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n la torre de vigilancia del castillo de Montjuïc, una placa evoca Pierre Méchain. En el otro extremo de la ciudad, en la plaza de les Glòries, se alza el monumento al meridiano que figura el perfil terrestre desde Dunkerque hasta Barcelona. ¿Qué tienen en común estos dos recordatorios inconexos? Pues que unen la capital catalana con una de las aventuras más increíbles de la ciencia moderna: el establecimiento de una medida universal, el metro. La Academia de Ciencias de París aprobó un 19 de marzo de 1791 la nueva medida, que representa la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre. Para determinar esta distancia había que medir la parte de meridiano comprendido entre Dunkerque y Barcelona. Los astrónomos Pierre Méchain y Jean-Baptiste Delambre se encargaron de esta tarea. Delambre midió el tramo norte, pero a Méchain le tocó la parte más peligrosa: Rodès-Barcelona.
El rey español Carlos IV permitió que Méchain operase en su territorio y el geógrafo pasó por todo tipo de aventuras en su objetivo de medir los triángulos geodésicos para poder determinar la curvatura de la Tierra
Su hazaña es conocida en los cenáculos científicos. En cambio, puede que no lo sea tanto la visión que se tenía en la Francia de finales del XIX, un periodo de ebullición inventiva y avances trepidantes. Es en este punto que me gustaría explorar el relato que hace W. de Fonvieille (París, 1824-1914), una especie de Carl Sagan de la época. La conquista del Polo Norte, los globos aerostáticos, la electricidad: en pocas palabras, los “milagros” de la ciencia son algunos de los temas que pueblan sus obras. En La mesure du metre, dangers et aventures de ce qui l’ont determiné (1886), consultable en la prodigiosa Gallica, Fonvieille da detalles coloreados sobre la epopeya de Méchain, que sacó adelante su campaña en plena Revolución Francesa. La expedición tenía una dimensión política, ya que establecía las bases de una nueva era. “Conseguir la medida del metro era indispensable para borrar los rastros del Antiguo Régimen y completar el sistema innovador que también integraban el calendario y las fiestas revolucionarias”, afirma Fonvielle. Pero mientras en Francia soplaban vientos de libertad, igualdad y fraternidad, el rey español Carlos IV, primo de Luis XVI, hacía lo posible para detener las ideas procedentes de París. Sin embargo, dejó que Méchain trabajara en su territorio.
El geógrafo llegó a Barcelona en julio de 1792 tras capear varios obstáculos. Aquí Fonvieille pone su salsa: en la frontera los migueletes raptan a su ayudante, Tranchot, que finalmente es liberado en Perpiñán; permanece convaleciente cinco meses en Caldes tras sufrir un grave accidente con una máquina hidráulica, tiene problemas económicos y, cuando el rey francés es guillotinado, el 21 de enero de 1793, queda atrapado en Catalunya. Rehén del capitán general, Méchain no puede abandonar el país en guerra, pero sí continuar sus operaciones. Al fin le conceden un salvoconducto para viajar a Italia, arriesgándose en un Mediterráneo infestado de piratas. Desde Génova vuelve a Francia y en tres años concluye las mediciones de los triángulos geodésicos de la parte francesa. A finales de agosto de 1798, Méchain y Delambre se reúnen en Carcasona y ponen en común los cálculos. Un año más tarde firman el informe final. Pero la aventura no termina aquí, porque deciden ampliar las mediciones hasta las Baleares para poder determinar —según Fonvieille— la curvatura de la Tierra. Así que Méchain regresa a Catalunya.
“He decidido permanecer en este horroroso exilio, lejos de lo que más quiero en el mundo. Lo sacrifico y renuncio a todo antes de volver sin haber terminado mi parte del trabajo”, se lamenta Méchain a la Comisión del Metro de París. Con la llegada al poder de Napoleón, el proyecto estuvo a punto de hacer aguas. El Imperio no se mostró tan entusiasta con las “medidas revolucionarias”, pero permitió —con la venia de Carlos IV— proseguir con las mediciones de los arcos meridianos en las Islas. En el viaje a Cabrera, Méchain casi naufraga. Para más inri, los isleños no dejan desembarcar a la tripulación por miedo a la fiebre amarilla, que hace estragos. Cuando por fin los dejan bajar, se da cuenta de que ninguna montaña le sirve para los cálculos y, además, cae en un torrente y acaba herido. Méchain ya no tiene ninguna duda, es todo un “mártir de la geodesia francesa”.
A continuación, el científico se embarca hacia Valencia en abril de 1804 para unir la cadena costera con las islas a través de Ibiza y Cullera. Lo acoge el barón de la Pobla Tornesa, en cuyos brazos morirá poco después, el 20 de septiembre, de fiebre amarilla. “Cuando lo creían a salvo recae porque, llevado por su fatal pasión, se levanta por la noche para observar los astros”, puntualiza Fonvielle. “Mi mujer, mis hijos… ¡triángulo!”, fueron sus últimas palabras.
Hoy día, que medimos los objetos con aplicaciones de móvil, o bien cuantificamos nuestra actividad física con las distancias que el dispositivo nos calcula, haríamos bien de acordarnos más de científicos que, como Méchain, se exiliaron y vivieron mil peripecias, superaron obstáculos aparentemente infranqueables, e incluso perdieron la vida para avanzar un palmo en el conocimiento de la tierra.