Anna Punsoda
La escritora Anna Punsoda. © Wayra Ficapal

La tierra dura

La filósofa y escritora Anna Punsoda ha explicado su éxodo de Barcelona haciendo las paces con los Plans de Sió a través de la literatura

Empecé a intuir que Barcelona estaba a punto de enfrentarse a un éxodo masivo de habitantes cuando la narrativa parida desde la ciudad (en general, escrita por autoras nacidas aquí; de la generación X a las más jóvenes) empezaba a refugiarse en la exaltación de la temática rural. El fenómeno ha sido curioso de vivir, no sólo porque los lectores barceloneses lo hayan abrazado con mucho entusiasmo, sino sobre todo por la tendencia literaria de trasladar a los bosques una serie de traumas y situaciones netamente ciudadanas. La literatura catalana siempre ha persistido en la tentación planiana de huir de los males de Barcelona y de Europa para refugiarse en el crec-crec de una chimenea payesa; en este sentido, por mucho que pese en nuestras comarcas, Catalunya (o lo que los telediarios de “La Nostra” llaman de forma enfermiza “el territori”) siempre se ha contaminado de cierta bacelonitis.

La gracia del tema es que, en la próxima década, este gesto puramente literario se convertirá en una transformación demográfica de consecuencias imprevisibles. De hecho, el extrarradio de nuestra ciudad ya empieza a sufrir las inclemencias de la estampida de expats barceloneses quienes —tarde o temprano— acabarán desplazándose a sus antiguas segundas residencias o comprando casas rurales en el Pirineo para transformarlas en sedes empresariales ecofriendly y trasladar su insufrible fonética castellanizada a los pueblos más recónditos. La filósofa Anna Punsoda ha escrito un dietario sobre su país de origen, los Plans de Sió en la Segarra, que tiene la habilidad de alejarse de toda esta picaresca literaria. Primero y ante todo, porque Anna se piró de Barcelona para volver a un lugar que conoce bien y quiere lo suficiente como para no verterle castración ni romantizar un paisaje absolutamente disecado.

Mientras lo escribía, pregunté a la autora de qué iba La terra dura; Anna respondió que hablaba de lo que un barcelonés como yo llamaría “pueblos de mierda”. Ésta fue, literalmente la impresión que tuve cuando, hace ya unos años, aterricé por casualidad en Concabella; frente a un estanco medio abandonado y vislumbrando unas granjas porcinas espantosas, pensé que de allí Anna (o cualquier ser humano) sólo podría esfumarse convertida en Susan Sontag o en una asesina en serie. No es casualidad, por tanto, que las partes donde más he disfrutado de este dietario sean los fragmentos donde aparece el marido de la autora (el insigne editor Ignasi Moreta, un hombre más barcelonés que los rasguños de Santa Eulàlia) dirigiéndose a sus convecinos empleando términos afrancesados ​​o contemplando la matanza compulsiva de cerdos en la Cooperativa Agraria de Guissona como si estuviera en Birkenau.

A diferencia de los elogios post-traumáticos de payés escritos desde Gràcia, Anna glosa su casa (en esto diría que también se vislumbra un cierto deje ciudadano) buscando la misma dignidad y mística que los imbéciles como yo hemos encontrado en el paisaje de la Rambla de Catalunya cuando volvíamos a casa en pedo desde el Barri Gòtic. Hace poco, una compatriota suya del mundo editorial me comentaba que vivir en la tierra dura no es tarea difícil de asumir por la aridez del paisaje, sino sobre todo por tener que crecer en una sociedad donde todavía imperan los tics feudales y en la que la mirada inquisidora de una madrina te puede hacer volver a casa con la cabeza gacha. Nuestra autora se ha reconciliado con su tierra dura buscando la grandeza histórica del pasado, denunciando las políticas de abandono que la han convertido en un lugar poco habitable y rascando muy fuerte dentro del polvo para elogiar a los intelectuales que la dignifican. 

Con la misma amorosa crudeza que el dramaturgo Josep Maria Miró ha querido reconciliarse con la tierra dura en obras como El cos més bonic que s’ha trobat mai en aquest lloc, Anna ha aprovechado el huir de la ciudad para hacer las paces con su casa de la única forma posible: a través de la literatura. Diría que La terra dura ha tenido una buena aceptación entre el público ciudadano porque nosotros vemos (con envidia) muy lejana la posibilidad de realizar el mismo proceso con Barcelona. Ahora vivimos en una ciudad tan muerta, aburrida y hiriente desde la que hacer literatura se ha convertido en una tarea casi imposible. Últimamente, cuando paseo por sus calles vuelvo a notar aquella experiencia que sentí en Concabella, boquiabierto frente al estanco de aquel agujero moribundo, pensando en cómo podremos sacar petróleo literario de este lugar. Quién sabe si, para renacer en la ciudad, habrá que buscarse la vida en los pueblos de mierda.