Si en artículos anteriores hablamos de bulbos, orquídeas y jazmines, la rosa merece un capítulo aparte. Puede ser considerada la reina de las flores. Es la que más historia tiene y sin duda la que más historias de amor y desamor ha presenciado, desde la antigüedad al romanticismo; desde los albores de la conciencia moderna en Europa a la ambivalente concepción del amor que hoy predomina, vivida con razonable sentimentalismo, y que alterna el desencantamiento y la necesidad de creer en algo eterno. Se entiende que sea la flor más presente en la lírica. En versos atribuidos a Safo, entre los siglos VII y VI aC, se la considera predilecta del mismísimo Zeus. En contexto latino será protagonista de la más célebre invitación a exprimir el tiempo de vida, habitualmente referida como carpe diem. Un conocido poema de Ausonio, ya en el siglo IV de nuestra era, se abre con la advertencia Collige, virgo, rosas: “Coge las rosas, doncella” (y prosigue: “aprovecha que la flor está lozana y la juventud, y que tú tiempo avanza”). Una invitación que no pocas veces se reivindica en nuestra época como cheque en blanco, supuesto legitimador de conductas que no trasladan precisamente demasiada sabiduría vital.
De cualquier modo, prosiguiendo cronológicamente y dando un nuevo salto, en el Roman de la Rose -uno de los best-sellers medievales- se esbozaba alegóricamente el vínculo de esta flor con la conducta más delicada y ejemplar: el amor cortés. Un paradigma que con el paso de los siglos evoluciona hasta el extremo del amor-pasión, que los diferentes romanticismos formulan en términos poéticos o empleando la confluencia de las artes, como en el caso del Tristán wagneriano. Esta radical forma de muerte en vida, o de fusión vital que desemboca en la desaparición de los actores a través del anhelo erótico, puede identificarse sublimada en la figura de la rosa, por parte de varios poetas, desde de William Blake a Charles Baudelaire, quien pasa por ser el autor de la sentencia: “L’amour est une rose, chaque pétale une illusion, chaque épine un réalité”. Y es que el hecho de que esta flor de perfección antológica -sutilísima en aroma y textura- se encuentre armada por sus no menos antológicas espinas, pudiendo verter la sangre del inadvertido o precipitado amante, es una casualidad de lo más significativa. El fenómeno inverso se da con los a priori disuasorios cactus, capaces de sorprender con floraciones generosas y de tonalidades llamativas.
Sabemos, con todo, que una de las mayores aspiraciones del ser humano es controlar la significación y podar cualquier aspereza del discurso, como si el sentimiento pudiera crecer en ausencia de ese tipo de elementos adversos. Quizá podemos interpretar en este sentido la conocida interjección de Juan Ramón Jiménez. Lo imaginamos cansado por la afanosa búsqueda de adjetivos con que se busca trasladar una expresión perfecta, hasta exclamarse “no le toques ya más, que así es la rosa”. Aristas amenazadoras, en efecto, pueden contrapuntear su inmaculada realidad: las mencionadas espinas, o aquel gusano invisible, (“invisible worm”) que evoca Blake en un poema. A pesar de lo cual, las rosas son admiradas por su belleza, y por las propiedades de sus aceites esenciales y su fruto (escaramujo), empleados de formas diferentes para mantener la salud y como garantía de una juventud más duradera. Sin duda, a la rosa también la deshoja el paso del tiempo, y su inevitable decaimiento insinúa la verdad infausta que el amor quiere trascender. Como sucede con las flores todas, actualiza la atávica promesa de eternidad, la perpetuación de la vida. Una vida que comienza con el impulso de la atracción y prosigue con el cuidado, a la espera del fruto.