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os tres pilares que hace medio siglo sostenían el imperio comercial estadounidense (la venta al detalle de productos de almacén, la fabricación y venta de automóviles y la industria cinematográfica) han sido o están siendo radicalmente transformados por Silicon Valley. Las consecuencias son de toda índole, desde la definición de nuevos nichos de consumo en el mercado hasta el abandono de viejos modelos de distribución. Piénsese en lo que Amazon ha supuesto para los Woolworths y Sears, o lo que supondrá la irrupción del vehículo autónomo desarrollado por Waymo, empresa de Google. ¿Y Hollywood? La aplicación cada vez más intensiva de las CGI (las imágenes generadas por ordenador), y la aún tentativa pero creciente utilización de algoritmos para la producción de elementos argumentales, desde storylines hasta secuencias guionizadas, augura, tal vez distópicamente, una industria cinematográfica capaz de prescindir algún día de su componente más glamuroso, pero también ocasionalmente menos dócil y muy oneroso (las temperamentales stars), y de los siempre reivindicativos e inconformes guionistas. Esto aún está por verse, aunque ya hay algún indicio de lo que se avecina en ese frente. Por ejemplo, Peter Cushing, resucitado veinte años después de muerto y puesto a deambular por una de las innúmeras franquicias de Star Wars.
De lo que no cabe duda es del efecto combinado de un viejo formato (la serie televisiva) y las nuevas plataformas de distribución de productos digitales, que en algunos casos también irrumpen como productoras de contenidos. Hace apenas cuatro años, aunque ya parece medio siglo, Netflix, hasta entonces consagrada al streaming en tarifa plana de productos audiovisuales de canales de televisión convencionales o por cable, produjo su primera serie, además bajo la batuta de un reconocido director de Hollywood: la House of Cards de David Fincher. El éxito de esta serie, remake de la homónima británica de 1990, se mide en Emmys (con 56 nominaciones en el 2016) y sin duda se añade a la larga lista de las que configuran lo que algunos llaman la tercera edad de oro de la televisión estadounidense, con jalones previos como The Wire, Los Soprano o Breaking Bad, pero también se explica por la innovación absoluta que supuso su distribución no serializada. En efecto, Netflix, que actualmente invierte más de 6.000 millones de dólares anuales en desarrollo de contenidos, aplicó por primera vez en House of Cards la fórmula que ha repetido desde entonces con todas sus producciones, desde Orange Is the New Black hasta Narcos o Daredevil: el estreno simultáneo de todos los capítulos de cada nueva temporada, con lo que esta empresa ha potenciado la fórmula del binge-watching, sesiones maratonianas de visionado de productos seriados antes practicadas por una minoría adicta a determinadas series que era capaz de ver o volver a ver temporadas enteras en formato DVD. Según un reciente estudio, actualmente casi las dos terceras partes de los adolescentes estadounidenses realizan al menos dos veces al mes maratones de series de cinco horas seguidas. Y a tenor de mi propia experiencia, supongo que no pocos adultos también son capaces de sucumbir a este culpable placer.
A Netflix se han sumado Amazon y Hulu como productores de contenidos audiovisuales, por lo general de buena calidad cinemática. Como la producción de las viejas cadenas de televisión (convencionales o de cable o satélite) ha seguido su marcha imparable, el actual panorama es de plétora, cuando no de inflación: cuando acabe, este año habrá ofrecido un total de 500 series en todos los géneros, lo que supone un incremento de un 40 % con respecto al 2015. También hay efectos apreciables sobre las modalidades de escritura. Al desaparecer casi del todo el consumo serial, la estructura narrativa de algunas series incorpora el factor binge o maratoniano, y lo hace en detrimento de uno de los grandes logros de series como Los Soprano o The Wire, que las emparentaba con el gran cine o incluso la novela: la integridad y coherencia del conjunto como resultado de la lenta maduración de situaciones y personajes. En todos los casos, sin embargo, puede hablarse de una revolución que afecta a toda la cadena de la industria, desde la concepción y la escritura hasta la distribución y el consumo. El espectador tiene cada vez más libertad para escoger o desechar contenidos, y hay creadores que comienzan a producir series independientes, como la pequeña joya de Louis C. K., Horace and Pete. Indudablemente, frente a lo política y nacionalmente correcto, toda nueva libertad es bienvenida.