Madonna no parece Madonna

1990. Es el año de la reunificación de Alemania. También de la dimisión de Margaret Thatcher y de la liberación de Nelson Mandela. ¿Más efemérides? En el 90, Octavio Paz recibió el Premio Nobel de Literatura y, en Estados Unidos, se puso en marcha el World Wide Web. Pues bien, el mismo año que Europa suturó una de las grandes heridas de la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido despidió a la Mujer de Hierro e Internet daba sus primeros pasos, Madonna actuó por primera vez en Barcelona. Sin lugar a dudas, un concierto para la historia de la ciudad.

Como digo, hace más de treinta años, Madonna subía por primera vez a un escenario barcelonés. Concretamente, en el Estadi Olímpic Lluís Companys, renovado para los Juegos Olímpicos que se celebrarían dos veranos después. Era 1 de agosto y el público barcelonés pudo presenciar una de las giras más míticas de todos los tiempos: la Blond Ambition Tour. El nombre es ya bastante elocuente. Un año antes, Madonna había publicado uno de sus mejores discos, Like a Prayer, con temazos bailados y versionados ad nauseam como Express Yourself, Cherish o, por supuesto, el Like a Prayer que da nombre al álbum. El concierto de Barcelona era el penúltimo de una larga gira internacional y llegaba acompañado de grandes dosis de polémica y de provocación. Sí, Madonna ya era Madonna. La reina. La polémica. La escandalosa. La irreverente. En definitiva, la que abría camino. La única capaz de salir al escenario vestida únicamente con un corsé de satén rosa con sujetador cónico, una pieza creada por su amigo Jean-Paul Gautier y que, como hemos podido comprobar recientemente en CaixaForum, ya es pieza de museo.

Las crónicas periodísticas de la época cuentan que Madonna no logró llenar completamente el Estadi Olímpic Lluís Companys. También que la cantante y su séquito ocuparon 180 de las 208 habitaciones del antiguo Ramada Renaissance de La Rambla o que se la podía ver por las calles de la ciudad haciendo footing, como decíamos entonces, rodeada de guardaespaldas. Por cierto, que, después de una de estas sesiones de ejercicio callejero, uno de estos guardias dio un puñetazo a un reportero gráfico de El Periódico de Catalunya, en un evidente exceso de celo.

Bofetón aparte, Barcelona encandiló a Madonna, puesto que en 2001 escogió nuestra ciudad para estrenar su segunda gran gira: Drowned World Tour. La reina del Pop llenó el Palau Sant Jordi durante dos noches consecutivas, 9 y 10 de junio, para presentar dos álbumes mayúsculos: Ray of light (1998) y Music (2000).

En 2006 nos hizo la cobra y no pasó por Barcelona para presentar Confessions on a Dance Floor, pero nos lo compensó tres años después con la Sticky & Sweet Tour. Cuando se anunció la fecha del concierto, 21 de junio, decidí al instante que había llegado el momento de ver en directo a Madonna. También que, si iba a ver a la reina, quería verla bien, o sea que me rasqué el bolsillo y compré las mejores entradas. No calculé, sin embargo, que el precio de estar al lado del escenario era tener que seguir el concierto de pie y, cuando todavía actuaban los teloneros, me arrepentí de no estar cómodamente sentado en la grada y eso que apenas había estrenado los treinta. Nunca he sido hombre de conciertos. Sin embargo, cuando Madonna, que ya pasaba de los cincuenta, salió al escenario, se me pasaron todos los males. ¡Qué energía! ¡Qué electricidad! ¡Qué misticismo! ¿Era esto lo que sentía Santa Teresa de Jesús? ¡Extasiado es poco!

Avanzamos hasta el 20 y 21 de junio de 2012. The MDNA Tour trajo nuevamente Madonna a Barcelona. Leo que la reina del Pop se hizo esperar sus buenos 45 minutos, pero cuando empezó el show de música, baile y efectos especiales, volvió a dejar al público con la boca abierta. En 2015, Madonna, que veía ya los sesenta en el horizonte, regresó a Barcelona en el marco de la Rebel Heart Tour. Fue otro conciertazo.

Pues bien, ahora, tras ocho años de ausencia, Madonna vuelve. Lo hace en el marco de una gran gira para celebrar sus cuarenta años de carrera musical: The Celebraton Tour. Las entradas para el doble concierto previsto para el 1 y 2 de noviembre en el Palau Sant Jordi han volado en pocos minutos, literalmente, y eso que estaban carísimas. Sus fans, tengan veinte o sesenta años, no quieren perderse la oportunidad de volver a verla en directo. Un entusiasmo que contrasta con los ataques edadistas que lleva tiempo recibiendo tanto en redes sociales como en tribunas de periodistas supuestamente serias. Señores –porque la mayoría de estos opinadores profesionales son del género masculino– que no dudan en calificarla de “vieja ridícula” o de ser la “abuela del Pop”, por mucho que ellos mismos, ya maduritos, chalen de lo lindo en los conciertos del Boss (73 años) o de los Stones (70 el más joven y 74 el mayor). Hace años que sostienen que Madonna está musicalmente acabada y que ya no tiene edad para subirse a los principales escenarios del mundo. ¿Acaso la quisieran encerrada en casa haciendo punto de cruz y apuntada a Aquagym los jueves por la tarde?

También hay quien considera que Madonna no parece Madonna. Que hace una música que nada tiene que ver con sus grandes éxitos de antaño. Es más, que el rostro de la actual Madonna tampoco tiene que ver con el de esa Madonna Louise Veronica Ciccone que, en los 80, se abría paso en el mundo de la música. Creo que la esencia de Madonna es justamente ésta. No repetirse. Mutar constantemente. Esforzarse por seguir impresionando cuatro décadas después. Madonna tiene sesenta y cuatro años y las mismas ganas de abrir camino y escandalizar que cuando pisó Barcelona por primera vez y en El País se referían a ella como “la oxigenada italo-americana”. Solo hace falta echar un vistazo a sus redes sociales. Madonna no parece Madonna y, aunque parezca una paradoja, es precisamente eso lo que la hace auténticamente Madonna.