Como ocurre en muchas de las grandes ciudades del mundo, en Barcelona cada conciudadano se considera a sí mismo el alcaldable perfecto. Paradigmáticamente, a un año de las elecciones municipales y cuando el runrún de las urnas debería provocar cierto movimiento neuronal en las formaciones políticas de la urbe, resulta irónico comprobar cómo los alcaldables barceloneses no viven en esta categoría y casi todos han anunciado su disposición a renovar o lograr la trona de alcalde más bien con desidia y parsimonia. En resumidas cuentas, quien ha acabado escogiendo los cabezas de lista que votaremos en un año ha sido Mr. Pegasus: el escándalo del Catalangate, que se ha hecho extensivo en Barcelona, ha reavivado la figura de Ernest Maragall como víctima de la nariz inquisidora del CNI. La noticia, y el hecho de que Ernest involucrara torpemente a Ada Colau en el delito, ha provocado que la alcaldesa contraprograme el minuto de gloria del tete para anunciar que optará a un tercer mandato en la trona de Sant Jaume.
Todo esto forma parte del mundo de la politiquería y no tiene mucho interés, más allá de comprobar por enésima vez que la agenda política de Barcelona nos la marcan más allá del Besòs y del Llobregat. Aquí lo esencial es darse cuenta de cómo la actual decadencia de la ciudad no tiene ningún proyecto que la enmiende. Después de ocho años, podemos afirmar que el colauismo es una filosofía de gestión que empobrece a Barcelona y castra la iniciativa cultural y económica de sus ciudadanos. Considero a Ada Colau uno de los políticos más sagaces e inteligentes de Europa (como he escrito a mansalva, es el único líder del país que tiene una noción muy clara de lo que significa el poder), pero su ciudad de perdedores cada vez más españolizados no tiene ningún interés, especialmente para la gente más desdichada. El republicanismo ha intentado oponérsele con un alcaldable casi octogenario que tiene la maquinaria de la ciudad en la cabeza (de hecho, la inventó él) pero que sólo puede ampararse en la nostalgia del linaje.
Resulta igualmente paradigmático que los dos grandes partidos que alternaron la hegemonía política en Catalunya también hayan renunciado a presentar un liderazgo en Barcelona. Los capataces del PSC son bien conscientes de que Jaume Collboni nunca ganará la vara de alcalde (las élites de la ciudad alientan a Salvador Illa, el glamour personificado, para que se presente a las opos) mientras, como es noticia, Junts per Catalunya sólo utiliza Barcelona para quemar a sus hombres y mujeres de paja más inservibles. Los proyectos políticos no se agotan en sus alcaldables, cierto es, pero estaréis conmigo que asusta pasar de una ciudad que había provocado luchas políticas de alto vuelo, como Maragall-Roca para devenir en el patio de escuela de unos aspirantes que la quieren comandar, simplemente, porque no les queda demasiada alternativa. Podéis elegir a cualquiera de los aspirantes del panorama y comprobaréis cómo su razón de persistir es intrauterina a sus partidos: la ciudad les una mera excusa para salvarse.
Asusta pasar de una ciudad que había provocado luchas políticas de alto vuelo, como Maragall-Roca, para devenir en el patio de escuela de unos aspirantes que la quieren comandar, simplemente, porque no les queda demasiada alternativa
La diarrea de noticias que pueda provocar el Barcelonagate, junto a la polémica por los Juegos Olímpicos de Invierno, son las premoniciones de una futura campaña que, insisto, tendrá por objeto la política española y tocará de oído la mayoría de retos de nuestra ciudad. Hace tres años, el amigo Jordi Graupera intentó contrarrestar la primera vuelta de este ciclo municipalista con una campaña electoral que era toda una temeridad, justamente porque se basaba en tratar a los barceloneses como seres inteligentes y a su ciudad como una de las posibles capitales del mundo. Muchos consideraron aquella aventura, también otra en el mundo culturilla que tuve el privilegio de protagonizar, como uno de los fracasos de nuestra generación. Contrariamente, diría que, sin aquellas iniciativas, los ciudadanos no serían conscientes de la actual degradación de Barcelona ni del estado auténticamente putrefacto de la clase política catalana y su olla de cínicos.
Por el momento, y para ser honesto, no creo que la ciudad (ni el país) puedan regalarnos una alternativa al aburrimiento del actual estado de cosas. Barcelona seguirá buscando alcaldable en los próximos cuatro años. De hecho, será suficiente con que encontremos a un solo barcelonés orgulloso y mediterráneo, y ya tendremos parte de la tarea bien encarada. Pero, de momento, ay de mí, aquí sólo veo funcionarios del estado intentando cobrar su última paguita. Y esto, ya lo sabéis, da para lo que da.