Todo empezó con una ensaimada. Miró se la llevó a Picasso a París por encargo de la madre del pintor malagueño, aprovechando que viajaba a la capital francesa para organizar su primera exposición individual. Fue así como se conocieron los dos artistas en 1920, iniciando una amistad que duraría hasta la muerte de Picasso. El joven Miró encontró en ese recado la manera de acercarse a una figura que le había fascinado pocos años antes cuando se estrenó en el Liceu un ballet con su escenografía, marcándole un camino a seguir transgresor y libre en su incipiente desarrollo artístico.
Este es el punto de partida de Miró-Picasso, la gran exposición que han organizado el Museo Picasso y la Fundació Joan Miró para homenajearlos, coincidiendo con la celebración del 50 aniversario de la muerte de Picasso. La muestra no se divide por partes entre los dos museos, sino que se fusiona para responder a la pregunta que se hicieron las cuatro comisarías, Margarida Cortadella, Elena Llorens, Teresa Montaner y Sònia Villegas, cuando hace cinco años les encargaron el “reto grandioso” de encarar dos artistas que marcaron la historia del arte en el siglo XX y tuvieron personalidades tan opuestas y lenguajes marcadamente diferentes.
“Se ha escrito mucho sobre ellos, pero nosotras quisimos saber qué significó su amistad. Este es el hilo que nos ha servido para apuntalar la estructura de la exposición”, explica Llorens. La muestra, que se podrá ver hasta el 25 de febrero, no busca una aproximación formal a sus obras ni sigue un orden cronológico, sino que “hace una redada por la historia de esta amistad”, define Cortadella. Empieza con su primer encuentro en París y llega hasta la muerte de Picasso, detectando los capítulos que marcaron su relación a lo largo de más de 50 años, como el surrealismo y las guerras, pero también otras disciplinas a las que se acercaron, entre ellas, la escritura y la cerámica.
No solo se trata de una muestra indispensable por su magnitud, reuniendo más de 300 obras de los dos artistas, muchas de ellas nunca vistas en Barcelona, sino también porque es la primera vez que los dos museos barceloneses han intercambiado piezas. Se revive así la complicidad que ambos artistas tenían, haciendo que los tesoros de cada colección cambien de ubicación por unos meses, con Las Meninas (1957) mudándose del Museo Picasso hacia la Fundació Joan Miró y La estrella matinal (1940) haciendo el camino inverso, de Montjuïc a la calle Montcada.
“Es un sueño hecho realidad. Sería un éxito si solo hubiéramos intercambiado obras con el Museo Picasso, pero hemos traído piezas de más de 35 instituciones y colecciones públicas y privadas”, resume el director de la Fundació Joan Miró, Marko Daniel. “La idea no es nueva, Picasso y Miró se han cruzado en muchas exposiciones”, señala el director del Museo Picasso, Emmanuel Guigon. “El mérito está en el esfuerzo enorme que hay detrás”, continúa Daniel, “esta exposición solo es posible en Barcelona, otras grandes capitales culturales lo tendrían más difícil porque no hay ninguna otra ciudad que reúna tantas obras de ambos”. Es por ello que el director de la Fundación Joan Miró insiste en que es una oportunidad única de acercarse a Miró y Picasso y que no se repetirá fácilmente: “Al menos, no en mi vida”.
El aviso de Daniel no es en vano. En la Fundación Joan Miró, se puede ver por primera vez Las tres bailarinas (1925), cedida por la Tate Gallery, obra con la que Picasso pone fin a su clasicismo y abre una nueva etapa retratando una historia violenta mediante la distorsión de las formas y el cromatismo, encontrando en las bailarinas, así como en las bañistas, un campo en el que experimentar y cuestionar lo establecido. También lo fue para Miró, aunque su aproximación fue más sintética pero igualmente cargada de erotismo.
También es inédito el Autorretrato (1919) de Miró que da la bienvenida en el Museo Picasso, muy cerca de otra joya que ha viajado hasta Barcelona, La masía (1921-1922), obra donde ya se encuentran todos los elementos que el pintor barcelonés explotará a lo largo de los años. Además, tiene el honor de haber fascinado a Ernest Hemingway, por lo que viene desde la National Gallery de Washington DC, donde fue cedida por la viuda del escritor.
Miró dejó constancia de la gran amistad que inspecciona la exposición en múltiples ocasiones, incluso siendo crítico con Picasso, por cuestiones como su excesiva producción. Una de esas muestras, no siempre negativas, se ve en El caballo, la pipa y la flor roja (1920), donde aparece un libro abierto en el que reproduce un dibujo de Picasso. También en otras más posteriores, como Mujer, pájaro, estrella. Homenatge a Pablo Picasso (1966-1973) o el logotipo del centenario del malagueño (1980).
Paseando por el Museo Picasso y la Fundación Joan Miró, muchas veces uno se piensa que está mirando un cuadro de Picasso o reconoce alguna de sus formas, y la chuleta a su lado desvela que es un Miró. Su relación personal lo fue también artística, incluso simbiótica, como se ve cuando se miran cara a cara cuadros como Gran desnudo en una butaca roja (1929) de Picasso y Llama en el espacio y mujer desnuda (1932) de Miró. Por si fuera poco, el pintor catalán tenía una foto de Picasso en todos sus talleres, prueba de que lo influyó profundamente aunque fueran muy diferentes. Y es que ambos estaban guiados por el mismo espíritu de libertad y transgresión para explorar los límites de la pintura.
Picasso fue más reservado en demostrar la admiración que sentía por Miró. No obstante, la prueba que desvela su estima por el pintor catalán está cargada de fuerza. El malagueño guardó dos de sus obras en su colección personal durante toda su vida. Una es el Autorretrato, adquirido poco después de conocerlo gracias a una ensaimada. De hecho, en la primera exposición de Miró en París, un año después de conocer a Picasso, ya constaba que era de su propiedad. La segundo obra que adquirió fue Retrato de una bailarina española (1921), un óleo que toma como punto de partida una fotografía de la cantante Conchita Pérez, manteniéndose fiel a su imagen pero con un claro estilo propio.
Hay una tercera obra de Miró que acabó quedándose Picasso. Sería otro homenaje que le hizo y, en este caso, se publicó en La Vanguardia con motivo de su 90 aniversario en 1971. Miró se lo regaló y él lo colocó en su salón, “entre todas las cosas que apreciaba”, según dijo más tarde el barcelonés. Tras la muerte del malagueño, se le perdió la pista durante muchos años y no se sabía dónde estaba. Después de mucho buscar, se encontró en una colección privada de fuera de España y ahora se puede ver en la Fundación Joan Miró. Es el final de esta muestra inacabable que reivindica la potencia cultural de Barcelona con dos de sus figuras más universales.