El Mesías
Escena de 'El Mesías'. © David Ruano

Un ‘Mesías’ espectacularmente iconoclasta

El Gran Teatre del Liceu escenifica la adaptación que Mozart realizara del popular oratorio de Haendel con una propuesta cautivadora a la par que desconcertante, obra de Robert Wilson

Cuesta imaginar el grado exacto de admiración que profesaba Wolfgang A. Mozart hacia los maestros de un pasado, si no remoto sí estilísticamente lejano, superado por nuevas modas compositivas. Mucho menos indudable es que, en el año 1789, no se encontraba en condiciones de rechazar los encargos que se le presentaban, urgido por su pionera —y a la postre fatal— condición de freelance, sin patrón alguno que le garantizara el sustento. El Barón van Swieten, que ya había solicitado a Mozart una intervención en la partitura de Acis y Galatea —por considerarlo “capaz de revestir la música de Händel con suficiente propiedad y buen gusto como para hacerla apreciar también para el público moderno”— le encomendaría hasta un total de cuatro adaptaciones, incluida la de El Mesías. El popular oratorio, no especialmente exitoso en su estreno dublinés, en 1742, alcanzaría un reconocimiento mayor al final de la vida de Händel, y de forma póstuma. 

Incluso si a primera vista hay razones para pensar que las modificaciones realizadas por Mozart no son determinantes en términos de estructura o contenido —pues atañen básicamente a la instrumentación de ciertos pasajes, con sonoridades más cargadas y la irrupción protagonista de clarinetes-, no es difícil percibir una atmosfera menos barroca; sobre todo en el contexto de la puesta en escena de Robert Wilson, intempestiva y como tal indisimuladamente ajena a códigos epocales. El texto alemán que se empleó, asimismo compuesto de pasajes del Antiguo Testamento que anticipan la venida del Mesías, se aproxima en espíritu a la traducción luterana, con lo que —podría pensarse, no en vano— emergen reminiscencias bachianas. Al mismo tiempo, el católico convencido que era Mozart había añadido un nuevo registro a su vida espiritual con la entrada en la logia masónica de Viena en 1784, a la que se sumaría su padre un año después. 

Sin incurrir en algún tipo de incompatibilidad —la logia se hallaba regida por el Rito Zinnendorf, declaradamente cristiano y trinitario— su adhesión le permitía vislumbrar otro tipo de conocimiento; un hermanamiento sujeto a normas secretas, pero orientado a la búsqueda de una sabiduría de aspiraciones ecuménicas y a la trascendencia de creencias particulares, como pondrá de manifiesto en La flauta mágica. Curiosamente, el instrumento que el titulo exhibe no fue el más explotado por Mozart en esos años. Sí, en cambio, el clarinete, artífice de un poder propio de la alquimia que aparece en el aria de Sarastro “O Isis und Osiris”, y al que le dedicó un memorable concierto, un quinteto con cuerda, un papel obbligato en el aria de presentación de la condesa, en los acordes iniciales de la Música fúnebre masónica y, por supuesto, en su Der Messias, Kv. 572.

El Mesías
No es difícil percibir una atmosfera menos barroca; sobre todo en el contexto de la intempestiva puesta en escena de Robert Wilson. © David Ruano

Paradoja teológica-musical en la escenificación de Wilson

La puesta en escena de Robert Wilson, que pudo verse por vez primera en la Mozartwoche de Salzburgo en 2020, desafía con sus imágenes hiperestéticas y pregnantes —eventualmente incómodas— la línea oficial, transformada mediante una iconografía en tensión dialéctica con el mensaje cristiano. Podemos oír pasajes alineados con el núcleo duro de la propuesta de salvación, citas o paráfrasis bíblicas —algunas inspiradas por las cartas de Pablo— que hablan del poder de la flaqueza, de una salud que brota de la herida, o de cómo el peso del pecado se aligera con la ley divina; pero las acciones que se desarrollan en el escenario no ilustran lo cantado, y si lo hacen es a contrapelo, invitando vivamente a tomar perspectiva. Imágenes de un poder incuestionable, que oscilan frenéticamente —como una brújula desmagnetizada— entre lo sublime y lo kitsch, sin que se pueda siempre determinar de qué lado se está. Esa imposibilidad puede resultar molesta, pues desdibuja la claridad y distinción de la línea que separa fe y razón; verdadera cinta de Moebius en que la necesidad de creer —para trascender o perpetuarse dignamente— retroalimenta la no menos humana necesidad de crear, de hallar consuelo en el arte o en la apreciación de la belleza, como posible camino para la salud anímica. 

Sir Malcolm Sargent, que dirigió en innumerables ocasiones El Mesías, sentenció que “siempre será tan imposible realizar una interpretación definitiva de la obra de Haendel como producir una obra de Shakespeare completamente satisfactoria para la posteridad”. Con un elenco encabezado por la soprano Julia Lezhneva, junto a la contralto Kate Lindsey, el tenor Richard Croft y el bajo Krešimir Stražanac —además del bailarín Alexis Fousekis, que abrió la función— el espectáculo destacó asimismo por las prestaciones del coro del Liceu. Actuó sobre el escenario, y puntualmente también desde el foso, junto a una orquesta dirigida con solvencia por Josep Pons, quien evitó acusar los acentos barrocos de la nueva partitura, en pro de aquella lectura más clásica y atemporal pergeñada por el espíritu mozartiano. Todo discurre de manera extraña y plácida en esos escenarios oníricos, sin un foco de interés potente, hasta la aparición de la soprano Julia Lezhneva; anunciadora de la venida con un atuendo angelical y un canto finalmente poderoso, ambivalente en su blancura imposible y por tanto terrible, como había cantado Rainer Maria Rilke. 

“Imágenes de un poder incuestionable, que oscilan frenéticamente entre lo sublime y lo kitsch, sin que se pueda siempre determinar de qué lado se está”

Contra todo pronóstico, escenas falsamente ingenuas adquieren una dimensión edificante por medio de una descontextualización sorprendente, como aquella en que una niña con vestimenta decimonónica se burla del hombre de mimbre que pretende espantarla, mientras el bajo —con kimono y caracterización oriental— entona solemnes advertencias acerca del poder de Cristo. Por no hablar de la difícilmente tolerable incorporación del burleske al espectáculo, que empuja al espectador a la condición de voyeur interceptado, descubierto en su impúdico anhelo de purificación. En el fondo, esa retahíla de episodios inconexos traza un friso consistente en su cometido fundamental, musical y visualmente vehiculado como erupciones magmáticas de las ondas del vapor de agua que constituyen los mares y cielos de un escenario en fluctuación: logran sacudir al espectador, sacarlo acaso de su creencia reconfortante —si no acerca de la palabra de Dios, acerca de lo que ha de ser El Mesías para que funcione como obra de arte—, como de hecho había pretendido el mensaje de salvación en sus orígenes, inaceptable para el statuo quo espiritual. 

Se antoja razonablemente fuera de lugar el registro cómico del maestro de ceremonias de un cabaret, como la llegada de un astronauta en medio de la explosión glaciar proyectada antes en loop, mientras retumba el glorioso Aleluya. O como la soprano angelical llenando un vaso de agua que se desborda, mientras canta, para acabar vertiéndose ella misma el contenido. Inapropiadísimo, esencialmente inadecuado en una obra cuya intención fundamental es celebrar la posibilidad de vida eterna; posibilidad inaugurada por la encarnación, como se recuerda en la recta final con ese otro dictum paulino que reza que la muerte entró por un hombre, y por un hombre vino la resurrección. Por si no queda claro, se explicita la dialéctica Adán/Cristo, poniendo en crisis la fiabilidad del discurso preestablecido. Robert Wilson ensaya una paradoja teológica-musical a base de imágenes que permanecen en la retina y no hallan correspondencia posible, contradiscurso que colabora con la necesaria actualización de la Ley

El Mesías
Se antoja razonablemente fuera de lugar el registro cómico del maestro de ceremonias de un cabaret. © David Ruano

Coda

Una suerte de vía negativa, aquélla, que resuena en la obra del Pseudo-Dionisio. Autoridad de primer orden durante la Edad Media por su condición de seguidor de Pablo —inadvertidamente fake, pues en modo alguno pudo conocerlo en el Areópago— y que denunció la “ofensa indigna a los poderes divinos” cometida por aquel que considerase “que los seres celestes son hombres de oro, luminosos, radiantes de hermosura, suntuosamente vestidos, inofensivamente llameantes, o bajo otras formas por el estilo con que la teología los ha representado”. La puesta en escena de este Mesías, sobreabundante en imágenes, renuncia sin embargo a su dimensión representativa, e incluso al uso —no pocas veces abusivo— del simbolismo. Los tableaux en transformación narran la inadecuación inherente a toda narrativa; una paradójica lección de iconoclastia que capta la atención y al mismo explicita el riesgo de la fijación en un objeto de veneración.

Así, los troncos que sobrevuelan el escenario, tentador asidero para evitar la fuerza de las corrientes, parecen exhibir la idolatría que el profeta Zaratustra, en descarada torsión del paradigma espiritual, había señalado con su estilo oracular: “Cuando el agua tiene maderos para atravesarla, cuando puentecillos y pretiles saltan sobre la corriente: en verdad, allí no se cree a nadie que diga: «Todo fluye»”. La presencia no menos crítica del hombre de mimbre, que nos traslada a la iluminada película de 1973 (The Wicker Man), transforma la noción del mal, y su origen: el árbol, responsable de aquellos leños, invierte su posición -suspendido en el aire- durante el Amén final, mostrando cómo las raíces son ramas, las ramas raíces. Y la tierra, donde habitan “los gusanos que se comerán mis ojos, pero aun así podré verte” —cantaba Lezhneva, ángel terrible—, el fundamento del sustento espiritual.

El Mesías
La puesta en escena de este Mesías, sobreabundante en imágenes, renuncia sin embargo a su dimensión representativa, e incluso al uso del simbolismo. © David Ruano