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lantarse en un polígono industrial en un día festivo es una acción que invita a la contemplación. El polígono aparece desprovisto del trajín habitual, de la funcionalidad corriente, y surge a la superficie su naturaleza de espacio verdadero. En ese momento se convierte en un fantasma al que debes mirar a los ojos. Ya no puedes seguir fingiendo que estás en el trastero de la casa. Es una sensación similar a la que se tiene cuando se visita en un día festivo una plaza acostumbrada a tener, de manera evidente, un nervio diario. ¿Qué entenderíamos por nervio diario? El ir y venir insaciable de actividad que se puede concentrar en la plaza de un mercado público, una plaza como la Soler i Carbonell de Vilanova i la Geltrú. De dimensiones inaferrablemente generosas, está enfrente del denominado mercado central de la capital del Garraf. La plaza es un espejo fidedigno de las características del mercado. La visito en un día festivo de primavera en el que vuelve a refrescar y la pereza del sol brumoso se contagia al sosiego general. Hoy el mercado está cerrado y dos parejas de niños juegan a la pelota a la hora del vermú. Cabe tratar como hecho histórico y remarcable que sea una plaza en la que aún se juega a la pelota. En concreto, dos niños que parecen hermanos se intercambian chuts. Ahora te la paso, ahora la hago rebotar contra la pared del mercado.
—¡Las has tirado muy lejos! —exclama uno, mientras el pequeño se parte de risa por la fechoría que ha perpetrado. Un rato más tarde, esta pareja de hermanos abandona la pelota y se va a descansar bajo la plataforma de la escultura que hay en medio de la plaza. Es una peana de hierro oxidado. Quizás mida más de un metro. Han tenido que esforzarse para encaramarse a ella. De hecho, este bloque cuadrado, más alto que el anterior, se colocó bajo la escultura en mayo del 2005. Cinco años antes, un accidente había enviado al suelo a una de las dos figuras que conforman el conjunto escultórico, Home i Dona (Hombre y Mujer): dos figuras de bronce vacías que pretenden dibujar los perfiles de unos cuerpos, como si fueran una máscara. A causa del golpe de un camión, el escorzo del hombre se rompió.
Sin embargo, el título de la obra y el nombre de su autor, el escultor vilanovense Xavier Cuenca, son cosas que el visitante se quedará con las ganas de conocer, ya que no hay ninguna inscripción en el conjunto artístico que delate cualquiera de estos detalles significativos. Hay otras inscripciones, eso sí; garabatos escritos con típex blanco o rallados sobre el hierro: «Carlasalillas», «Raul BK», «Migordito», «Nava»… Nombres que no nos dicen nada y que a menudo van acompañados de corazones. Una iconografía que, a pesar del primitivismo expresivo, refleja los vaivenes de la vida, de una historia comenzada, de otra interrumpida. ¿Qué habrá sido del «Migordito» o de su enamoramiento por una Carla con cuatro aes? Los niños que descansan sobre el cubículo y al lado del hombre y la mujer de bronce que no llegan a tocarse ni a entrelazarse —no tienen brazos, ni cara—, observan a un crío que juega con una pelota de goma con su abuelo. El abuelo parece bastante ágil para la edad que se sospecha que tiene y controla bien su barriguita incipiente y la pelota indómita. El niño ríe y lloriquea, ambas cosas a la vez, cuando el abuelo le esconde demasiado la pelota.
El pedestal de la escultura parece irradiar orden rectangular hacia las cuatro esquinas de la plaza, como una pirámide situada en el centro del universo. Quizás, mirándolo bien, son el mercado y sus formas rigurosamente racionalistas las que despliegan esta radiación rectilínea: la enormidad de la plaza —de este cemento fino que quema si te hincas de rodillas sobre él, un cemento de antigua pista deportiva de escuela—, aparece dividida en parcelas. Unas baldosas finas lo dibujan todo con rectángulos, como plazas de aparcamiento pequeñas. Eso es lo que le da un aire de manteles gigantes extendidos para celebrar un concierto, el mercado semanal o una xatonada masiva. Parece que el edificio del mercado, como un cíclope al dar su primer bostezo matinal, haya extendido los manteles de la plaza. Las líneas y los ángulos rectos marcan la personalidad del edificio del mercado. Comenzado a construir en 1935 y acabado en 1941, sigue al pie de la letra, como un alumno aplicado, los criterios estéticos del racionalismo, con un sentido máximo de la funcionalidad que se expresa en los voladizos laterales y que solamente se permite el ornamento de unos ribetes verdosos a cada lado. Es ese racionalismo que no sabes si es obra de un quinquenio comunista o de una profunda modernidad. El arquitecto que lo proyecta, Josep Maria Miró i Guibernau, también ideó el edificio de estilo clásico que destaca, en el fondo de la plaza, como uno de los más antiguos: la escuela Pompeu Fabra —el nombre del ordenador de la lengua encaja de maravilla en este ambiente—. La racionalidad atmosférica no debe hacer olvidar las dificultades al inicio de la construcción del mercado por la falta de recursos. En cualquier caso, el terreno para construirlo se consiguió precisamente gracias al legado testamentario del señor Soler i Carbonell.
A base de aguzar la vista siempre se encuentran formas que rompen la recta. Podía haber sido la glorieta que está en la parte central de la plaza, pero esta es justamente piramidal. En cambio, entre los cuatro tipos de farolas esparcidas por la plaza —desde las luces típicas de polígono hasta los postes idénticos por todas partes— hay algunas de bola redonda, muy de los años ochenta. Y también están los dos niños que ya han bajado de la escultura para volver a chutar la pelota.