“Cada hombre reza en su propio idioma”. Esta frase resume, por sí sola, los conciertos de Música Sacra que Duke Ellington pensó, escribió y dio entre 1965 y 1973, empujado por una necesidad de comunicarse con Dios a través de un lenguaje que no era sólo jazz, ni sólo blues, ni góspel al uso, sino que era la suma de todo eso con la impronta de aquel genio que, a sus 70 años, ya entonces una leyenda viva, seguía escribiendo algunas de las más vibrantes páginas de la música del siglo XX.
En 1969, en el marco del IV Festival Internacional de Jazz de Barcelona, llevó la gira de su Second Sacred Concert a la Catedral de Santa María del Mar. Aquel 24 de noviembre, arropado por su banda con la añadidura de la Coral de Sant Jordi, Ellington dejó una huella indeleble en varios centenares de barceloneses que tuvieron la suerte de asistir a aquel recital.
Maria dels Àngels Bonaventura Pons, por entonces vecina del barrio de la Ribera, lo recuerda así: “Imagínate, yo era una chica de 17 años. Aquel fue, de hecho, mi primer concierto, porque mis padres no me dejaban salir por la noche. Nos llevó, a mí y a una amiga, la madre de ella. Y fue un auténtico shock, una sensación de estar adentrándome en otra música distinta, que no conocía. Yo era de Beatles y Rolling Stones y Bee Gees, y aquello sonaba absolutamente nuevo para mí. ¡Y movía muchas cosas!”.
Para el artista, aquel fue el mejor concierto de la gira. “Las Swingle Sisters participaron en los conciertos sacros que dimos en París y en Barcelona. El concierto en esta última ciudad —donde Alice Babs estuvo presente— fue insuperable por completo. Alice tuvo que dar diez bises, y cuando llegó el momento de bailar con las manos, el público hizo amago de levantarse y salir a bailar al pasillo con Tony Watkins. El coro barcelonés fue el mejor de todos, y nuestro concierto sacro brilló con una nueva e inolvidable altura”. Lo explica así en las páginas de su imponente autobiografía, La música es mi amante, que Libros del Kultrum acaba de reeditar en una preciosa edición profusamente ilustrada y traducida por un experto conocedor del tema como es el escritor Antonio Padilla Esteban.
Una velada irrepetible
Si la noche anterior Ellington y los suyos habían brindado un recital en el Palau de la Música, donde se acusaba el cansancio de los músicos ante lo apretado de aquella gira, lo de Santa Maria del Mar fue, nunca mejor dicho, otro cantar. “Medio siglo de práctica musical ha desembocado en este mosaico de respeto, fe y alegría que, condicionando una viva espiritualidad, arrastraba a la participación activa del auditorio en bloque: marcando el ritmo, alzando los brazos, coreando Alabemos a Dios, el último tema de la velada”, escribía Daniel Carbonell en su crónica del concierto para La Vanguardia.
Pero el grito que los asistentes recuerdan con mayor viveza es otro, cuando la orquesta, capitaneada por la voz de la soprano Alice Babs, entonó el tema Freedom, repitiendo la palabra en varios idiomas, incluido el castellano. Libertad, liberté, etcétera. “Aquello era alucinante, porque, además, aquel espectáculo estaba teniendo lugar en una iglesia, el último sitio donde, por entonces, nadie podía imaginar vivir una experiencia así. En pleno franquismo, con Ellington y los suyos gritando freedom, libertad! Mi amiga y yo salimos de ahí revolucionadas”, rememora entre risas Maria dels Àngels.
De todo ello quedó constancia en forma de una transmisión para Televisión Española, y del disco Second Sacred Concert que recoge la actuación en la basílica barcelonesa y en cuyas notas de contraportada Ellington recuerda: “La música y el mensaje del concierto parecieron lograr trascender las barreras del lenguaje sin dificultad”. Algo lógico, si se piensa en un elenco que incluía a los saxofonistas Johnny Hodges, Russell Procope y Paul Gonsalves; los trompetistas Cootie Williams y Cat Anderson; el trombonista Benny Green o el baterista Sam Woodyard, entre muchos otros. Pura dinamita sacra.
Libertad de existir
La idea de los Conciertos Sacros de Duke Ellington empezó a tomar forma durante el estallido del Movimiento por los Derechos Civiles, a principios de los años 60, cuando una mitad de los Estados Unidos no sólo no dialogaba con la otra mitad, sino que poco menos que la odiaba.
En las notas al programa del primer concierto, que tuvo lugar en la Grace Cathedral de San Francisco en septiembre de 1965, el artista lo explicaba de esta manera: “¿Cómo puede alguien esperar ser comprendido, a menos que presente sus pensamientos con total honestidad? Esta situación es injusta porque exige demasiado del mundo. En efecto, nos decimos a nosotros mismos: ‘No me atrevo a mostrarte lo que soy porque no confío en ti, pero, por favor, quiéreme de todos modos porque lo necesito’. Y, por supuesto, si no me amas incondicionalmente, eres un perro sucio, tal como sospechaba, así que tenía razón desde el principio’. Sin embargo, cada vez que los hijos de Dios han desechado el miedo en pos de la honestidad —tratando de comunicarse a sí mismos, comprendidos o no—, es cuando han ocurrido los milagros”.
Esta libertad de existir con total honestidad, dialogando con lo elevado y, a través de éste, con el resto de la humanidad, fue una de las bases sobre las que Duke Ellington planteó sus exitosos conciertos litúrgicos. El hombre que había revolucionado el jazz, que había definido y redefinido el concepto de big band, que había escrito más de mil temas, entre los cuales incontables estándares, rezaba así a Dios, a la gente, a la vida. Lo explica con detalle, junto con el grueso de su carrera, en ese La música es mi amante que vio la luz en 1973, un año antes de su muerte.
Sea como sea, aquella noche del 24 de noviembre de 1969, arropado por “la arquitectura esbelta y sublime de Sant María del Mar” —según Daniel Carbonell—, aquel hombre genial llevó a la apoteosis a un buen número de barceloneses con ese góspel suyo, personal, intransferible… y definitivamente liberador.