En los últimos tiempos, debido en parte al aburrimiento cósmico que suscita la programación del Auditori y la inconstancia cualitativa de las producciones operísticas del Liceu, el Palau de la Música se ha consolidado como el equipamiento musical más fiable de Barcelona. Lo certificó la season opening de este jueves de Palau 100; uno podría pensar —y tendría razón— que la programación palauera es poco arriesgada y descansa exclusivamente en nombres reconsagradísimos de la clásica, pero también se puede aducir que este grupo selecto de formaciones, directores e intérpretes no han llegado a la cima de la fama por casualidad. Esto viene a cuento por conciertos como esta apertura de temporada que tenía la garantía de contar con la Filarmónica de Viena y un maestro top como Daniele Gatti pero que, pese a las garantías, nos regaló una velada excelsa, ideal para filosofar sobre el repertorio.
Los profesores de Viena y Gatti escogieron un menú sonoro que no podía ser más contrastante: por un lado, la música de espíritu neoclásico del Apollon Musagète de Stravinski y una pieza de gran tensión dramaticopsicológica como la Décima de Shostakovich, dos obras que se alejan en el espíritu sonoro y remarcan la progresiva decadencia de Europa y del mundo entre los años 1927 y 1953. La primera partitura la va como anillo al dedo a la cuerda abellotada de los profesores vieneses, y Gatti ofreció una lectura quizá un tanto demasiado apolínea, seguramente para contrastar la matraca angustiosa del tótem que nos esperaba en la segunda parte, pero con una máxima alerta a la articulación instrumental. En este sentido, la labor del maestro milanés (con una mano izquierda calcada en los chasquidos gestuales de Solti) parece más la de un cirujano del detalle que la de un intelectual con visión de conjunto.
Esto quizás pesó un poco en una sinfonía altamente trágica como la Décima de Xosta, un monumento sonoro escrito justo después de la muerte de Stalin y que recopila toda la represión y la desgracia que el compositor sufrió durante la dictadura comunista. La visión angustiosa de la pieza nos llevó a una interpretación a veces algo uniforme en los instantes de más caña volumétrica, pero todo esto son minucias ante la rectitud de los solistas vieneses, que se cascaron las endemoniadas piruetas y los ritmos sincopados del Allegro (en realidad, un Scherzo) con una fortaleza a prueba de balas. Cuando una orquesta prácticamente bicentenaria, que podría obtener el mismo nivel de aplausos sin entrenar demasiado, muestra una implicación así, al público sólo le queda aplaudir hasta enrojecerse las manos. A su vez, al oyente también se le impone reflexionar sobre nuestra época, que regurgitará los contrastes del pasado.
Por el momento, los primeros pasos de esta temporada musical han sido magníficos, con una notable Lady Macbeth de Mtsensk en el Liceu (donde finalmente hemos visto al maestro Josep Pons enfrentarse a un repertorio ideal para su batuta… justo durante la última temporada en la que le veremos en el coliseo de La Rambla) y ahora con este pistoletazo de salida de una temporada Palau 100 que, con viejos conocidos como Herreweghe o Hengelbrock, pinta importante. Escribo esta Punyalada horas antes de que se inicie la apertura de la temporada de la OBC en el Auditori, la tercera que encabezará el titular Ludovic Morlot, con un programa muy interesante con obras de Mompou, Gershwin y Ravel. Nada me haría más feliz que tragarme la intuición y que la OBC consiguiera iluminarnos musicalmente con algo más que la simple corrección y que el Auditori pudiera así dejar más huella en el imaginario sonoro de nuestra ciudad.
De momento (y me sabe mal escribirlo, porque me gustaría alabar mucho más lo público) el Palau va ganando por goleada. Continuaremos informando.