Pedro Juan Gutiérrez
El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez.

La poética tropical de Pedro Juan

Conversamos sobre el acto de creación literaria con Pedro Juan Gutiérrez, autor de la exitosa Trilogía sucia de la Habana, a propósito de las reflexiones vertidas en su autoentrevista Diálogos con mi sombra. Sobre el oficio de escritor

Las comunicaciones no siempre son sencillas con La Habana, pero después de intercambiar diversos mails nos atiende Pedro Juan Gutiérrez en videoconferencia desde su casa. Demuestra una amabilidad exquisita, que podría sorprender a quien espere topar con la ruda voz narrativa de su Trilogía sucia de La Habana, a raíz de la cual fue mundialmente saludado como una suerte de “Bukowski” tropical. Sobre los límites y presunciones de la autoficción hablamos en nuestra conversación, motivada en gran medida por el ejercicio de desdoblamiento que escenifica en Diálogo con mi sombra. Sobre el oficio de escritor, su último libro publicado en Anagrama. Una obra que redactó rápidamente —“todo estaba en ni cabeza, inconsciente, las preguntas y las respuestas”— por la necesidad de “estabilizar mi posición ante el hecho de la escritura”, sabedor de que a lo largo de los miles de entrevistas realizadas —se conservan en un archivo de Princeton, nos explica— sus respuestas, a preguntas similares, habían ido fluctuando.

Tradicionalmente se ha sugerido que el género en que coinciden autor, voz narrativa y protagonista es la autobiografía. Pero incluso cuando los hechos narrados han sido vividos por el autor, en su asignación a una figura protagonista interviene el artificio literario que transmuta la realidad. Que abre la ventana a esa realización de la vida desde el desdoblamiento que es la ficción: “Estoy viviendo con Pedro Juan desde septiembre de 1994, cuando, juntos, empezamos a escribir Trilogía sucia de la Habana, reconoce Pedro Juan Gutiérrez en el prólogo de Diálogo con mi sombra. “Yo soy yo. Y él es mi sombra. Aunque el señor tiene su ego bien montado, y si se le pregunta dirá que es todo lo contrario: «yo soy yo, y el señor Gutiérrez es mi sombra»”. Una suerte de alter ego, doppelgänger o daimon que deambula y lo acompaña en los mismos escenarios, para inmiscuirse incluso en cuestiones literarias, no sólo como un personaje. Por eso la “filosofía de vida” que es para Pedro Juan Gutiérrez la escritura se despliega a partir de los ajustes y desavenencias “entre el Pedro Juan maldito, cabrón, y yo, que somos tan diferentes”.

Por supuesto, este desdoblamiento barroquizante tiene su tradición en la literatura. La emancipación de la criatura, que acontece en la quijotesca Niebla —cuando en un momento de la ficción, hacia el final, el protagonista se dirigía al mismísimo demiurgo, Miguel de Unamuno, para exigirle una suerte más feliz, habiendo acariciado la tentadora invención de un género distinto, el de la “nivola”— aparece asimismo en el inicio de ese texto descaradamente biográfico —Diálogo con mi sombra. Sobre el oficio de escritor— en que Pedro Juan Gutiérrez recuerda su incursión en el mundo de la literatura y deja caer las máscaras. O, mejor dicho, explicita cuán necesario es su uso en el curso de la narración, complementando lo expuesto en el texto concebido prácticamente en la misma época bajo el título Estoico y frugal. En esta, su última novela publicada por Anagrama, habla asimismo de su infancia y de su formación como escritor: “Creo que desde niño había aprendido a ensimismarme y observar el mundo desde una distancia neblinosa” (…) al mismo tiempo que “era efusivo y me gustaba conversar y tener amigos, nunca me gustó vivir apartado y en silencio”.

“Yo soy yo. Y él es mi sombra. Aunque el señor tiene su ego bien montado, y si se le pregunta dirá que es todo lo contrario: «yo soy yo, y el señor Gutiérrez es mi sombra»”

Esa ambivalencia, la oscilación entre la experimentación intensa de la vida y su recreación en perspectiva, apunta nada más y nada menos que al aristotélico propósito de “saber”, esto es, conocer las razones de lo existente o comprenderse a uno mismo: “Comprobé enseguida que casi todo lo que iba al diario era una destilación de mis días, y servía para aclarar los pequeños misterios cotidianos que se revelan al escribir”, explica en Estoico y frugal. Mientras que en Diálogo con mi sombra lo refleja en clave de perplejidad: “Me he pasado la vida tratando de comprender de donde viene esa necesidad de escribir. Y no lo entiendo”. Una respuesta sincera o retórica, pero que en cualquier caso sigue animando aquella tarea, investigación u “oficio”. La escritura funciona como medio para la diagnosis y, aunque no elimina la problemática o el sufrimiento, abre un mundo paralelo para su posible asimilación a través de la representación en clave trágica, cómica o tragicómica. El papel taumatúrgico de la catarsis, la purificación que habilitan las narraciones propias o ajenas —vividas en cualquier caso como propias, al ser siempre comprendidas desde uno mismo— ya fue descrito por Aristóteles en su Poética, la primera reflexión sobre la experiencia estética que promueve la literatura.

Confiesa Pedro Juan Gutiérrez que no entiende por qué escribe, pero es la conciencia de esa ignorancia lo que, precisamente, motiva que siga escribiendo. Una retroalimentación compulsiva al tiempo que controlada. En la entrevista consigo mismo sostiene que “escribir es buscar una respuesta, analizar, estudiar algo que conoces bien (…). Uno intenta comprender para no volverse loco (…) quizá por eso es en la poesía donde mejor me siento. En la poesía se sueltan los demonios, me siento libre”. Práctica que, en comparación con la redacción de diarios, en Estoico y frugal alude como una “destilación aún más filtrada, mediante arañas invisibles que se mueven en la oscuridad”. En esa misma obra especula lo siguiente: “Quizá sólo escribo para evitar el viaje al fondo del infierno (…) es necesario idear mecanismos de control antes de llegar al punto del naufragio. Observar, meditar, escribir”. El exorcismo que la literatura habilita, el hallazgo de la palabra que refiere lo que no puede ser referido, otorga una sensación de consistencia incluso cuando se trabaja con algo que acontece del otro lado. Pues realmente, no hay algo así como dos mundos, una separación estricta entre ficción y realidad. “Si algún día soy escritor —nos explica Pedro Juan que se decía a sí mismo, tras descubrir Desayuno en Tiffany’s— yo quiero serlo de esa manera, que no se sepa qué es realidad y qué es ficción”.

Pedro Juan Gutiérrez
Confiesa Pedro Juan Gutiérrez que no entiende por qué escribe, pero es la conciencia de esa ignorancia lo que, precisamente, motiva que siga escribiendo.

Sobre la mímesis

Hoy sabemos lo que Kant y otros pensadores ya intuían a propósito de la imaginación, o facultad para recordar/producir imágenes: que se pone en juego en la mayoría de las operaciones mentales —con o sin conciencia— permitiendo comprender cuanto acontece en presente y, semejantemente, habilitando la concepción de otros mundos, vividos con un grado de realidad comparable. La descarga afectiva que precipita la tragedia —aun cuando el suceso luctuoso acontece a otro— revela el alcance de la verdad suscitada por medio de la “imitación” (Mimesis). Aristóteles lo estudió en la Poética poniendo el énfasis no ya en la reproducción literal de la realidad, sino en la “verosimilitud” de lo representado: “Imitar es connatural al hombre desde la niñez (…) y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos”. Además de señalar el placer que encuentra en el curso de esa actividad, precisa aquél que también los hechos que parecen excepcionales pueden tornarse creíbles, siempre que el autor se ponga en situación y experimente aquello de lo que escribe. Se elaboran los materiales a conciencia y se alteran ciertos parámetros para que la realidad fabulada resulte verosímil en su concatenación narrativa.

El caso de Pedro Juan Gutiérrez es paradigmático, en este sentido. Con una sinceridad inquebrantable, en nuestra conversación recuerda que “hay escritores a los que les aterra de escribir sobre su propia vida. Mi proyecto ha sido otro. Escribo a partir de mis experiencias más inmediatas. Siempre llevo una libreta conmigo”. Con todo, la promoción de este género de desdoblamientos nunca del todo falsos —de los que hablamos hace un año a Milena Busquets a propósito de Gema, su ficcionado ejercicio de rememoración— no está libre de conflictos: “Me trae muchos problemas —confiesa Pedro Juan Gutiérrez en Diálogo con mi sombra— porque la mayoría de los lectores están convencidos de que no hay nada de ficción en mis libros. Y se generan situaciones embarazosas”. Idea que reencontramos en Estoico y frugal, novela prácticamente coetánea que venimos citando y que confirma la fijación en paralelo de sus inquietudes, en este caso la reflexión sobre el hecho literario: “Uso las vidas de vecinos, familiares, amigos. Y eso es traición. Al mismo tiempo que estigma, la traición del escritor es también una mentira. Solo una apariencia de traición, porque uno nunca copia al detalle”. Una expresión que condensa prodigiosamente el espíritu de la mímesis.

“Hay escritores a los que les aterra de escribir sobre su propia vida. Mi proyecto ha sido otro. Escribo a partir de mis experiencias más inmediatas. Siempre llevo una libreta conmigo”

La materia prima de la novela es la propia vida, por eso tras un minucioso esfuerzo de selección y reencuadre —una “destilación”, con la elaboración preciosista de un lenguaje directo y nada recargado, que se inspira en Capote y Hemingway— la literatura de Pedro Juan Gutiérrez parece latir con pulso propio. La pirueta del artificio consistente en reflejar la vida sin artificio, tal como es —descarnada, hermosa o abocada al sinsentido—, resulta tan atractiva para algunos como molestísima para otros. En Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama (1968-2000), Jordi Gracia incluye una carta que el editor dirigió a Pedro Juan Gutiérrez a propósito de su Animal tropical: “Pienso que la novela funciona bien y que gustará a tus lectores, podrá conquistar a otros y también irritará a otros y otras, como tus libros anteriores”. Y es que la fama de escritor maldito la venía cultivando Pedro Juan merecidamente desde la Trilogía sucia de la Habana, con escenas de una crudeza llamativa, que —como ha explicado— reflejan la miseria y desesperanza que los cubanos hubieron de experimentar tras el desmembramiento de la antigua URSS, y que ilustraron dramáticamente el fenómeno de los balseros a mediados de los 90.

De entre los muchos autores que Pedro Juan Gutiérrez incluye en aquella su particular Poética en forma de autoentrevista —el Diálogo con mi sombra. Sobre el oficio de escritor— no sorprende la mención a Milan Kundera, que en novelas como La broma o El libro de la risa y el olvido —probablemente sus dos mejores obras— recrea algunas de las experiencias traumáticas vividas bajo la dominación soviética. Con todo, las alusiones del cubano se refieren sobre todo al ejercicio de reflexión teórica que aquél vertió en El arte de la novela. Allí encontramos afirmaciones a propósito del estatuto ontológico de la ficción moderna, cuyos límites son porosos, al tiempo que abarcan la esfera de la realidad toda, y que el autor de El Quijote habría esbozado con un arrojo visionario: “Comprender con Cervantes el mundo como ambigüedad —explica Kundera—, tener que afrontar, no una única verdad absoluta, sino un montón de verdades relativas que se contradicen (verdades incorporadas a los egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto, eso exige una fuerza igualmente notable”.

Pedro Juan Gutiérrez
De entre los muchos autores que Pedro Juan Gutiérrez incluye en aquella su particular Poética en forma de autoentrevista no sorprende la mención a Milan Kundera.

El autor, ese personaje

Cuando el narrador es el protagonista y, como en el caso de Pedro Juan, aquella recreación se ha realizado de manera tan temeraria, la tendencia por parte de no pocos lectores es eliminar la cuota de ambigüedad y esencializar al autor, convirtiéndolo en una máscara con rasgos tipificados. De ella parece querer desmarcarse en el Diálogo con mi sombra, como para legar una imagen más afín a su realidad o más distante a la de su personaje, que —con todo— se obstina en reaparecer. A propósito de un proyecto reciente, en que se planteó optar por un punto de vista narrativo completamente distinto, nos explica: “Pedro Juan está atravesao… yo trato de alejarme de él. «¡Vete!» le digo, como a un demonio”. La criatura que uno mismo no deja de ser emerge ex novo por su cercanía constitutiva. Como alter ego se erige en creadora y ratifica cuán difuminada se halla, en verdad, la línea que separa ficción y realidad. Y es que, como le sucedió a Søren Kierkegaard, las aclaraciones finales, pretendidamente conclusivas del autor de autores —“o de personajes con voz propia”— están en gran medida condenadas a la ambigüedad.

Acerca del oficio de escritor reconoce Pedro Juan Gutiérrez que es “solitario”, y que uno ha de ser “testarudo”: has de “creer profundamente en lo que haces”, repite en más de una ocasión. La inaugural —en el capítulo del Diálogo titulado “Los inicios”— acaso sea la más llamativa: “En cuanto un escritor se pone con humildades o se arrepiente, ya está perdido. Se detiene toda su creatividad. Hay que decir: «yo soy el mejor». Y creértelo”. ¿Quién está hablando en esta confesión? ¿Pedro Juan Gutiérrez, o más bien su tortuoso daimon, que le empuja a la tarea que precisamente otorga consistencia a la realidad vivida? En uno de los capítulos más interesantes de la Poética, que en algunas ediciones se ha optado por titular “Consejos a los poetas” —así en la de Gredos, de 1974, con traducción de Valentín García Yebra—, Aristóteles constata que “son muy persuasivos los que están dentro de las pasiones, y muy de veras agita el que está agitado y encoleriza el que está irritado. Por eso el arte de la poesía es de hombres de talento o de exaltados”. El último término en ocasiones se traduce como “enloquecidos”, pues cabe relacionarlo con el rapto divino o manía que ya había mencionado su maestro Platón.

“En cuanto un escritor se pone con humildades o se arrepiente, ya está perdido. Se detiene toda su creatividad. Hay que decir: «yo soy el mejor». Y creértelo”

La identificación empática con lo representado sobre el escenario o narrado en diferentes formatos se promueve con mayor verosimilitud a partir de su experimentación por el autor, un planteamiento de reminiscencias aristotélicas que reencontramos en la propuesta del cubano: “Dentro de mí hay varios hombres que a veces se pelean y se detestan, pero casi siempre colaboran y se unen cuando el enemigo se acerca a las murallas”. Así, la discreción y generosidad que demuestra Pedro Juan Gutiérrez en nuestra conversación puede chocar con la imagen de —según sus palabras— “caribeño insoportable, machista y grosero”. No es impensable que, de entre la multiplicidad de personajes que todos somos en potencia, se pueda producir una evolución hacia un carácter predominante, más trabajado, escogido a conciencia y encaminado —en este caso— a “tranquilizarse espiritualmente”. En nuestra conversación no le tiembla el pulso al afirmar, contra su personaje —Pedro Juan— y contra quienes le solicitan otras Trilogías de la Habana: “Desde el 2007 estoy tratando de llevar una vida un poca más sana… y de escribir a partir de ahí. Porque la escritura siempre sale a partir de la vida, del contexto. Si tienes una vida agresiva, furiosa, pues eso es lo que sale”.

Parece clara la deriva de Pedro Juan Gutiérrez hacia una forma más sofisticada o exquisita —como precisa en su Diálogo con mi sombra–-, e incluso una “tendencia al estoicismo (…), al estudio de los textos budistas y a la frugalidad”. La cita no procede de la novela Estoico y frugal, pero ilustra hasta qué punto su oficio de escritor corre en paralelo al relato con sentido de la propia vida; y cómo la indagación en el “laboratorio de la ficción” (Paul Ricoeur) no sólo es estética, sino que activa asimismo la evaluación axiológica, la revisión o puesta en perspectiva de los valores morales. En el curso de esa indagación, y gracias a los desdoblamientos, se atina y acierta en el blanco de la interioridad. Una suerte de conexión que revela temporalmente la buena relación con el propio daimon —aquella tratada por Aristóteles en su Ética— y que acostumbra a maltraducirse como “felicidad”.