Nueve horas con Andreu Nin en las urgencias del Hospital Clínic

Para empezar hay que decir que este artículo es un homenaje a todas las mujeres y hombres, profesionales de la salud, que navegan a contracorriente en un mar de turbulencias permanente y que en estos últimos años se ha visto agraviado por la pandemia interminable. Lo que viví y vi el Día de Todos los Santos en las urgencias del Hospital Clínic confirma lo que ya sabemos, tenemos un sistema colapsado y unos profesionales al límite. Aun así, nueve horas en urgencias me permitieron ver el nivel de profesionalidad de sus trabajadores. He tardado en contar la experiencia porque siempre pienso que estas cosas se tienen que escribir en frío. Hace falta digerirlo bien.

El Día de Todos los Santos, un festivo que este año caía en lunes, fui a las urgencias del Hospital Clínic para hacer una consulta. Llevaba muchos días de tos seca y me costaba mucho expectorar, lo que me provocaba un dolor agudo en el pecho principalmente y en el esqueleto en general. Quería preguntar si algún jarabe contra la tos era compatible con un tratamiento médico que estoy tomando. Alguien con más cordura que yo me recomendó que no fuera, que lo solucionara mediante el 061. Este teléfono existe para este tipo de consultas. Tozudo yo, me dirigí a las urgencias de la calle Villarroel, 170. Era consciente de que estaría un buen rato y me llevé una biografía sobre Andreu Nin escrita por el periodista y escritor Andreu Navarra, La revolución imposible. Navarra relata con rigor y un hilo que atrapa la apasionante vida de uno de los mayores políticos e intelectuales catalanes del siglo XX. En mi opinión, Francesc Macià por su liderazgo carismático, Josep Tarradellas como el más grande estadista y Andreu Nin son los catalanes en el ámbito político más importantes del siglo pasado. Nin es uno de los personajes con más trascendencia internacional e intelectualmente fue el más grande. Sin duda.

Mi entrada en urgencias fue a las cuatro de la tarde. Parecía tranquilo. En la planta baja había poca gente. Me pongo en la cola de la ventana de admisión y enseguida me atienen. Explico mi caso. El chico me busca en el ordenador. Sin decir nada me ofrece un brazalete para que me lo ponga en la muñeca y una hoja con mi informe. Me envía a la planta menos uno, siguiendo la línea amarilla. Fue la única frase que me dirigió. Bajo. Me espero en un banco delante de donde acaba la línea amarilla. Me llaman en cuestión de minutos. Una enfermera me mira la fiebre, las pulsaciones y me pide datos sobre mi salud. Me envía a la segunda planta de urgencias. Pensaba que íbamos muy bien. Rápido.

“Alguien con más cordura que yo me recomendó que no fuera, que lo solucionara mediante el 061. Este teléfono existe para este tipo de consultas”

Mi llegada a la segunda planta ya fue otra cosa. En el pasillo que accedía a la entrada había gente sentada en sillas situadas sin orden ni concierto. A la derecha de la recepción había gente sentada en sillas de ruedas, estirada en camas y muchos otros en sillas de oficina desordenadas. Accedo a administración y entrego la hoja que me habían dado en la planta cero.

– Coja una silla, y siéntese donde pueda. Ya lo llamaremos.

Por un momento me acordé del 061. Pero tenía un libro y tiempo. Me acomodé en un rincón que había entre las puertas de los ascensores del personal sanitario y la recepción. Y sin dudarlo fui al Vendrell, en el Baix Penedès, donde nació Andreu Nin, en una familia humilde, lo que Raimon diría clases subalternas, el padre era zapatero.

Pasan las horas, las cinco, las seis, las siete, y la sala y sus anexos, por decirlo de alguna manera, no se vacía, sino todo lo contrario, cada vez llega más gente. Del ascensor sale un enfermero con un hombre demacrado y con una prótesis en la pierna izquierda, tiene mala cara. Viste pobremente. Lo dejan aparcado con la silla de ruedas con la que ha llegado delante mío. Junto a una señora mayor que va dormitando a ratos. En pocos minutos el hombre se estira en el suelo. Me doy cuenta de que lleva los pantalones bajados y que la prótesis es de madera. Una enfermera lo levanta con cuidado, lo vuelve a poner en la silla y con una toalla verde le tapa las partes íntimas. El hombre gime, diría que en alemán. Pocos minutos después vuelve a bajar de la silla. El personal de la planta lo estira en una cama. El hombre dice cosas ininteligibles. O quizás es que nadie entiende el alemán.

Mientras tanto, de fondo, se oye a un médico, parece joven, que está explicando a una pareja de norteamericanos los problemas que le han detectado a la señora. Se deshace en explicaciones. Habla bien el inglés. Me pregunto si este médico ha estado en Estados Unidos estudiando o trabajando y si echa de menos las conversaciones técnicas en esta lengua. Intento volver a Andreu Nin, que ya ha llegado a Barcelona y empieza a frecuentar los ambientes culturales de la capital. De golpe oigo voces que vienen de la entrada. Una chica de unos treinta años intenta parar al que parece su padre, le dice papa, espérate. Al hombre, en pijama y batín, se le ha acabado la paciencia y dice que se va. Con malas maneras empuja a su hija, que, desesperada, lo intenta convencer de que por su bien le conviene permanecer en urgencias. La virulencia con que el hombre desesperado actúa da la alerta al personal sanitario y un grupo de tres intenta ayudar a la hija a razonar con el hombre. Este parece, además, desorientado, puesto que avanza apartando a todo el mundo en sentido contrario a la salida. Por megafonía es la cuarta o quinta vez que se oye llamar al equipo de apoyo. Una forma elegante de llamar a seguridad. Durante las horas que llevo, y ya son las siete y media, los han llamado de casi todas las plantas de urgencias. Una muestra más de la tensión con la que trabaja nuestro personal sanitario. Al final, el señor que quería irse acaba estirado en una cama, gritando y pidiendo socorro. La hija llora. Y el extranjero sin pierna delante mío suelta una letanía incomprensible en alemán. Las explicaciones en inglés de nuestro médico continúan de fondo. Y va llegando más gente.

“Por megafonía es la cuarta o quinta vez que se oye llamar al equipo de apoyo. Una forma elegante de llamar a seguridad. Durante las horas que llevo, y ya son las siete y media, los han llamado de casi todas las plantas de urgencias. Una muestra más de la tensión con la que trabaja nuestro personal sanitario”

A las ocho de la noche hablo con la persona responsable de administración y le digo que solo estoy para hacer una consulta, si puedo hablar tres minutos con un enfermera. Me dice que sí, que me espere un momento. Me espero y vuelvo a Andreu Nin. Alrededor de las nueve aparece una enfermera. Le explico mi caso. Y me dice que mejor me espere, que solo tengo una persona delante y el médico me quiere ver. De acuerdo.

Una señora me saluda. Es vecina de Sants, de hecho, vive a una calle de la mía y me dice que a menudo me ve salir de casa. Me pregunta qué haremos los políticos para arreglar esto. Mi respuesta es clara. Hace nueve años que no tengo ningún cargo pero esto es muy difícil de solucionar. Tenemos una población cada vez más envejecida y unos presupuestos cada vez más parcos. Me explica que su madre está ahí, que la quieren llevar a la Platón. Un dolor de cabeza para alguien de Sants tener que ir a la zona alta. El Clínic, desde Sants, son sólo unas cuantas paradas de metro. Le deseo suerte y ánimos en la estancia de su madre en el upperdiagonal.

“Esto es muy difícil de solucionar. Tenemos una población cada vez más envejecida y unos presupuestos cada vez más parcos”

Oigo de fondo renegar al señor que hace unas horas quería huir. Son las diez la noche. ¡Y Andreu Nin ya ha llegado a Moscú! A las diez y media me dicen que pase a un box. Me desnudan, me dan la bata clásica y me estiro en la cama del box. En veinte minutos llega el médico. Es chino pero habla un catalán perfecto. O se ha escolarizado aquí o demuestra que quien no habla catalán es porque no quiere. El doctor sabe de qué va y me dice que quiere descartar la neumonía, cosa mala en tiempos de pandemia. Placa, o sea, radiografía, y analítica. Y si todo está bien para casa. Ipso facto entra un enfermero que me lleva a hacer la placa. La sala de rayos x está en la misma planta y en pocos minutos vuelvo a estar en el box. Delante mío el médico le da a una enfermera el papel con mi historial y le dice que falta la analítica. La enfermera levanta las manos y dice que ahora hay cambio de turno y que tendrá que esperar al nuevo equipo. Tendremos que esperar pues. Andreu Nin ya es uno de los máximos dirigentes de la Internacional sindical roja. Un hito impensable del hijo del zapatero del Vendrell. Pasa por delante mío la vecina de Sants acompañada de dos médicas y le comunican que su madre está mal y que se prepare para lo peor. El sistema abierto de los box en una sala diáfana permite escucharlo todo.

Llega el nuevo turno, una enfermera decidida se me presenta, se llama Ester, de entrada abuchea a los médicos y médicas por no dejar los informes en su lugar. Seguramente tiene razón. Debe de llevar años haciendo el oficio y se nota la experiencia. Me pone la vía en la mano izquierda. Aquello que decíamos, ni noto la punzada ni la extracción de sangre. La enfermera Ester ordena que me cambien de box. Ahora estoy delante de la mesa del médico que me ha atendido y otra médica. Están de espaldas. Veo de lejos que en la pantalla de su ordenador hay lo que parece mi historial. Hablan del hombre extranjero que había en la entrada. Se ve que es un homeless que servicios sociales ha llevado a urgencias porque le hace daño la pierna amputada. Los médicos comentan entre ellos en voz alta qué hacer. No acaban de saber cómo enfocarlo. Nin recibe en Moscú a los periodistas Josep Pla y Eugeni Xammar. Son las doce de la noche.

“Llega el nuevo turno, una enfermera decidida se me presenta, se llama Ester, de entrada abuchea a los médicos y médicas por no dejar los informes en su lugar. Seguramente tiene razón. Debe de llevar años haciendo el oficio y se nota la experiencia. Me pone la vía en la mano izquierda. Aquello que decíamos, ni noto la punzada ni la extracción de sangre”

Al final aparece el médico y me dice que en media hora me vaya a casa porque todo está bien. Me receta codeína para la tos y dice que me darán una dosis antes de irme. Espero y sigo leyendo las aventuras de nuestro anarco-sindicalista en el feudo de Koba, así denominaban a Stalin. El señor que está en la cama del box al lado del mío gime de dolor. Pla, Xammar y su señora van a hacer un arroz en la Dacha que Nin ocupaba en las afueras de Moscú acompañados de dirigentes e intelectuales soviéticos. Intentan hacer una paella. Pla describe el desastre culinario, que se acaba arreglando con vodka. A la una menos cuarto me dan el alta. Pero no me dan la dosis de codeína que me han prometido para empezar a combatir la tos. Pienso que ya van bastante agobiados y que ya lo iré a comprar a la farmacia. La situación de masificación de las urgencias hace que empatices enseguida con el personal médico. A pesar de que un enfermero comentó que aquel día no había ingresado nadie por covid.

La mañana del día siguiente fui a la farmacia y pedí Couldina. Me tomo una disuelta con agua con una rapidez desesperada, cansado de tanta tos. Me equivoqué. El médico me había hecho la receta de codeína, es decir, Codeisan, y yo había pedido un producto que no tocaba. Y encima me sentó mal. Por la noche, mi mujer, que se lo lee todo, hizo que me diera cuenta del error. Si no llega a ser por ella, las nueve horas en urgencias en el Clínic no hubieran servido para nada, salvo para aprender la intensa vida de Andreu Nin y la intensa vida de las urgencias hospitalarias. Andreu Nin y yo coincidiríamos plenamente que Barcelona tiene la suerte inmensa de tener un Hospital como el Clínic y su gente.

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