Embargados por una incredulidad extrañamente agradable ocupamos las butacas del primer anfiteatro que nos han sido asignadas, a distancia de otros grupúsculos de espectadores. La sala grande del Auditori se encuentra semivacía o semillena, según se mire. Algo raro en condiciones normales, tratándose del ciclo de Orquestas Internacionales de Ibercamera, que goza de un acostumbrado éxito de convocatoria. En la situación actual, la sorpresa cabe relacionarla con el privilegio de poder asistir a un concierto de esta envergadura. Para compensar las limitaciones de aforo, la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo, bajo la dirección del carismático Valery Gergiev, ha programado dos sesiones sucesivas, dedicadas ambas a Wagner y Berlioz. La primera de ellas se inicia a las 18.00, una hora poco habitual, lo cual colabora con aquella sensación de ensueño, que el hecho musical no tardará en ratificar.
La capacidad para trasladarnos a otro lugar —incluso si no existe físicamente— es una de las características más sorprendentes de la música, y quizá una de las razones por las que volvemos a ella. Para ausentarnos del presente, experimentando una temporalidad mucho más cercana y afín, en conexión con las propias emociones y por tanto ajena a la manera aséptica de calcular el paso del tiempo. Las intuiciones de San Agustín han sido validadas por la neurociencia. Joaquín M. Fuster, en El telar mágico de la mente, explica que “debido al paralelismo entre lenguaje y música en términos de estructura temporal, así como de contenido cognitivo y emocional, ambas actividades comparten el mismo sustrato nervioso”. Son diferentes zonas del cerebro —en maravillosa y enigmática correlación— las responsables del placer musical. Desde las más primitivas, vinculadas a las emociones y respuestas instintivas —el llamado “cerebro límbico”— hasta las más sofisticadas: es el caso del neocórtex prefrontal, que permite trazar planes, crear expectativas o anticipar respuestas ante el escenario que se vislumbra.
La nostalgia, ese dolor por la lejanía de lo que nos es cercano, prepara su vuelo desde las primeras notas de la obertura del Tannhäuser. Una melodía reminiscente, puntualmente invocada por los metales, que acabará propiciando el aleteo en contrapunto de las cuerdas, enfrentado a una declamación —la de aquella melodía— devenida atronadora. Aquí se enuncian ya los motivos que encumbrarán las reflexiones sobre estética de la ópera de Richard Wagner. Y, con todo, las disquisiciones en torno a la transgresión de los cánones y la escandalosa alusión al lugar del adoctrinamiento alternativo, Venusberg, pesan mucho menos que los avatares emocionales que acompañan y modulan la escucha particular, necesariamente íntima: en compañía de quién la presenciamos por vez primera, con qué complicidad y pueril sorna la comentamos luego, enamorados de la vida y de nosotros, de la ilusión por construir algo auténtico más allá o más acá del escenario, transgrediendo todo lo que parecía fachada.
Los primeros aplausos, acabada la obertura, respondieron tímidos al delicioso estruendo perpetrado por la Orquesta del Teatro Mariinski, quién sabe si como muestra de respeto ante el despertar de la respectiva ensoñación y el retorno progresivo a una realidad compartida. La segunda obra programada, más extensa y no menos programática, sería la Sinfonía fantástica. Compuesta por Héctor Berlioz después de un desengaño amoroso, al no ser correspondido por la actriz Harriet Smithson, esta obra maestra del Romanticismo supone un fastuoso despliegue de medios expresivos y efectos teatrales, con una orquesta rica en instrumentos de metal, vientos poco frecuentes —el figle y el serpentón— o la presencia de dos arpas. Por supuesto, destaca también la percusión que acompaña en desquiciante contrapunto al dies irae medieval, a traspié deliberado, como un yunque rasgando el silencio de la noche. Todo ello, para recrear los vaivenes de una historia de amor —la de Lelio, alter ego que inspira la imaginación de Berlioz— con la alusión obsesiva a la amada a través de una idée fixe, que musicalmente se recrea en cada episodio.
Compuesta por Héctor Berlioz después de un desengaño amoroso, la Sinfonía fantástica supone un fastuoso despliegue de medios expresivos y efectos teatrales
El relato que mueve los hilos de la Sinfonía fantástica constaba de hecho en el programa de mano original —redactado por el propio compositor— que se repartió en ocasión de su estreno, el 5 de diciembre de 1830. Iniciada por la ambivalencia de los “Ensueños y pasiones” (Rêveries-Passions), prosigue con la embriagadora recreación de un baile, en que ella se aparece. Una escena campestre esboza luego la posibilidad de una vida despreocupada. Pero no lo hace al estilo pastoral, abundando en el tópico latino del beatus ille, sino con un tono minimalista; transportando al oyente a aquel momento mágico, cuando despunta el alba y la posibilidad del sueño (del amor) se halla cerca de quedar atrás. El carácter irreversible de este cambio se concreta en el cuarto movimiento, la Marche au supplice, cuando el alter ego de Berlioz asume con determinación marcial aquella imposibilidad. Se suministrará una droga que, en lugar de acabar con su vida, perpetuará visiones todavía más sombrías: el “Sueño de una noche de aquelarre”.
El impacto anímico, la huella emocional que marca a fuego la psique del implicado —aquí enamorado— se proyecta y visibiliza por doquier trastocando la linealidad temporal, en forma de visiones ubicuas y esquivas, hechas de la misma materia que los sueños. Como enseña la neurociencia, no sólo vemos lo que percibimos, sino que vemos lo que proyectamos, según lo previamente sentido. Stanley Kubrick, quien en su postrera Eyes Wide Shut —cuyo guion se inspira en Relato soñado de Arthur Schnitzler— recurrió a la Musica ricercata de Ligeti para sugerir la tensión dramática y alojarla en la psique del espectador, había empleado ya en la escena de presentación de El resplandor la melodía medieval que insiere Berlioz, anticipando el efecto demoniaco (una melodía, por cierto, adaptada por Wendy Carlos, artífice de muchas de las travesuras sonoras de La naranja mecánica).
La huella emocional que marca la psique del enamorado se visibiliza por doquier trastocando la linealidad temporal, en forma de visiones hechas de la materia de los sueños
Aunque es sabido que la música no traslada historias, la intuición del condicionamiento anímico que comporta indujo a Berlioz a aprovecharla para exorcizar su propio desengaño amoroso, como había hecho Goethe cincuenta años atrás con su Werther. Los padecimientos, la crisis que ha experimentado el alma son suturados con el recurso al medio artístico, que proyecta al creador con una consistencia nueva y que habilita, de la parte del oyente, la posibilidad de realizar una toma de conciencia parabólica. En el mejor de los casos —como el que se ha relatado— cuando la interpretación es vibrante, y acciona los resortes internos, se reconoce afectado por una realidad que nunca es del todo externa, sino más bien al contrario: proyección inconsciente que la huella emocional realiza, reuniendo tiempos diferentes en la genuina vivencia del presente.
La interpretación de la obra de Berlioz originalmente titulada Épisode de la vie d’un artiste, symphonie fantastique en cinq parties cumplió con creces las expectativas del público del Auditori. Fueron muchos los que demostraron su entusiasmo, quizá por haber supuesto un alto a la realidad, por habernos devuelto a la antigua manera de disfrutar y vivir la música. Los artífices de semejante transporte —los músicos de la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky, dirigidos por Valery Gergiev— ofrecerían a la postre un bis animado y enjundioso en términos de orquestación: la obertura de la opereta Die Fledermaus, que con su desenfreno carnavalesco sonó a contraimagen de la fatalidad romántica. La expresión de un sentimiento desaforado —por ello mismo no pocas veces parodiado— se habría de reencontrar al día siguiente, el 22 de enero, en el mismo escenario. Un concierto extraordinario —no planificado, al inicio de la temporada— que incluyó la no menos evocadora “Patética” de Chaikovski y el celebrado Concierto para piano núm. 2 de Rachmaninov.