Cuando cursaba 5º de EGB, Ramon Faura descubrió Wooly bully, de Sam the Sham and the Pharaohs, la primera canción que le voló la cabeza. A los once años, tras el asesinato de John Lennon, se metió a fondo en el mundo de los Beatles, que se convirtieron en su monomanía en el transcurso entre la niñez y la adolescencia. Más tarde, su madre le regaló el primer volumen de La Historia del Rock de Orbis: una recopilación de los Rolling Stones de los 60. “Aquel disco llevaba el Route 66, el Satisfaction… ahí ya me dije: ‘yo en la vida quiero hacer esto’”, ríe el músico, compositor y arquitecto, mientras se toma un vespertino vodka Veruga al compás del Don’t you just know it de Huey ‘Piano’ Smith.
Mente singular del entramado musical barcelonés, talento elusivo e imposible de encasillar, incansable buscador de estímulos sonoros e intelectuales, independiente hasta la médula, Ramon debutó al frente de su primera banda, Los Interrogantes, en 1986, “en una fiesta mod organizada en Zeleste por el artista Pop Ringo Julián”.
Tras cinco años de trayectoria, funda la Blue Tibidabo Hill Company, un proyecto centrado en la exploración del lado más ácido y eléctrico del blues. “Hasta que, en los 90, descubrí tres cosas: por un lado, el britpop de Supergrass o Blur; en segundo lugar, la electrónica de unos Chemical Brothers. Y, en tercer lugar, la música latina y afrocubana, y sumé todo aquello a mi bagaje, porque yo siempre he sido de sumar, más que de sustituir”. Así nacieron Azucarillo Kings, fundados junto a Carles Mestre, “que aportaba la visión rumbera y que es, ante todo, un amigo: alguien con quien me siento a gusto, porque para mí no vale la pena meterse en proyectos si no es con personas afines”.
La aventura terminó en 2001 “después de un año de locos, combinando la banda con mi trabajo final de carrera de Arquitectura”. Tras aquello, el parroquiano trató de dedicarse exclusivamente a la arquitectura, pero en 2002 ya se había dado cuenta de que, como los tiburones que mueren si dejan de nadar, él no podía vivir sin hacer música.
Las muchas caras de la muerte de la modernidad
Su siguiente proyecto, Le Petit Ramón, duró entre 2002 y 2015, el año en el que el músico se dijo que aquello ya había dado de sí todo lo que podía. “Fueron los años en los que aprendí y crecí más musicalmente. Con la banda grabamos seis discos, siempre con las constantes sonoras del blues, el R&B y la psicodelia, mezclados con otros lenguajes”.

Pero si bien la música seguía su curso, y tras Le Petit Ramon el parroquiano creó el proyecto de electrónica YAK42, hace diez años otra idea rondaba en su cabeza. “La necesidad de conjugar mis grandes pasiones por la música y la arquitectura”. Ramon Faura se puso a exprimir neurotransmisores y el resultado es una trilogía de libros en la que actualmente está trabajando, y que plantea una mirada estructural sobre el fin de la modernidad en Occidente en los años 60 desde distintos ángulos. Estos abarcan desde la bomba atómica hasta la cibernética, pasando por las drogas, el fin de la era colonial y, por supuesto, cómo no, todos los cambios vividos por la música y la arquitectura como expresiones de una pérdida de espíritu identitario hacia un nuevo paradigma ético y estético. Una obra ambiciosa, que interconecta puntos para explicar el fin y el inicio de una noción de mundo, a través de los cambios vividos en su cultura, su sociedad y su economía.
“El primer volumen está ya listo para salir, he estado trabajando en él cuatro años muy intensamente”, anuncia el músico que, paralelamente, no ha dejado de impartir clases de arquitectura en Elisava, de estudiar a fondo piano, de colaborar con el grupo Los Cuatro Señores y de fundar un nuevo proyecto musical, Mongosónica, junto con Vicente Leone. “Una banda de garaje electrónico”, como la define, para la que espera contar, pronto, con su viejo compañero Carles Mestre. “Esta formación a trío es el futuro, lo veo”, ríe.
Sigue siendo infinita
“Soy el típico barcelonés que se pasa el día lamentándose de la ciudad, pero en realidad soy el único de mi círculo de amigos que no se ha ido a vivir fuera. Soy de Barcelona por los cuatro costados y, en el fondo, mi amor por ella es total, eterno”, reconoce el músico, que asocia el hechizo de la urbe a una infancia recorriendo sus calles y meandros de la mano de su abuelo. “Y la sigo descubriendo, sigo encontrando nuevos rincones. Sigue siendo, para mí, de alguna manera, infinita”. Sorbe un trago largo de vodka.

“No obstante —prosigue— hay algo que la está matando, y es el hecho de venderla por un plato de lentejas, mientras seguimos anclados en ese esnobismo de creernos que somos la hostia, y al final gente que no le tiene ningún cariño a Barcelona la está vendiendo, anteponiendo el beneficio rápido a cualquier otra consideración”, lamenta, liquida su bebida y hace ademán de salir fuera a fumarse un Lucky.
— ¿Querrás cenar algo después del Veruga?
Ramon Faura se detiene. Las notas de Havin’ a good time de Huey ‘Piano’ Smith resuenan en el ambiente, el Bar se anima. Tras pensar unos breves segundos, pregunta:
— ¿Tenéis pulpo a feira?
— ¿Bromeas? ¡Es uno de nuestros platos estrella!
Y sonríe, adjudicándose una ración en cuanto vuelva de fumarse el cigarrillo.