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Juan Marsé, convicciones contra convenciones

  • Por JORDI SARRÁ
En 2016 se cumplieron cincuenta años de la publicación de ‘Últimas tardes con Teresa’, una de las mejores novelas españolas del siglo XX, y el escritor lo celebrará con una nueva entrega literaria

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n 1987, Juan Marsé se definía en tercera persona en el último retrato de Señoras y señores: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”. Treinta años antes, en 1957, ya apuntaba maneras en una carta a Paulina Crusat, su “hada madrina” literaria: “No piense que me creo un ‘elegido’ —lo creía a los 18 años—, porque si tuviera que definirme un poco diría que soy bastante vago, con muy poco empuje para ciertas cosas que merecen afecto y atención, y con escasa capacidad de cariño externo para con los demás (quisiera ser de esos hijos que besan a su madre a menudo, pero no lo soy, y no me pregunte por qué) bien que lo siento…”

Más aniversarios. En 2016 se cumplirá medio siglo de Últimas tardes con Teresa. El escritor recuerda al periodista Manuel Del Arco cuando le comunicó que había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el Museo Marés. Marés… Marsé. El autor y sus personajes: Manolo, el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmel por una torre burguesa en Sarrià o Cadaqués. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”. Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa, Arturo Pérez-Reverte destacó su carácter perenne: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos —si quisieran— los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Como desvela Josep Maria Cuenca en Mientras llega la felicidad, la biografía de Marsé arranca como una novela. Hijo de Domingo Faneca y Rosa Roca, el niño que había de llamarse Juan Faneca Roca acabó siendo Juan Marsé Carbó. Según Berta Carbó, su madre adoptiva, ella había perdido a su hijo: el encuentro fortuito en un taxi con el padre biológico de aquel niño huérfano de otra madre posibilitó la adopción. La realidad es que Domingo Faneca y Pep Marsé, su padre adoptivo, se conocían del partido separatista Estat Català, una amistad peligrosa en la Barcelona de la posguerra. La “historia del taxi”, apunta Cuenca, fue un imaginativo relato de Berta: “Se puede decir hoy que Juan Marsé vino al mundo no con un pan bajo el brazo, sino con una novela: la que su madre ‘escribió’ para él”

“Por qué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa. O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”

Habían de pasar muchos años para que el escritor conociera sus orígenes con detalle: “Nunca tuve mucho interés en bucear por ahí y si no lo hice fue por no molestar a mis padres adoptivos… Cuando Cuenca se puso a investigar acerca de mi familia le dejé hacer. Descubrió cosas tan sorprendentes en mi árbol genealógico como unos Ponce de León descendientes de los conquistadores…”. La gratitud al padre adoptivo queda patente en la dedicatoria de Un día volveré: “A Pep Marsé, mi padre, que me enseñó a combinar la concienciación con la escalivada”. Aunque con el paso de los años, ni siquiera la memoria es lo que era, reconoce el escritor: “Se produce una especie de degradación de las convicciones y se impone una cierta ambigüedad moral con respecto a personajes y hechos que considerabas terminantes”. Por ejemplo, la figura del padre ausente, que se reitera e idealiza en sus primeras novelas reaparece con perfil menos digno en Rabos de lagartija o Caligrafía de los sueños.

Crecido en el barrio del Guinardó, el escritor acota sus novelas en la memoria, ese “paraíso del que nadie puede expulsarte”. El Territorio Marsé es barrio y tragaluz, sala de cine, papel de tebeo y erotismo en penumbra. Una Barcelona que ya solo pervive en la literatura. La de 2015 le parece “una ciudad de diseño con el turismo como fuente de ingresos”. Nos preguntamos si el Síndrome Bartleby que diagnosticó Enrique Vila-Matas acecha al escritor; miramos de reojo el retrato de Gil de Biedma que preside sus trabajos y días. “Jaime concluyó que ya no tenía nada que decir como poeta”, comenta Marsé. Pero ese no es su caso. Ahora acaba una novela y tiene dos proyectos más in mente: “Por qué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa. O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”. Enraizado en la patria de la niñez y la literatura, le sobran las peligrosas identidades nacionalistas. Cuando sale el tema recurre a Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente: “Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Bien, estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme…”.

Se escapa, vaya si se escapa, tanto como cuando pretendemos sonsacarle algo de la nueva novela. Marsé tuerce el gesto y se apoya en Hemingway: contar una historia todavía por terminar trae mal fario. Pero algo sí que suelta: “El eje de la trama es una requisitoria sobre un individuo que treinta años atrás cometió un crimen y después de una terapia muy agresiva recuerda cómo lo cometió pero no sabe porqué…”. Antes de que nos precipitemos con etiquetas, nos advierte de que no es novela negra, ese género que detesta. “Va sobre las trampas de la memoria y el olvido como terapia… Al autor de la requisitoria con el asesino le encargan un proyecto de guión sobre ese asesinato y mantiene con él una serie de charlas… ¡Y ya he contado demasiado!”, zanja.

Marsé ha pronunciado la palabra guión, caballo de batalla de las fallidas adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Miramos en derredor y estamos rodeados de fotografías en blanco y negro. La literatura, y el cine, vivir otras vidas… Volvemos al autorretrato de Señoras y señores: “Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Roxy. El monstruo del cine Verdi. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos”. La versión cinematográfica de una novela, subraya, “no tiene porqué ceñirse de forma absoluta a la obra literaria…”. Pedimos ejemplos: “Nazarín y Tristana. Buñuel adapta a Galdós, pero las historias son de Buñuel. Para explicarte la novela ya tienes la novela y te la lees. El error de las adaptaciones de mis obras es que los directores querían ser demasiado fieles a los textos”. ¿Más versiones felices? “Coppola y Conrad en Apocalypse Now, Welles y Shakespeare en Campanadas a medianoche, Burgess y Kubrick en La naranja mecánica…”.

Marsé imprime carácter a su escritura. Siempre insobornable. El joven con camiseta en el taller de joyería obsesionado con el crimen de Carmen Broto y las aventis que inspirarían, años más tarde, Si te dicen que caí. El Marsé, ya escritor, con su primera novela, Encerrados con un solo juguete, entre manos. La diminuta habitación de la calle Martí: máquina de escribir, lámpara de flexo y una foto de Edith Piaf colgada con chinchetas en la pared. El Marsé octogenario que sueña como un niño en Noticias felices en aviones de papel. En las estanterías, la sensual Betty Boop, Stevenson, las musas del Hollywood que embrujó Shanghái y el lema de cabecera: “El esmero en el trabajo es la única condición moral del escritor”.

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n 1987, Juan Marsé se definía en tercera persona en el último retrato de Señoras y señores: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”. Treinta años antes, en 1957, ya apuntaba maneras en una carta a Paulina Crusat, su “hada madrina” literaria: “No piense que me creo un ‘elegido’ —lo creía a los 18 años—, porque si tuviera que definirme un poco diría que soy bastante vago, con muy poco empuje para ciertas cosas que merecen afecto y atención, y con escasa capacidad de cariño externo para con los demás (quisiera ser de esos hijos que besan a su madre a menudo, pero no lo soy, y no me pregunte por qué) bien que lo siento…”

Más aniversarios. En 2016 se cumplirá medio siglo de Últimas tardes con Teresa. El escritor recuerda al periodista Manuel Del Arco cuando le comunicó que había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el Museo Marés. Marés… Marsé. El autor y sus personajes: Manolo, el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmel por una torre burguesa en Sarrià o Cadaqués. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”. Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa, Arturo Pérez-Reverte destacó su carácter perenne: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos —si quisieran— los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Como desvela Josep Maria Cuenca en Mientras llega la felicidad, la biografía de Marsé arranca como una novela. Hijo de Domingo Faneca y Rosa Roca, el niño que había de llamarse Juan Faneca Roca acabó siendo Juan Marsé Carbó. Según Berta Carbó, su madre adoptiva, ella había perdido a su hijo: el encuentro fortuito en un taxi con el padre biológico de aquel niño huérfano de otra madre posibilitó la adopción. La realidad es que Domingo Faneca y Pep Marsé, su padre adoptivo, se conocían del partido separatista Estat Català, una amistad peligrosa en la Barcelona de la posguerra. La “historia del taxi”, apunta Cuenca, fue un imaginativo relato de Berta: “Se puede decir hoy que Juan Marsé vino al mundo no con un pan bajo el brazo, sino con una novela: la que su madre ‘escribió’ para él”

“Por qué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa. O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”

Habían de pasar muchos años para que el escritor conociera sus orígenes con detalle: “Nunca tuve mucho interés en bucear por ahí y si no lo hice fue por no molestar a mis padres adoptivos… Cuando Cuenca se puso a investigar acerca de mi familia le dejé hacer. Descubrió cosas tan sorprendentes en mi árbol genealógico como unos Ponce de León descendientes de los conquistadores…”. La gratitud al padre adoptivo queda patente en la dedicatoria de Un día volveré: “A Pep Marsé, mi padre, que me enseñó a combinar la concienciación con la escalivada”. Aunque con el paso de los años, ni siquiera la memoria es lo que era, reconoce el escritor: “Se produce una especie de degradación de las convicciones y se impone una cierta ambigüedad moral con respecto a personajes y hechos que considerabas terminantes”. Por ejemplo, la figura del padre ausente, que se reitera e idealiza en sus primeras novelas reaparece con perfil menos digno en Rabos de lagartija o Caligrafía de los sueños.

Crecido en el barrio del Guinardó, el escritor acota sus novelas en la memoria, ese “paraíso del que nadie puede expulsarte”. El Territorio Marsé es barrio y tragaluz, sala de cine, papel de tebeo y erotismo en penumbra. Una Barcelona que ya solo pervive en la literatura. La de 2015 le parece “una ciudad de diseño con el turismo como fuente de ingresos”. Nos preguntamos si el Síndrome Bartleby que diagnosticó Enrique Vila-Matas acecha al escritor; miramos de reojo el retrato de Gil de Biedma que preside sus trabajos y días. “Jaime concluyó que ya no tenía nada que decir como poeta”, comenta Marsé. Pero ese no es su caso. Ahora acaba una novela y tiene dos proyectos más in mente: “Por qué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa. O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”. Enraizado en la patria de la niñez y la literatura, le sobran las peligrosas identidades nacionalistas. Cuando sale el tema recurre a Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente: “Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Bien, estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme…”.

Se escapa, vaya si se escapa, tanto como cuando pretendemos sonsacarle algo de la nueva novela. Marsé tuerce el gesto y se apoya en Hemingway: contar una historia todavía por terminar trae mal fario. Pero algo sí que suelta: “El eje de la trama es una requisitoria sobre un individuo que treinta años atrás cometió un crimen y después de una terapia muy agresiva recuerda cómo lo cometió pero no sabe porqué…”. Antes de que nos precipitemos con etiquetas, nos advierte de que no es novela negra, ese género que detesta. “Va sobre las trampas de la memoria y el olvido como terapia… Al autor de la requisitoria con el asesino le encargan un proyecto de guión sobre ese asesinato y mantiene con él una serie de charlas… ¡Y ya he contado demasiado!”, zanja.

Marsé ha pronunciado la palabra guión, caballo de batalla de las fallidas adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Miramos en derredor y estamos rodeados de fotografías en blanco y negro. La literatura, y el cine, vivir otras vidas… Volvemos al autorretrato de Señoras y señores: “Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Roxy. El monstruo del cine Verdi. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos”. La versión cinematográfica de una novela, subraya, “no tiene porqué ceñirse de forma absoluta a la obra literaria…”. Pedimos ejemplos: “Nazarín y Tristana. Buñuel adapta a Galdós, pero las historias son de Buñuel. Para explicarte la novela ya tienes la novela y te la lees. El error de las adaptaciones de mis obras es que los directores querían ser demasiado fieles a los textos”. ¿Más versiones felices? “Coppola y Conrad en Apocalypse Now, Welles y Shakespeare en Campanadas a medianoche, Burgess y Kubrick en La naranja mecánica…”.

Marsé imprime carácter a su escritura. Siempre insobornable. El joven con camiseta en el taller de joyería obsesionado con el crimen de Carmen Broto y las aventis que inspirarían, años más tarde, Si te dicen que caí. El Marsé, ya escritor, con su primera novela, Encerrados con un solo juguete, entre manos. La diminuta habitación de la calle Martí: máquina de escribir, lámpara de flexo y una foto de Edith Piaf colgada con chinchetas en la pared. El Marsé octogenario que sueña como un niño en Noticias felices en aviones de papel. En las estanterías, la sensual Betty Boop, Stevenson, las musas del Hollywood que embrujó Shanghái y el lema de cabecera: “El esmero en el trabajo es la única condición moral del escritor”.