En 1965, Salvador Dalí y Gala hicieron un mítico viaje entre Cadaqués y Perpiñán, pasando por Ceret. Una travesía que terminó en la estación de tren de la capital norte-catalana y que Dalí proclamó como el Centro del Mundo. La expresión daliniana hizo fortuna —viniendo del Avida Dollars tiene todo el sentido— y, aún hoy, la estación ferroviaria de Perpiñán recibe el apodo de “centro del mundo”. Sea o no el centro del mundo esta o cualquier otra estación de tren —no quisiera desmerecer la estación rosellonesa ni tampoco contradecir al genio ampurdanés—, lo cierto es que desde finales del XIX, con la progresiva implantación del ferrocarril, y hasta el último tercio del siglo XX, con la popularización de la aviación comercial, estas infraestructuras ferroviarias jugaban un papel importantísimo y tenían una fuerte carga simbólica.
Las estaciones de tren eran el principal punto de partida de largos viajes y promesas de aventura. También escenario de despedidas dolorosas y reencuentros apasionados. Un ir y venir de desconocidos cargados de maletas y de sueños. Un caos de equipajes, carreras, lágrimas y abrazos. Y todo ello en unos edificios a menudo imponentes y bellísimos. Sin ir más lejos, la estación de França de Barcelona, inaugurada coincidiendo con la Exposición Internacional de 1929 y uno de los principales exponentes de la arquitectura de hierro modernista de la ciudad. Un espacio, por cierto, a preservar y reivindicar.
Volviendo a la estación de Perpiñán, Dalí le dedicó un óleo importante de gran tamaño llamado justamente La Estación de Perpiñán, también conocido como Pop-Op-Yes-Yes-Pompier, que actualmente pertenece a la colección del Museum Ludwig de Colonia (Alemania). Édouard Manet, uno de los máximos exponentes del Impresionismo, también tiene una gran obra dedicada a una estación de tren, titulada El ferrocarril (1873) y en la que aparecen una madre y una hija contemplando el tráfico de la estación de Saint Lazare de París, escenario que, por cierto, también inspiró uno de los cuadros más conocidos de Claude Monet en 1877.
Las estaciones de tren eran el principal punto de partida de largos viajes y promesas de aventura. También escenario de despedidas dolorosas y reencuentros apasionados. Un ir y venir de desconocidos cargados de maletas y de sueños.
Las estaciones de tren también han son el escenario de muchas novelas, especialmente, de misterio. Para empezar, la archiconocida Asesinato en el Orient Express de Agatha Christie, Extraños en un tren de Patricia Highsmith o El señor Norris cambia de tren de Christopher Isherwood, por citar las tres primeras que me vienen a la cabeza. Y, por supuesto, si habláramos de cine, la lista de escenas memorables rodadas en estaciones de tren sería interminable. ¿Quién no recuerda a Tony Curtis y Jack Lemmon travestidos y caminando en precario equilibrio con zapatos de tacón por un andén en Some like it hot de Billy Wilder?
Hoy en día, las grandes estaciones de tren son un poco vintage porque hace años que hemos trasladado a los aeropuertos gran parte de todo lo que significaban. En nuestra época, el aeropuerto es la gran puerta de entrada y salida de las grandes ciudades. Tiene una importancia capital. Supongo que, por ello, estos días, entre otras razones, el debate sobre el futuro del aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat se vive con tanta pasión.
Pensémoslo detenidamente: una buena parte de nuestros sueños, proyectos e ilusiones particulares pasan por un aeropuerto. Del mismo modo que antes pasaban mayoritariamente por las estaciones de tren o los puertos. ¿Y en el futuro? Vete tú a saber. Por mucho que hace aproximadamente diez mil años dejamos de ser nómadas para convertirnos en sedentarios, muchos de nosotros no hemos perdido la inquietud por movernos de un lugar a otro. Porque sentimos que nuestro mundo es el mundo. Porque supongo que queremos sentirnos más libres o más vivos.