En el microcosmos del Call de Barcelona sabemos que han llegado los turistas (de forma masiva) cuando, desde casa y cerca de las once de la noche, escuchamos a un visitante gritar “Heeelp! My whaaatch” mientras el guiri en cuestión esprinta desesperada y estérilmente por la Baixada de Santa Eulalia. La carrera será del todo fútil porque, gracias a una técnica prodigiosa adquirida en las mejores facultades del planeta, el ladronzuelo profesional ya correrá hacia el otro lado y, aprovechando las telarañas callejeras de la Plaça de Sant Felip Neri, en breves segundos lo tendremos bailando sardanas alrededor de la Catedral. Todo esto ocurrirá como un espectáculo que los vecinos, atraídos por el griterío y morbosamente enchufados a sus ventanas, contemplan hasta que acabe la sesión, justo cuando el desdichado turista vuelva al lugar del hurto y sólo le quede el consuelo de charlar con algún otro viajero semiborracho sobre cómo va a echar de menos a su carísimo peluco.
Aunque la presencia policial en las calles de Ciutat Vella ha mejorado ostensiblemente con la actual administración municipal, la mayoría de noches siguen siendo un ejemplo de absentismo de los agentes en los recovecos donde más se les necesita. La Guàrdia Urbana y los Mossos patrullan más, aunque casi siempre dentro de un vehículo o en moto, pero siguen con la misma alergia enfermiza a la nocturnidad. Si nuestro barrio estuviera iluminado como Dios manda, la sensación de pavor sería mucho más escasa; pero algunas de nuestras calles siguen hermanadas con algunas villas de la mítica Transilvania. Si uno quiere ser justo, se debe felicitar nuevamente a la administración municipal por acciones que afectan y mejoran el barrio, como la aceleración evidente de las obras en Via Laietana y La Rambla, pero el tema de la inseguridad sigue haciéndonos vivir algo desamparados. Se necesitan más agentes y con directrices más eficaces.
Vuelven los turistas, decíamos antes. Lo sabemos también porque, a pesar de la limitación de grupos que aplicó el Ayuntamiento (en nuestro caso, en Neri y en la Calle de Salomó Ben Adret), esta norma queda en papel mojado con la misma alegría que la Disposición Adicional Tercera del Estatut catalán, recortado y vigente. A menudo se ve pasear por estos lugares a alguna pareja de agentes cívicos la mar de simpáticos, ataviados con un chaleco refractante y un ademán bien profesional; pero jamás de los jamases, y ya es casualidad, los he visto amonestar a ninguna aglomeración de turistas en el barrio. Esta masificación de nuestro hogar no es una anécdota; nos impide andar sin la obligación de ser doctos en el arte del eslalon y embute las calles antiguas de Barcelona de una depredación insostenible. La regulación también exige a guías y turistas el uso de micrófonos y audios individuales para evitar el ruido; la ley, lo tengo comprobado, sólo la cumplen los japoneses.
Ya sabemos que a las administraciones les cuesta un poco reaccionar, pero ya tiene su coña que el Ayuntamiento acabe de aprobar (¡¡¡estamos en el año 2025!!!) una norma que pretende destensionar la aglomeración de turistas mediante un control más férreo de las tiendas de souvenirs y de los establecimientos que son carne de guiri. El dictamen querría evitar la aparición de establecimientos de fundas de móviles, de templos donde dicen cuidar pies y uñas, así como los locales cannábicos; celebro que el concejal Albert Batlle se haya puesto a trabajar de lo lindo en tal misión, pero la regulación —que empezará a aplicarse en 2026, si la prensa no me engaña— llega tardísimo, justo cuando estos establecimientos de mierda ya han ensuciado inexorablemente vías como Boqueria o Cardenal Casañas. Hace demasiado tiempo que no cuidamos el paisaje del barrio, y diría que querer preservar el comercio local a estas alturas será más que complicado.
Han llegado los guiris, queridos vecinos, y esto comporta que —quizás aún más que durante el resto del año—, cuando nos dirijamos a las (escasísimas) terrazas que nos quedan en el barrio y pidamos “un cafè amb gel”, seguro que nos veremos obligados a devolver un café con leche, un americano o quién sabe si incluso un daiquiri. Han llegado los guiris, vaya por Dios, porque nuestra bienaventurada calle de Sant Sever presenta una cuota de señoritas que gritan “oh my gosh!” de forma compulsiva, de parejas niponas a punto de boda que se fotografían en los rincones del barrio con esa cara de modesta felicidad con la que afrontan las primeras cópulas conyugales, y también porque la ciudad está a punto de recibir la peor plaga con la que Dios ha querido someter a un pueblo; a saber, los camareros argentinos. Sin embargo, nosotros seguimos en el barrio, impasibles y estoicos, porque —pese a todos los agravios de este listado— éste sigue siendo un lugar bonito para vivir.
Pero apresuraos, porque aquí sólo quedamos los resistentes. Y cada día somos menos… y más pobres.