En el manual del cultureta barcelonés pervive el deseo de ir mucho más a menudo al cine. De hecho, el esnobismo de nuestra ciudad se expresa recurriendo a sentencias pomposas, como que la omnipresencia de las plataformas nos está privando del gozo de ver un filme en la gran pantalla y así captar su infinidad de matices, a lo que siempre debe añadirse que Netflix nos está convirtiendo en zopencos a base de subsumir cualquier experiencia visual al entretenimiento televisivo y, si todavía nos queda algo de aire para terminar dicha frase, dispararemos el cuñadismo según el cual “La sociedad de la nieve debe mirarse en cines porque, de no hacerlo, uno se pierde la relación místicodolorosa que el bueno de Bayona establece entre los personajes y la montaña”. Pero la cursilería resulta siempre una forma de hipocresía: mal que nos pese, vivimos en hibernación, estamos cansadísimos, y, si acaso, miramos Frasier previo a precipitarnos al catre.
Como os podéis imaginar, toda esta autocrítica cultural de poca monta viene a cuento porque mañana domingo el cine Comèdia cerrará sus puertas definitivamente, siguiendo la estela imparable de los Icaria, el Palau Balañá, los Méliès o el Aribau Club. Este goteo de funerales cinematográficos impulsan al barcelonés prototípico a practicar sus dos deportes favoritos: el luto y la nostalgia. Servidora no será menos, no sólo porque había pasado muchas horas plácidas de buen cine en el Comèdia, sino porque el Palau Marcet (ideado por nuestro curiosísimo arquitecto Tiberi Sabater, autor del Casino Mercantil de la calle Avinyó, con esa idéntica y nauseabunda pátina neoplateresca) era un centro de encuentro clásico para todos los indígenas del Eixample. Que muera el Comèdia, y más aún si acaba reconvertido en una tienda de braguitas, equivale a que el espíritu de Núñez vuelva del purgatorio para robarnos una esquina más del barrio.
Los barceloneses somos así. Pretendemos que nuestra amada ciudad sea un museo de antiguallas intactas (que paralicen los recuerdos de nuestra juventud, en definitiva), pero devenimos terriblemente negligentes a la hora de preservar la continuidad de lo que los cursis llaman “comercios emblemáticos” de la única forma existente: a saber, apoquinar cuanta más pasta mejor. Así actúo de nuevo yo mismo, con toda ésta mandanga sobre cines y chaflanes del Eixample, cuando de hecho soy incapaz de recordar la última vez que acudí al Comèdia; puestos a ser honestos, tengo serias dificultades para rememorar la última película que he visto en la gran pantalla. Como resulta natural, ahora mismo existirá un lector ávido de esta Punyalada que, con militancia recalcitrante, vociferará ante el aparato en el que me está leyendo, recordando que él va al cine cada semana –¡qué puñetas cada semana, prácticamente cada día!– y así lo certificará con su carné de la Filmo.
Soy incapaz de recordar la última vez que acudí al Comèdia; puestos a ser honestos, tengo serias dificultades para rememorar la última película que he visto en la gran pantalla
Ciertamente, este lector existe y su tenacidad debe tenerse en cuenta con sonoros aplausos. El problema es que sólo es él y es fácilmente identificable; por norma general, se trata de un señor prejubilado o rentista de unos sesenta años, soltero y con sólo dos pantalones de pana en el armario, que puede recitar de memoria la filmografía completa de Godard y que no fornica desde los años setenta. Éste es un barcelonés que debemos salvar de la extinción, faltaría más, porque es uno de los pocos ejemplares que aprovechará el próximo fin de semana para precipitarse hacia la Plaça de Salvador Seguí y zamparse todo el ciclo de Béla Tarr que ahí comienza este domingo. De hecho, este conciudadano ya ha dicho a todos sus amigos que mataría a su madre antes de perderse Sátántangó, una (seguro) obra maestra caracterizada singularmente por durar 439 minutos. En casa veremos la peli, faltaría, pues Filmin nos la regala en pause para poder salvarnos la próstata.
No caigamos en el tremendismo; la ciudad es un órgano necesariamente depredador y cambiante. Si las pautas de visualización continúan como parece, Barcelona y la mayoría de ciudades se quedarán sin muchísimos cines, al menos tal y como los hemos conocido (así debe ser, porque también han cambiado de forma y contenido las bibliotecas, los centros cívicos y los museos). Muy pronto, el deseo “tenemos que ir más al cine, cariño” se equiparará a costumbres atávicas como subirse al Funicular de Montjuïc o intentar consumir un vermut en el Gòtic sin zamparse un berberecho rodeado de japoneses. Los cineastas, críticos fílmicos, productores, técnicos y directores de sala tienen todo el derecho del mundo a acusarnos de cínicos, comparando nuestra militancia teatral o museística con la total indiferencia que nos produce el cine a la hora de mover el trasero. Tienen toda la razón del mundo; pero el raciocinio, por ahora, no puede vencer en el sofá.
Descansa en paz Cine Comèdia. Te lloraremos más bien poco porque, conociendo a Barcelona, mañana nos tocará celebrar algún que otro funeral.