La periodista y escritora Carmen Rigalt. © Pepa Málaga
La periodista y escritora Carmen Rigalt. © Pepa Málaga

Carmen Rigalt: “El periodismo hoy es de chiste, y la gente ya no cree en él”

Ha escrito un puñado de recuerdos alborotados que titula 'Noticia de mi vida',, donde dibuja una Catalunya adusta y seca, la de su infancia, entre las tierras bajas de Lleida y la alta Tarragona, y una profesión tribal, el periodismo, que dice ya no existe, ni el periodismo ni la tribu. Son las memorias desordenadas de una catalana nada pro pero irremediablemente catalana.

Va a ser una entrevista agria —le anuncié. Normal, recién terminadas las Noticias de mi vida de Carmen Rigalt, un libro de “recuerdos sueltos y deliberadamente alborotados” que a ella le dio por escribir en el silencio de la pandemia, convaleciente de un ataque al corazón: “Me habían echado del periódico (El Mundo, que después de 30 años la facturó de un plumazo o un encuentro de 30 segundos con su actual director, en plena depresión post infarto la columnista), y debía un libro desde hacía 15 años a la editorial (Planeta)”. No se le ocurrió nada mejor que hacer a la Rigalt, gran señora de la crónica mundana y de cualquier crónica, y también de la entrevista (también y mal que le pese, porque reniega del género y lo considera imposible: ¿será traidora?); a quien se reconoce por su verbo mordaz, el tacto punzante de sus adjetivos, su puntería al hablar y la elocuencia de sus silencios.

Pero cualquier previsión iba a quedarse corta. Terminó en lágrimas de nostalgia la entrevista o el género en el que ella ya no cree (preguntaré a Planeta si esto va en el lote, lo de las lágrimas): envueltas en esa neblina que empieza a colarse en las mañanas y atardeceres de Agosto pulsando la marcha atrás del tiempo. Sucede todos los años, no es noticia, pero a los que hemos nacido en Septiembre, la espesura blanca de su luz nos sume en la nada. Carmen Rigalt (Vinaixa, Lleida, 13 de septiembre de hace algo así como 70 años): una catalana nada pro pero irremediablemente catalana.

En el libro de marras, encontramos a una mujer víctima de muchas más fobias de las que se le conocían, por sus crónicas, como al ascensor de su editorial en Barcelona (fue finalista del Planeta por Mi corazón que baila con espigas), los túneles de las rondas periféricas o los aviones sin benzodiacepinas (en una ocasión salió huyendo pasillo adelante cuando las azafatas ya alzaban artilugios al compás de su mimo, y esto se cuenta en la profesión). Pero ¡te arrancabas las pestañas una a una ante el miedo, desde niña, y sufres de agorafobia! ¿Cuántas más sin confesar, Carmen?

“Se pueden enumerar, pero es mejor no contarlas. Fui una niña muy nerviosa, me llevaban continuamente al médico y me retenían en la cama el mayor tiempo posible, mientras me daban aquellas Luminaletas que… Sí, ese podría ser el origen de todo. Y cuando murió mi abuelo, tenía yo 8 años, me arranqué las pestañas por vez primera. Supongo que la agorafobia es la madre de todas mis fobias, pero ahora están aplacadas, latentes: hay muchas cosas que no hago por no despertarlas”.

— También hay una joven periodista esforzada por llegar, y esto si cabe choca más, siendo que siempre te has vanagloriado de tu indolencia. ¿Perdón?

— Ahí sí que no me reconozco. Sí me ha gustado siempre escribir y sí he peleado por hacer las cosas; pero soy muy indolente, en muchos sentidos.

Carmen Rigalt fue, efectivamente, la reina de la entrevista indolente, hasta que renunció allá por el 1995, porque le cansaba, dijo. Había inventado un género que luego muchos emularon, pocos le llegaron a la suela del zapato (recordemos apenas su charla y puro con Mariano Rajoy aún ministro, o la corbata de un Jorge Valdano sin hablar de fútbol). No es fácil disimular el enfado cuando la misma Rigalt dice ahora que “el periodismo está reñido con la entrevista” y, aunque tenga razón en sentido estricto, ¿puedes jurar que nunca encontraste a nadie detrás de tantos personajes? (aunque lo que quisiera preguntarle es: ¡¿qué coño hacemos tú y yo aquí en una tarde de domingo de pleno verano?!)

“Tengo muy mala opinión de la entrevista: es un género que hoy se cultiva muy mal. Sí hubo una época, la de los dominicales, con Sol Alameda, Rosa Montero y así, en que se hacían bien, pero eso se acabó: las revistas implantaron formatos muy rígidos en los que es imposible hacer una buena pieza, y los periódicos las desprecian”.

Carmen Rigalt fue la reina de la entrevista indolente, hasta que renunció allá por el 1995, porque le cansaba

En este desorden de memorias, la entrevistadora renegada cuenta sobre un tiempo en que el periodismo era cosa de tribu (“¡Descuelga ese teléfono!, ¡coño, puede ser una noticia!”, se vociferaba en las redacciones, todos lo hemos escuchado). ¿Es posible aún el periodismo? “A mí me parece de chiste, se me hace muy extraño que exista. La gente ya no cree en el periodismo”. Un tiempo llegó en que aquellos dominicales empezaron a parecerse a un catálogo publicitario, “sí, ahora los anuncios no son de lavadoras sino de ideas; te encuentras un anuncio de Acnur, pongamos, y no lo distingues del reportaje de la siguiente página”. Hasta acabar hoy en este periodismo mayúsculo, político o financiero, tan programático, “sí, y uniforme. Las crónicas parlamentarias ya no tienen enjundia ni son vibrantes, son contenidas e idénticas unas a otras”.

Carmen, una mancheta, un medio, ha sido siempre un intento de poder, pero ¿qué ocurre cuando es solo eso, un centro de poder y nada más? “Un periódico tiene que ser un centro de poder, lo es desde el momento en que se funda. Ahora no sé a dónde van ni a dónde llegan. Yo tampoco lo entiendo”.

“Un periódico tiene que ser un centro de poder, lo es desde el momento en que se funda. Ahora no sé a dónde van ni a dónde llegan”

Respuesta nula. Hablemos pues de su libro, que diría el maestro (Paco Umbral, su gran umbral, sustantivo). ¿Qué has querido escribir en estas noticias tuyas, que dices son un intento de “saldar cuentas con mi pasado”? “He tratado de explicarme a mí misma. Y dicen quienes me conocen que sí soy yo la del libro, siempre sufriendo. Y esto hace que me pregunte: ¿será verdad que he sufrido tanto? Pues sí. Vengo de una familia victoriana en la que siempre me hallaba descabalada, siempre huyendo en busca de pequeños espacios de libertad. Fui ya una niña a contracorriente, con 8 años me escapaba de casa, y cuando me enviaron al internado, a 5 minutos de donde vivíamos en Barcelona (monjas Mercedarias, principios de los 60), me sentí más libre que en mi propia familia. Y lo peor es que luego me he reconocido en esa familia, de hecho participé con Rosa Villacastín en un libro de Ymelda Navajo que se tituló ¡Socorro!: me estoy pareciendo a mi madre. Ella y yo nunca verbalizamos el amor que nos teníamos, ni lo comprendimos, y el día que murió lloré tantísimo… Porque nunca le había dicho que la quería, nunca hablábamos de esas cosas. Me sentí una desgraciada. He llorado mucho escribiendo este libro”. Y lo sigue haciendo, ahora mismo; el contorno de sus ojos, que solo a medias ven lo que miran, se ha enrojecido detrás de sus gafas grandes y pesadas que todo lo aumentan. Silencio: “Tenía miedo hasta de pensar”.

noticia de mi vida Carmen Rigalt
“He tratado de explicarme a mí misma. Y dicen quienes me conocen que sí soy yo la del libro, siempre sufriendo”, explica Carmen Rigalt sobre Noticia de mi vida.

— Carmen, esa feroz autocrítica sobre tu familia, y sobre ti misma (se define “seca e indómita”), ¿te dio las tablas para ser tan fina cronista?

— Mi padre era muy mordaz. Tal vez lo heredé. Pero la familia lorquiana a la que me refiero es la materna, con la que solemos identificarnos más. Y yo he de reconocer que he salido a esa estirpe, qué le vamos a hacer.

— Siguiendo con la crónica, decía Umbral que para insultar sin ofender había que escribir muy bien, porque una burla bien colocada no ofende. ¿Crees que has tenido esa carta blanca para ironizar?

— No lo sé. Recuerdo la primera vez que hice una pirueta para escribir algo no correcto, en Pueblo. Utilicé el verbo “escoñarse” en un artículo y al día siguiente algún compañero protestó porque se me había permitido tal cosa, “a otros no nos lo pasáis”, decían… No sé responderte.

“Fui ya una niña a contracorriente, con 8 años me escapaba de casa, y cuando me enviaron al internado, a 5 minutos de donde vivíamos en Barcelona, me sentí más libre que en mi propia familia”

Pinta la Rigalt en sus desordenadas memorias una Catalunya adusta, inexpresiva, como la imagen de su abuela Mariana en el espejo. Vinaixa, donde Lleida se encuentra con la alta Tarragona, tierra del aceite, un paisaje esforzado y duro bajo el frío impenitente. ¿No era un cliché este carácter huraño de los catalanes? “No, es real. Mi abuela era una señora seca que nos hacía entrar en la casa con las manos en la espalda para no manchar las paredes. Y mi abuelo, de Tivissa, allí donde los nacionales cruzaron el Ebro, era muy severo; tuvo una hija maestra en Scala Dei (el Priorat más encrespado, despoblado y mísero entonces) y otra, que se hizo de la Sección Femenina y vivía con otra señora en Madrid, pero entonces de esas cosas nada se decía”.

Huye de Barcelona, casi ni la pisa; después de los inviernos en el internado viene la universidad de Pamplona y de ahí coge carrerilla hacia Madrid. Y aún sigue diciendo que “Barcelona nunca me pareció un buen lugar para vivir”. ¿Acaso Madrid lo era o lo es? “No, tampoco. Pero cuando llegué a Barcelona por primera vez venía de Zaragoza, donde mi padre había montado una fábrica de jabones, y fui directa al internado, y las pocas veces que salía a la calle me preguntaba: ¿aquí habrá niños? Apenas iba a casa algunos domingos, a comer, y siempre me acompañaba aquella pregunta: ¿dónde habrá niños que puedan ser amigos míos?”

Nunca los encontró entonces. Y acabó estableciendo su peña y su familia en Las Rozas de Madrid, como Umbral y María España, y otros, por ejemplo cita mucho a los Pérez Rubalcaba y Pilar Goya, las mujeres siempre con nombre de pila aunque escribamos las mujeres.

Carmen Rigalt
“Barcelona nunca me pareció un buen lugar para vivir”, dice Carmen Rigalt. © Pepa Málaga

— Abro comillas para terminar: “Nunca me di la oportunidad de ser feliz”. ¿Cómo puedes formular algo así?, ¿no es injusto para los tuyos?

— No tengo una explicación, pero es verdad. Y mi familia pequeña, o sea la que uno aporta al mundo, tampoco puede presumir de ser muy afectiva. Nunca nos damos besos, nunca nos hemos tratado con afecto y hemos sido gruñones. Antonio (su marido) y uno de mis hijos son absolutos cardos. Y yo, qué quieres que te diga, reconozco que soy más bien antipática y poco afectuosa.

No terminaré diciendo que Carmen Rigalt dice estas cosas y se queda tan ancha, como uno la imagina cuando la lee. No, Rigalt continúa con las córneas enrojecidas y esto parece un funeral de viejos amigos. Hasta pronto, que yo también me voy, a seguir llorando en otra parte.