La Plaza Molina, la plaza multiusos del ‘Upper’

Se considera plaza, pero cuesta creer que lo sea. Dos grandes calles, Balmes y Via Augusta, la parten en tres trozos y los peatones, que son los que deberían hacer uso de ella, se quedan con los espacios sobrantes que dejan los vehículos que circulan por estas dos grandes arterias. En la Plaza Molina, los diferentes usos se ajustan como pueden, ocupando todos los rincones. La plaza hace funciones de parking de motos, es habitual verlas aparcadas justo detrás de la estación de Ferrocarrils de la Generalitat que hay allí. También es eso, una parada de tren, un lugar de interacción, de cruce de barrios, entre el Putxet i el Farró y Galvany. Pero también es un lugar de terrazas al sol, de tiendas, hace funciones de pipican y de espacio de juego para los niños. Y ahora también se ha convertido en un almacén de las obras que se hacen en la calle de Balmes.

En uno de los tres fragmentos de la plaza, en el lado montaña, donde está la peculiar estación de los Ferrocarrils, una especie de glorieta de cristal que sobresale, hay dos terrazas que siempre están llenas. Aquí por las mañanas toca el sol y se aprovecha. Las mesas, ahora con estufas eléctricas, están muy solicitadas con grupos de jóvenes, chicas rubísimas, señoras mayores con gafas de sol, pelos crepados y bien peinados, y parejas, ellas con animal print y ellos abrigados con chalecos acolchados. La plaza es una de las puertas de entrada del upper, a partir de ahí, este paisaje humano predominará.

Junto a los locales de restauración todavía cabe una perfumería, una zapatería que hace meses que está en liquidación y dos entidades bancarias diferentes, un hecho insólito porque han desaparecido miles en Barcelona pero, en cambio, aquí están cara a cara y junto a otro servicio en vías de extinción, un quiosco con los diarios y las revistas a la vista. En la Plaza Molina hay cosas que no se encuentran fácilmente, en el lado mar, también hay un buzón amarillo, de los de toda la vida, que hace compañía a la escultura de Joan Maragall, prácticamente delante de la casa donde vivió el poeta y que ahora es un museo. En este otro trozo de plaza, la fachada la ocupan dos restaurantes, un local de shawarmas y otro de emapanadas argentinas. Aquí un grupo de niños juega a fútbol esquivando las terrazas, alguna moto aparcada (mal aparcada) peatones y perros. Se han construido unas porterías con las chaquetas y aprovechan al máximo el espacio.

Si en la parte montaña toca el sol, aquí se disfruta de la sombra. Hay tres árboles, aunque cueste detectarlos. No tienen ningún protagonismo, pero son únicos en la ciudad, son Parasenegalias, una especie propia de América del Sur; antes vivían en Gal·la Placídia pero se trasplantaron aquí. En este trozo de plaza también está el elemento más histórico y más significativo, una fuente de 1874, aunque hay dudas sobre la fecha exacta de su creación. Una fuente pomposa, con los escudos de la ciudad y el de la antigua vila de Sarrià esculpidos en la piedra, y que, como los árboles, también existe sin demasiada pena ni gloria.

Pero lo más curioso de esta no-plaza es quien le da nombre, el arquitecto osonense Francesc Daniel Molina, que entre otras cosas hizo la plaza Reial. Molina diseñó la plaza más bonita de Barcelona y, paradojas de la historia, da nombre a una de las más feas de la ciudad.