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sla Negra, a hora y media de coche de Santiago de Chile, no es una isla ni es negra. Pero a todo el lugar ya le ha quedado el nombre que Pablo Neruda -que tampoco se llamaba así- quiso darle a la casa que se construyó sobre esta orilla de farallones. La primera impresión es puramente olfativa -una áspera hedor de algas fermentadas, de yodo y de sal del mar que se huele antes de verse. Y lo primero que se siente, oculto entre los eucaliptos, es el canto alegre del pequeño zorzal en el que quizá respira el espíritu del poeta.
Arquitectura orgánica, irregular, con mucha madera y con amplios ventanales, la casa de Neruda en Isla Negra es tan mediterránea como el clima y las viñas de Chile. La construyó un refugiado catalán, el arquitecto del GATCPAC Germán Rodríguez Arias, que en aquel mítico número de la revista D’ací i d’Allà dedicado a la vanguardia -invierno de 1934- había ilustrado con fotografías de casas ibicencas el artículo del futuro famoso Josep Lluís Sert, el amigo de Miró, titulado precisamente Arquitectura sin estilo y sin arquitecto.
La casa de Neruda en Isla Negra no es una casa racionalista -tipo Le Corbusier- ni nada de esto. Es simplemente una casa como una segunda piel, hecha sin plan preconcebido, a golpe de intuición y de sueños. Como la barraca que Gala y Dalí compraron a Lidia en Portlligat.
Neruda y Dalí, de hecho, operan de la misma manera que la naturaleza: creciente desde dentro hacia fuera, creando estructuras -pinturas, casas, poemas- mediante una cierta ordenación de la analogía de las formas.
Este es el principio de la magia simpática que practican los indígenas, los primitivos y los poetas: trabajar por asociaciones y por relaciones o correspondencias, invocar -o crear- lo que no hay por analogía con lo que hay. Y siempre en sentido ascendente. De modo que se puede decir que Neruda se desarrolla en espiral, como las conchas incrustadas en el suelo de cemento en el suelo de su casa de Isla Negra.
El poeta habitaba en esta casa como un capitán en el puente de su barco. “Necesito del mar Porque me enseña: / no sé si aprendo música o conciencia: / no sé si es ola o ser profundo / o solo ronca voz o deslumbrante / suposición de piezas y navíos.”
Neruda escribía a mano, con tinta verde. Antes y después de escribir, a mano y con tinta verde, se lavaba las manos como siguiendo un extraño ritual. La vida, ya se sabe, viene del agua. Y se va por el agua
El poeta se perdía en esta mar plana de hoy, con verso de malaquita y azules de lapislázuli. O en la mar oscura y furibunda de los atardeceres tormentosos, con viento del sur y blanca de espumajos. Y él era este océano en cambio permanente, origen y final de todo. “Siempre el mar con sus silencios y sus truenos, eternidades de que dispongo aquí cerca de mi ventana y alrededor de mi papel”…
Neruda escribía a mano, con tinta verde. Antes y después de escribir, a mano y con tinta verde, se lavaba las manos como siguiendo un extraño ritual. La vida, ya se sabe, viene del agua. Y se va por el agua. Y es también el agua donde el poeta se siente como pez en el centro de un astrolabio, núcleo vivo en medio de la energía primordial (como se ve dibujado en su propio ex libris, hoy emblema de su fundación). Por eso parece tanto un poeta que podríamos considerar griego presocrático, un mediterráneo de la era fundacional de los mitos y las cosmogonías.
Hölderlin tal vez tenía razón cuando decía que “Todo lo que queda lo fundan los poetas”. Cada cosa que hay en Isla Negra Neruda la dejó cargada de sentido: para que fuera más perdurable que su misma existencia.
Todo lo bautizó, con el sortilegio de la palabra, como insuflando vida a cada objeto. Animar lo inanimado, ¿no es ésta la fuerza secreta del chamán y del bardo homérico que canta la mar y las batallas, los héroes y las aventuras de la estirpe humana?
Neruda está vivo. Y es hoy, y no ayer, cuando nos habla a través de la escritura: “El viejo agave de mi casa sacó desde el fondo de su entraña su floración suicida. Esta planta, azul y amarilla, gigantesca y carnosa, duró más de diez años junto a mi puerta, creciendo hasta ser más alta que yo. Y ahora florece para morir.”
Delante de la casa hay un rústico campanario hecho con cuatro troncos de madera. “Me vine aquí a contar las campanas que viven en el mar, que suenan en el mar, dentro del mar. Por eso vivo aquí”…
Y ahora yo lo imagino tocando las campanas como previniendo de los arrecifes a unos marineros confundidos por los cantos de sirena. O en este mirador enteramente acristalado, él mismo como un barco dentro de una botella de vidrio. Neruda mira este bote de pescadores con el casco pintado de verde y rojo que faena a pocos metros de la playa. Y los hombres que se zambullen, a pulmón libre, con un simple tubo de plástico mordido entre los dientes. Bajan hasta seis o siete metros para arrancar de las rocas sumergidas tesoros bivalvos como las lapas o los “locos”, las almejas chilenas…
Entre la casa y el mar -de un azul marino impecable, refulgente como un espejo- hay una gran agave con el alto escapus -o “quiote” – ya seco y negro, señal inequívoca de la muerte. Pero Neruda está vivo. Y es hoy, y no ayer, cuando nos habla a través de la escritura: “El viejo agave de mi casa sacó desde el fondo de su entraña su floración suicida. Esta planta, azul y amarilla, gigantesca y carnosa, duró más de diez años junto a mi puerta, creciendo hasta ser más alta que yo. Y ahora florece para morir.”
Particularmente, a mí siempre me ha fascinado este espectacular canto del cisne de la pita. Forma parte tanto de mi paisaje como de la iconografía novecentista. Oriunda de América, como la Bien Plantada, saca de su corazón una lanza con racimos cuando sabe cumplido su ciclo vital.
En Isla Negra todo está empapado del espíritu travieso y juguetón de Neruda. Es una casa-museo fascinante porque es el fruto de un gran deseo: el deseo de construir en el mundo un espacio para la poesía. Neruda lo poetiza todo. De modo que también aquí cada objeto tiene su sentido y su historial. Y todo parece haber sido puesto en su lugar con un profundo sentido de la trascendencia: las colecciones de conchas y de mariposas, los barcos en miniatura y los mascarones de proa, los retratos de sus amigos, poetas de todos los tiempos: Whitman -Whitman sobre todo-, y Keats, Pushkin y Maiakovski, Garcilaso y Miguel Hernández, Edgar Allan Poe, Verlaine…
Se llamaba Neftalí Reyes y construyó su propio mito. Su padre era ferroviario (cheminot dicen en francés). La leyenda informa que de pequeño había sido muy pobre, pero las fotografías familiares parecen desmentirlo. El comunismo de Neruda pasa, la poesía queda. ¿No lo veía así el propio poeta cuando escribe (en el capítulo 9 de sus memorias) que “la vida es más fuerte y más porfiada que los preceptos. La revolución es la vida y los preceptos buscan su propio ataud”?