Con la primavera, llega el primer fin de semana de desconfinamiento comarcal y, por primera vez en meses, puedo ir a Barcelona en sábado. ¿A qué? “A hacer recados”, que diría mi difunto padre.
Mi hija adolescente y yo tomamos un tren y nos bajamos en la Plaça Catalunya. Hace mucho tiempo, mucho, que no hacemos juntas este ritual que no sabíamos que lo era hasta ahora: subir las escaleras de la salida de la estación y encontrarnos a mano izquierda el Zurich y a mano derecha el kiosco. Y ver mucha, mucha gente (nosotros, claro, no somos “gente”). Cuando ella era pequeña y lo hacíamos exclamaba: “Mamá ¡Cuantas rodillas!”, porque lo primero que veía eran piernas. Yo me inventé una canción —inmortal— que decía: “Rodillas, rodillas, rodillas yo tengo dos, ¿y usted? Rodillas, rodillas, por encima del pie”, que aún recordamos.
“¿Cuánta gente!”, Decimos (porque nosotros no somos “gente”). La pandemia nos ha desacostumbrado a las aglomeraciones, y tenemos que hacer, de nuevo, aquello: caminar rápido y esquivar, sin perder el ritmo, a los que se cogen de la mano ocupando toda la acera, hablan en medio de la calle haciendo corro o pasean perros con correa extensible. Déjenme hacer un excurso, llegados a este punto. Adoro andar rápido, no me gusta caminar despacio, si quiero contemplar algo, me paro, y, por tanto, acepto estoica los reproches irónicos de los monologuistas de autoayuda que dicen: “¿Se han fijado que la gente en Barcelona anda muy rápido? ¿Acaso se les escapa el tren? ¿A dónde van tan deprisa? ¿A apagar un incendio?”. En fin, si a mí se me escapara el tren o fuese a hacer de bombera no andaría, correría. Pero ya que estamos; camino deprisa porque no quiero que se me escape ningún tren, quiero llegar cuando aún falte rato para que salga. Tenemos mala prensa, sí, porque andar rápido nos hace parecer menos equilibrados emocionalmente, cuando me gustaría afirmar que es justo lo contrario.
Esquivamos, fintamos, como autos de choque bípedos, como abejas, como espadachines, toda la multitud de gente (nosotros no, no somos gente). Nos acercamos al Portal del Ángel y, de camino, vemos la cola del Primark, larguísima. El Pull and Bear está cerrado, el Stradivarius también. El Pimkie está abierto y no tiene cola. Pues vamos al Pimkie. Sólo queremos mirar, como antes, como cuando no tenías la conciencia de estar molestando a los dependientes si te probabas un vestido —ahora tendrían que desinfectarlo— como cuando podías tocar, distraídamente, las prendas de ropa.
En medio del Portal del Ángel hay un corro, un corro inmenso, de curiosos. En medio, un grupo de bailarines acrobáticos se prepara para actuar. Uno de ellos, con acento argentino, creo, bromea con el público. “Sé que algunos de ustedes no tienen monedas, pero aceptamos Bizum”, dice. Y a continuación les advierte que ya pueden empezar a grabar con los móviles y que les haría mucha ilusión que lo compartieran en las redes sociales. Todo el mundo se ríe muchísimo, entiendo que los que miran ese show improvisado tienen ganas de espectáculo en vivo, de aplaudir, de comentar lo que han visto.
Se nos hace difícil esquivar, ahora sí. Y ya sé que todo el mundo que mira va con mascarilla y que en el tren también estamos con desconocidos durante un buen rato. Pero aquella suerte de normalidad culpable, de la que, lo quiera o no, también formo parte, porque paso por allí para ir a “mirar ropa”, nos llevará directamente a la cuarta ola. Los colores de la primavera, por lo que veo, son el naranja y el lila.