Inauguració Palau de la Música
Concierto de inauguración de temporada del Palau de la Música. © Toni Bofill

Rusia, para empezar

El Palau de la Música estrena temporada con un brillante repaso a dos clásicos de dos grandes compositores rusos, Stravinski y Xostakovitx, en una línea muy centrada en el siglo XX y en la libertad de expresión. Una Filarmónica de Viena infalible y un repertorio impactante marcan el rumbo a una temporada que, más que prometer, jura.

Un comienzo de temporada musical descaradamente ruso. Si la semana pasada inaugurábamos temporada en el Liceu con Lady Macbeth de Mstenk, de Xostalkovich, el Palau ha querido darnos la bienvenida dejándonos clavados en las sillas con un ballet neoclásico de Stravinsky y con una sinfonía de Shostakovich, bajo la batuta de Daniele Gatti y el sólido engranaje ejecutivo de la Filarmónica de Viena. Pero es que a finales de septiembre el Palau de la Música ya nos asomaba un Rakmaninov y un Mussorgski, de la mano de Guinovart y la Sinfónica del Vallès. Y bueno, musicalmente quien escribe está más acostumbrado al romanticismo de estos últimos que al serialismo casi atonal de los primeros, quiero decir que debo ser mucho más del XIX que del XX, pero que en manos de estos compositores madurar compensa.

A diferencia del Liceu, en el Palau de la Música las autoridades ni están ni parecen obligadas a acudir a las inauguraciones de temporada: de forma visible, esta sala se reserva las fechas señaladas y las no tan señaladas a quien realmente quiera venir a disfrutar de la música sinfónica y el protocolo, lo puramente social o de palco, o de espíritu de photocall, abunda mucho menos.

Por eso cuando encuentras a gente conocida sabes que no están porque sí, y como seguro que me dejo alguien prefiero decir que había periodistas importantes, abogados importantes, ingenieros importantes, empresarios importantes, Síndicas de Greuges importantes, volinistas importantes, pianistas importantes y buena parte de la junta del Orfeó Català. El presidente, Joaquim Uriach, asiste a estos eventos más como melómano que como director de orquesta y casi diría que todo su equipo hace lo mismo. La persona que me acompaña viene de Estados Unidos y me destaca que la sala parece de tamaño humano, no sólo físicamente, sino atmosféricamente. Pues esto se ha acentuado mucho más gracias a una forma de hacer, la del Palau, que cada día se parece más a la de su espíritu fundacional: un palacio para la gente.

El Apollon musagète de Stravinsky, inédito para mí, también ha sido de tamaño humano. Un ballet basado en la mitología griega, el dios de la música, que recibe la visita de tres musas (que inicialmente debían ser nueve). La Filarmónica se ha reducido a mitad del escenario, poco más de treinta instrumentos, cuerda y más cuerda. Parece empezar de forma clásica y casi barroca, pero pronto reivindica su intención moderna y su creciente pero adorable complejidad. La reconocida perfección de la orquesta podría darla por supuesta, pero siempre es un error: es un placer saber que el vuelo estará libre de toda turbulencia. Esta pieza me ha parecido una especie de caricia musical, un recibimiento amable en un universo inofensivo y comprensivo. A veces detectaba leves recuerdos en las síncopas binarias beethovenianas, pero sobre todo he extraído un Pas de Deux fantasioso, una Variación de Apolo tierna y una Apoteosis inquietante. Dijéramos que ha sido una Rusia y un siglo XX bien blandos, digeribles, con el alma en calma. Veremos, después de la pausa, qué debe llamar Shostakovich.

Viniendo, como decía, de la inauguración del Liceu, que nos destacaba fuertemente cómo Lady Macbeth de Mstenk fue censurada por Stalin, quien escribe habría esperado una obra atemorizada o al menos sometida a las constantes malas pasadas que el régimen comunista hizo caer sobre el compositor: denuncias, purgas, eliminaciones del repertorio, persecución policial y periodística… Pero resulta que hoy venimos a ver la Décima, la número diez, la de 1953, terminada la Segunda Guerra Mundial y sobre todo muerto y enterrado y descendido a los infiernos Yosif Stalin. Venimos a presenciar una liberación personal, una alegre venganza. La orquesta llena todas las sillas para desarrollar una obra breve y llena de sarcasmo, que no intenta ser majestática pero que tira mucho de los decibelios y de la ejecución simultánea. Esto tampoco gustó a las autoridades post-stalinistas, que esperaban una obra ampulosa para celebrar el fin de la guerra, pero eso a Shostakovich ya le daba igual. Era libre, y se nota. Era una denuncia, y se nota. Está llena de sus conflictos y dramas personales, y se nota en la rabia y en la descarga de energía que nos agarra por las solapas. El contraste con el silencio en cada final de movimiento nos deja, como decía, físicamente clavados en las angustias del siglo XX.

Cuando acaba el concierto, casi para descompromir tanta tensión, Daniel Gatti decide lanzarnos caramelos de azúcar en forma de danza húngara número 5 de Brahms. Nos marchamos con este mainstream besito de buenas noches y nos despedimos de nuestras mitológicas musas. Sí, esta sala está hecha de tamaño humano, concluyo con la persona que me acompaña. La piel, la vena, el alma encuentran siempre un zarandeo. Y por suerte, antes y después de la obra, poder tomar el pulso a nuestra propia comunidad.

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