido a ópera a grito pelado. Se paseaba compulsiva y quijotescamente por el final de la estación, yendo arriba y abajo, entonando fragmentos de melodías inconexas que a menudo coronaba con un falsete estentóreo. Decían las malas lenguas que el hombre del metro podía pasarse hasta ocho horas cantando en el subterráneo y por eso —si entrabas en la estación por la noche— veías lo exhausto que estaba. La mayoría de la gente, al ver el espectáculo, siempre se choteaba del pobre ser, pero a mí siempre me provocó una gran ternura. A menudo (aunque apenas intercambié cuatro palabras con él), me unía a su canto y parecía feliz. De todo esto hará algo así como diez años, cuando desapareció de repente.

Tiempo después, gracias a la película L’home del metro del estimable documentalista Joan Vall Karsunke, supe que el hombre del metro se llamaba Ramón Julibert. Estoy seguro de que habrá decenas de lectores que compartirán mi experiencia y oyeron cantar a Julibert durante muchos años en Passeig de Gràcia. Les recomiendo muchísimo este filme, del que no haré spoilers porque Julibert no sólo es todo un personaje de la Barcelona friki que tanto echamos de menos, sino un actor medio loco que —ahora que la academia de los yanquis está muy woke en sus nominaciones— merecería ganar un Oscar. Pueden pasar los años e incluso los lustres que, cuando entro a la estación de Passeig de Gràcia, el tímpano todavía me devuelve la voz de Julibert y su gestualidad única, dirigiéndose a sí mismo con un bolígrafo y estirando el brazo hacia el infinito. Cada uno tiene su historia de subsuelo; haría falta que este centenario, insisto, se centrara también en esta memoria colectiva.