“¿Soy poeta, o me lo hago? Es parte de un juego al que me gusta jugar, pensar en mi obra como un puzle conformado por verdades y algunas mentiras que me definen y que el lector va construyendo en su mente con cada poema. Y la base de eso es escribir con honestidad y, con esa misma honestidad, saber cuándo y cuánto toca callar”. Adrià Targa reflexiona sobre su papel como poeta a pie de barra, tomándose un café con leche de sobremesa tras pedir un menú. Las notas de Cosí cosà de Fulminacci inundan la atmósfera de primera tarde del Bar y tiene ya liado su cigarrillo de Drum —“la marca que, por pura casualidad, también fuman mis mejores amigos”— para salir a fumar.
“A los 16 leí a Verdaguer y a Kaváfis”, nombra a los primeros poetas que, de alguna manera, le llevaron a querer expresarse a sí mismo en versos, “y poco después escribí un poema épico terrible que presenté a un concurso y que por poco no ganó. Al jurado, y esto lo supe después, les había impresionado lo ambicioso de la propuesta. Pero también decidieron que no dándome aquel premio me hacían un favor. Veían un potencial que se podía malograr si me decían que aquello era bueno. ¡Y no, no lo era!”, ríe.
En cualquier caso, el primer paso había sido dado y aquella fue la base sobre la que, poco a poco, el poeta fue desarrollando su estilo, explorando sus lados más recónditos y jugando con planteamientos formales clásicos mezclados con un enfoque contemporáneo. “Y también, claro, me fueron pasando cosas, que al final es de lo que escribes”.
Debutó con su primera obra a los 19 y, tan sólo un año después, salía la siguiente, “un largo poema sobre mi primer y mal correspondido amor”, con el que se alzó con el premio Gabriel Ferraté. “Pero aquello me hizo echar el freno, y estuve cinco años sin publicar nada hasta que, ya en 2015, salió Ícar”, un poema breve e intenso sobre la culpa, el placer y la fragilidad del amor en una Barcelona gay, “donde todo es tan fácil, a veces cuestión de un simple cruce de miradas, pero a la vez tan complicado, si lo que quieres es una relación seria y no sólo un goce breve y volátil”.
Ahora, tras varios años y títulos de los que se muestra muy satisfecho, como Canviar de cel, ha ganado el premio Jocs Florals de Barcelona 2024 con Acròpolis (Godall), “un poemario con el que me he desnudado a lo bestia. Yo lo defino como un campo de minas emocional”. Una intimidad versificada que refleja esa honestidad de fondo que distingue al poeta—cuyas verdades se concentran, comprimen y brillan en cada uno de sus renglones— del impostor.
Arte sí, pero a ratos
A los 18 años Adrià vino de su Tarragona natal a Barcelona, a estudiar Filología Clásica. Aquí, además de escribir, trabó amistades y se convirtió en un barcelonés más. Viajó. Cursó un Erasmus en Italia y, tras licenciarse, cursó dos años de Dirección Escénica y Dramaturgia en el Institut del Teatre. Aquella experiencia le ayudó a entender qué tipo de vida quería. “Para aquella gente no había nada más que el teatro. Cada minuto de su vida estaba consagrado a eso, pero no es lo que yo quería. Claro que quería hacer una actividad artística, pero también quería tener mi vida al margen, y no que ésta fuera el exacto sinónimo de mi trabajo. Arte sí, pero a ratos”, ríe.
Tras dejar el Institut conoció, participando en el festival Veus Paral·leles, a Gonzalo, su primera pareja fija, un poeta gallego a cuyo lado el idilio duró unos años y que, “hoy por hoy sigue siendo un gran amigo, además de un poeta al que admiro muchísimo”.
El parroquiano está cerca de alumbrar su siguiente obra, Arnau
Como tercer paso hacia la edad adulta, el parroquiano entró a trabajar como profesor de latín en diversos institutos, y sigue siendo la actividad profesional que le da de comer, mientras no deja de escribir y está cerca de alumbrar su siguiente obra, Arnau, “¡con la que cumplo aquel sueño de juventud de componer un largo poema épico!”.
El libro, de incipiente publicación, narra las últimas 24 horas de Arnau, alter ego del autor, que se sume en un tragicómico hundimiento en una Barcelona de calles oscuras preñada de lujuria, secretos, amargura y sarcasmo.
El pueblo grande que contiene distintas ciudades
Felizmente instalado en el Raval, el parroquiano vive Barcelona con una dualidad: “La de verla como un pueblo grande, donde todo está cerca, y como un lugar que, a pocas paradas de Metro, te enseña ciudades diferentes, porque cada barrio es un mundo”. También es un ecosistema donde ha tejido una red de amistades de la que se siente orgulloso. “Me encanta formar parte de una generación que incluye nombres como Marc Rovira Urien, Eloi Creus, Pau Sabaté o Arnau Barios”.
Enamorado del Tibidabo y de los plataneros como santo y seña arbóreo de la ciudad, el poeta vive Barcelona también, tal y como se refleja en sus versos, como una gran fuente de ocio. Un lugar donde constantemente ocurren muchas cosas estimulantes, “lo que te obliga, de alguna manera, a ser joven para poder llegar a todo”. Sorbe un trago de su café y, con una sonrisa de malicia, retoma la palabra para advertir: “Eso sí, como decía Cayo Valerio Catulo, el ocio destruye ciudades”.
— ¿Y eso crees que te puede llegar a molestar de Barcelona?
Sin perder la sonrisa, Adrià Targa niega categóricamente.
— ¡No, no! Yo lo único que odio de esta ciudad son sus agentes inmobiliarios. Idealistas, Tecnocasas… ¡todo lo demás, lo amo!