Adolescentes durante la selectividad. © Mar Rovira y Eloi Tost / ACN
LA PUNYALADA

La nefasta selectividad

El desbarajuste sobre el peso de los errores ortográficos en la nota final ha dado todavía un tono más absurdo a este delirante examen

La próxima semana, los alumnos de la tribu se enfrentarán al examen de selectividad, aceptando el inexorable destino de quien —en mis tiempos— experimentaba obligatoriamente las erupciones y costras de la varicela. Que el lector no se equivoque, servidor no es un militante de la pedagogía sin traumas; la vida académica (y biológica en general) nos exige una reválida de nuestros conocimientos, a menudo sin que nuestro examinador nos haya avisado de la prueba y, por ello, situar las nalgas en un pupitre durante una horita para resumir lo que creemos saber, con buena letra y la argumentación debida, no resulta ningún sacrificio existencial. Sin embargo, lo de la selectividad es un invento nauseabundo, de tufo comunista y franquistoide, inspección anatómica de alumnos que se ven tratados como una simple manada, independientemente de sus intereses y singularidad de conocimiento.

Sé que últimamente nuestros pedagogos han intentado personalizar este particular matadero de la juventud, pero lejos de arriesgarse con cambios más oportunos (a saber, promover que cada facultad del país realice su respectivo examen de ingreso, lo que implicaría una mayor competencia entre centros y la especialización más razonada de los estudiantes; términos que seguramente deben provocar temblor en nuestros educadores leninistas), los supuestos expertos en el arte de la educación han caído en los cráteres más tentadores de la tara posmo. Ahora dicen que los exámenes tendrán un contenido con menor peso memorístico —lo que antes, en tiempos del heteropatriarcado, llamábamos “vomitar”— y, siguiendo el idiolecto de estos plastas, que la cosa tendrá un carácter más “argumentativo” y “competencial”. Como dijo el profeta; por su lenguaje les reconoceréis. No falla, la impostura es gemela de lo cursi.

Da una cierta vergüenza tener que contar cosas tan básicas, pero desde tiempos platónicos sabemos que sólo conocemos aquello que recordamos. Esta idea no implica que nuestros profesores tengan que tatuar La mort i la primavera en la piel de los pobrecitos adolescentes catalanes, faltaría más. Pero si se quiere hacer cosas tan distintas como interpretar una sonata de Scriabin, reflexionar sobre el concepto de género en Butler o incluso inventarse un nuevo refresco, antes uno debe poner el esfuerzo y codos para asimilar su armonía, frases y elementos. Entiendo que todo lo que se ha hecho siempre de una determinada forma, siempre resulte un insulto para los promotores de una enseñanza más inclusiva, transversal y derivados de lo más xupi; pero el recuerdo (a saber, la mixtura entre la oralidad que se practica y la escritura que retiene su sonoridad) es un aspecto quintaesencial de la cultura de Occidente. Si no tenemos memoria, así va el asunto, tarde o temprano caeremos en el olvido.

Argumentar sin tener la masa del pastel cocinada en la sesera es como querer reparar un automóvil sin caja de herramientas

Avanzándome a los ofendidos profesionales, y en honor a mi profesión de pensador aficionado, es evidente que la memoria no debe caer en una mera repetición informativa y que los alumnos del país deben ser capaces de desarrollar un pensamiento crítico como es exigible. Pero argumentar sin tener la masa del pastel previamente cocinada en la sesera es como querer reparar un automóvil sin caja de herramientas. Por si fuera poco, a la tontería esta de los nuevos tipos de examen se ha sumado una delirante polémica sobre el peso de las faltas de ortografía. La semana pasada, algunos medios dieron la noticia de que los errores ortográficos sólo serían relevantes en los exámenes de lengua, un criterio que la consellera del asunto —Núria Montserrat— decidió cambiar después de una mañana de jaleo en can X. Antes de hablar del hecho en cuestión, cabe decir que resulta preocupante ver cómo los gobiernos sólo se inmutan cuando las redes sociales generan salseo.

Más allá del desaguisado político, todavía sorprende que deba explicarse la importancia de la ortografía a nuestros gestores y políticos supuestamente especialista en asuntos universitarios. Produce cierta angustia, en definitiva, que servidor se vea obligado a recordar que un filósofo, un matemático, un historiador o un físico no pueden desempeñar su labor académica si escriben como el puto culo y que la administración, con su anterior política de pasar las faltas por alto, sólo estaba haciendo un favor a la ignorancia supina. Hay cosas, creedme, pedagogos queridos, que es mejor no discutir. Hay que escribir sin faltas y punto, de la misma guisa que un músico debe afinar el instrumento puesto que —por mucha testosterona que tenga en los dedos—, si toca fuera de tono, sólo producirá ruido. También un científico, pues deberá escribir papers académicos con el mismo nivel de asepsia con el que nos opera un hígado o intenta encontrar el genoma original de uno de esos virus que nos provocan tos.

Todo esto, insisto, da mucha pereza tener que escribirlo en el año 2025. No todo son problemas que se ocasionen debido a la existencia de la selectividad, pero diría que un replanteamiento general del acceso universitario serviría para ponerles un matiz de sordina. En cualquier caso, y como la administración no se ha disculpado por todo este vodevil, creo que nuestros jóvenes merecen que les pidamos perdón, porque, en unos días en los que deberían haber estado pendientes de los apuntes y de concentrarse, les hemos regalado un espectáculo aún más espantoso que este examen absurdo. Y mira que es difícil…