Llegó a Barcelona “a finales del siglo pasado” porque quería escribir en las revistas que leía y amaba, Lateral y Ajoblanco. “Me puse la excusa de estudiar un doctorado en Teoría de la Literatura para la Pompeu Fabra y aquí me vine”. Acodado a la barra, Robert Juan-Cantavella sorbe el primer trago de la caña recién servida y se lía un cigarrillo que se fumará luego en la terraza. Ladea una sonrisa tenue. “Al final no me doctoré”, añade.
Venía de Almassora, un pueblo cercano a Castellón, donde tocaba en la banda punk The Vidre, “que dejé atrás para venir aquí a probar suerte escribiendo”. Levanta el vaso y observa durante unos segundos el líquido ámbar a contraluz. “Ese fue uno de los errores de mi vida, pues tener una banda es mucho más divertido que escribir novelas”, prosigue, y vuelve a dejar el vaso sobre la barra. “Pero bueno, a lo hecho, pecho”, determina.
De todos modos, la apuesta le salió bien. En periodismo cultural pasó “varios años prácticamente viviendo en la redacción de la revista Lateral, bajo la tutela del escritor y periodista húngaro Mihály Dés, que murió hace unos años, pero antes tuvo tiempo de ser para mí todo un maestro”, además de ser coeditor de la revista literaria digital The Barcelona Review. Por otro lado, sus conocimientos de francés, atesorados tras un año viviendo en Toulouse y numerosas visitas a París, “donde unos colegas siempre tenían un sofá para mí”, le han permitido dedicarse a la traducción de libros y cómics de nombres como Virginie Despentes, Daniel Pennac, Benoît Peeters, Moebius o Mathias Enard.
Da clases de literatura en el Ateneu Barcelonès y en aquella Pompeu Fabra donde no se doctoró, “y cuando tengo un rato emborrono folios que luego, con suerte, pasados los años, se convierten en novelas”. Así es cómo han surgido obras como Y el cielo era una bestia, Asesino cósmico, Nadia o la recién publicada Detente bala (Candaya), artefacto epistolar que echa mano de un gran uso de la sátira y el humor absurdo para interrogar al lector sobre los límites de la cordura a través del personaje Franco Piatkun y las vivencias que este narra —a través de alucinadas y alucinantes misivas— en las que desvela un mundo interior que a menudo fricciona con el de ahí fuera. Punk literario en estado puro.
Cuando se cierran las puertas, más vale tirarse a la piscina
Como buen escritor, lo de crear mundos escritos lo llevaba Robert Juan-Cantavella dentro. En 2001 había debutado con la novela experimental Otro, pero el impulso llegó en un momento de absoluta crisis, cuando se le fueron cerrando, una tras otra, todas las puertas.
“La revista Lateral quebró y me quedé sin trabajo, porque además hacía poco que me había quedado sin unas traducciones de audioguías que hacía para el Louvre”. Las desgracias nunca vienen solas. “Encima, dio la casualidad de que también me echaron del piso en el que vivía, porque la titular del alquiler se fue del país”. Sólo tenía a su pareja, “que se comió el marrón conmigo”.

Robert entraba cada dos por tres en portales de búsqueda de trabajo, pero nunca salía nada. “Entonces, mi hermana se apiadó de mí, me dio 300 euros, me dijo que dejara de llorar y que me fuese escribir ‘la novela esa que dices que quieres escribir sobre Marina d’Or’. Así que fui y la escribí, se tituló El Dorado”. Se tiró a la piscina y, por suerte, parecía estar llena. Aquella obra, inspirada en el periodismo gonzo de un Hunter S. Thompson o un PJ O’Rourke, ponía el dedo en la llaga de la especulación inmobiliaria levantina y tuvo una excelente acogida, llegando a ser traducida al francés. El punk, a veces, recibe los aplausos que se merece.
“En cualquier caso, de lo que más orgullosos estoy, —añade el escritor— es de haber conseguido que aquella persona que se comió el marrón a mi lado, cuando me quedé sin nada, siga conmigo”. Juntos, crían a sus hijas y, cuando puede, él arranca horas “al territorio virgen que es la noche”, para escribir y disfrutar de horas que parece que pasen más lentas, sin llamadas ni otros estorbos.
El necesario recuerdo de La Canadiense
El parroquiano lleva más de media vida en Barcelona y, reconoce, “más o menos tengo lo que quería tener cuando me vine aquí. No me llevo mal con la ciudad, hay cosas que me gustan y otras que no, como con cualquier otra”. Sorbe un trago de cerveza. “De todos modos, ahora mismo no me veo en otra parte”, añade, pese a la evidente molestia “de que los turistas hayan decidido venir por hordas, en lugar de por grupos; por millones en lugar de por miles; que se metan en todas partes, no como antes que, por ejemplo, en el Raval casi no entraban. ¡Y que no les hagan un mínimo test de educación preventivo!”.
Vive en el Poble-sec, muy cerca de aquellas chimeneas que en 1919 presenciaron su episodio histórico favorito de la historia de Barcelona: la huelga de La Canadiense, organizada por la CNT, que paralizó la ciudad durante 44 días. “Es un lugar de la memoria con el que me siento muy cómodo, algo bonito que esta ciudad le regaló al mundo”.
— Otra cosa muy bonita que esta ciudad ha regalado el mundo es nuestra oferta gastronómica. Que ya es mediodía y te podríamos tentar con un menú o unas tapas…
Robert Juan-Cantavella medita unos segundos. “Elegiré menú —decide—. Y que lleve postre, que lo mío con el dulce alcanza un punto absurdo”. Remata la cerveza y añade: “Y si podéis encender la tele, mejor”.
— ¿La tele? ¿Por qué?
— Cuando voy solo a comer suelo mirar la tele, porque en casa no tengo, y así veo cómo avanza semejante prodigio —replica, con la sonrisa incendiaria del mejor punk.
