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os documentales no sólo permiten mostrar realidades que nos son a priori remotas, sino -acaso más interesante aún- poner el foco en algunos aspectos de nuestra realidad más inmediata que pasan inadvertidos, o que no son lo suficientemente enfatizados, ni por tanto ni atendidos. La función de denuncia está presente en muchas cintas, lo cual aporta un valor que no sólo es artístico o informativo, sino también social. Del pasado más reciente podemos mencionar algunos títulos, en este sentido, que han trascendido y que han llevado a movilizar conciencias. Por supuesto con efecto desigual, es decir, no siempre logrando subvertir o evitar por completo aquello que se denuncia. Pensamos en Bowling for Columbine, de Michael Moore, que se llevó el Óscar en 2002. Una película que, a raíz de la matanza perpetrada en un instituto americano, reflexiona en torno a la violencia en la sociedad, y de forma más concreta aborda una cuestión tan espinosa como es el derecho a llevar armas. Cuatro años más tarde, en 2006, se llevaría la estatuilla Una verdad incómoda de Davis Guggenheim, basada en la obra homónima de Al Gore, que advierte de las fatídicas consecuencias de la acción del hombre sobre el clima.
Incluso si no todos los documentales que son reconocidos y celebrados incorporan explícitamente la función de denuncia (por ejemplo, Man on the Wire de James Marsh o Searching for Sugar Man de Malik Bendjelloul, ganadores del Óscar en 2009 y 2012, por no hablar del fascinante falso documental Exit Through the Gift Shop de Banksy, finalista en 2010) en la actualidad, teniendo en cuenta la conciencia crítica de la sociedad -creciente, en los últimos tiempos, con la reivindicación de una igualdad real entre géneros-, merece la pena más que nunca considerar a este formato cinematográfico, dedicarle la atención que demanda desde siempre. De forma semejante a cuanto sucede en el caso de algunos compositores con sus piezas de cámara -el caso más evidente, seguramente, Shostakovich- el género del documental, menos visible o popular, pero no menos intenso, funciona como una especie de diario íntimo, en que Hollywood expía un sentimiento de culpa inconfesable; ahí parece depurarse del glamour predominante en algunas de sus producciones más exitosas, y verbaliza aquellos temas que, por problemáticos o inquietantes, no serían aceptados siquiera a través de la ficción.
También en la presente edición de los Óscar los finalistas se atreven a formular ideas y reproducir o realizar una realidad oculta, silenciada por insoportable. En suma, se abisman a la expresión de lo que se antoja inexpresable incluso a través de los cauces de la ficción. Que la narración parabólica no permita reflejar lo más inmediato casi suena a broma. Broma o paradoja potencialmente macabra, según la plasma Woody Allen en la escena final de Delitos y faltas; esto es, cuando el protagonista le transmite, como propuesta de guion, la historia de un asesino que al cabo del tiempo no siente remordimientos de su acto, y el personaje que encarna Allen descarta la trama por inverosímil -quizá con ejemplo en mente de Crimen y castigo, que replanteará en su magistral Matchpoint– como diciendo que eso no se sostiene ni se adecúa la realidad, por lo cual menos creíble aún en pantalla. El documental, en cambio, sí permite reflejar situaciones extremas que, noveladas o representadas en una película, parecerían imposibles; situaciones que no soportarían el pacto de ficción por su crudeza, por la ausencia de un final feliz y/o moralizante.
Cuatro de los cinco finalistas de la Edición 90 de los Oscar relatan casos inquietantes en diverso grado, con el denominador común de la maestría técnica, tanto en la filmación como en el montaje. La única historia amable, que se caracteriza también por su preciosismo en el acabado, es la cinta costumbrista de la cineasta francesa Agnès Varda, Faces Places, protagonizada de hecho por sus artífices. Narra el periplo por diversos pueblos, cuyos habitantes, retratados a gran escala, cubren las paredes de los lugares que habitan. Esta interrelación del espacio y las personas contrasta dramáticamente con Last Men in Aleppo, de Feras Fayyad, Kareem Abeed y Søren Steen Jespersen. Incluso el tráiler, de apenas unos minutos, se nos hace difícil de visualizar hasta el final, cómodamente instalados en un espacio-tiempo que tendemos a dar por supuesto. Pasan los segundos del video con una lentitud casi obscena ante el drama humano y el sinsentido de la guerra, que intentan compensar las acciones desinteresados de unos pocos hombres, cuyo cometido es el de desenterrar a las víctimas de los bombardeos.
Impregnada de un intenso sentimiento de injusticia, que se traslada al espectador, destaca asimismo Strong Island, de Yance Ford and Joslyn Barnes. La obra describe la desolación que siembra el asesinato impune de un joven afroamericano en su familia, familia que en vano encuentra respuestas al crimen, ni por tanto formas de consolarse ante una pérdida irreparable. No sólo eso, la ausencia de acciones judiciales insinúa una sombra de responsabilidad en la propia víctima y su entorno. La cuarta de las películas nominadas, Abacus: Small Enough to Jail, también se centra en una extraña aplicación de la ley, tras la crisis financiera que azotó a los Estados Unidos en 2008. Quizá podríamos usar con propiedad el tan manido adjetivo de “kafkiano” para referir el caso, con el que el mismo título ironiza. El documental explica cómo el único banco americano acusado de fraude fue una pequeña entidad, Abacus Federal Savings Bank, fundada en 1984 por inmigrantes chinos y ubicada en Chinatown. Finalmente, Icarus, de Bryan Fogel and Dan Cogan aborda la posibilidad -la realidad, más cotidiana de lo esperable- de otro tipo de fraude: el dopaje deportivo, que desvirtúa la esencia de competición. La alusión al mito griego refiere en efecto la osadía consistente en querer volar más y más alto, a cualquier precio.
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os documentales no sólo permiten mostrar realidades que nos son a priori remotas, sino -acaso más interesante aún- poner el foco en algunos aspectos de nuestra realidad más inmediata que pasan inadvertidos, o que no son lo suficientemente enfatizados, ni por tanto ni atendidos. La función de denuncia está presente en muchas cintas, lo cual aporta un valor que no sólo es artístico o informativo, sino también social. Del pasado más reciente podemos mencionar algunos títulos, en este sentido, que han trascendido y que han llevado a movilizar conciencias. Por supuesto con efecto desigual, es decir, no siempre logrando subvertir o evitar por completo aquello que se denuncia. Pensamos en Bowling for Columbine, de Michael Moore, que se llevó el Óscar en 2002. Una película que, a raíz de la matanza perpetrada en un instituto americano, reflexiona en torno a la violencia en la sociedad, y de forma más concreta aborda una cuestión tan espinosa como es el derecho a llevar armas. Cuatro años más tarde, en 2006, se llevaría la estatuilla Una verdad incómoda de Davis Guggenheim, basada en la obra homónima de Al Gore, que advierte de las fatídicas consecuencias de la acción del hombre sobre el clima.
Incluso si no todos los documentales que son reconocidos y celebrados incorporan explícitamente la función de denuncia (por ejemplo, Man on the Wire de James Marsh o Searching for Sugar Man de Malik Bendjelloul, ganadores del Óscar en 2009 y 2012, por no hablar del fascinante falso documental Exit Through the Gift Shop de Banksy, finalista en 2010) en la actualidad, teniendo en cuenta la conciencia crítica de la sociedad -creciente, en los últimos tiempos, con la reivindicación de una igualdad real entre géneros-, merece la pena más que nunca considerar a este formato cinematográfico, dedicarle la atención que demanda desde siempre. De forma semejante a cuanto sucede en el caso de algunos compositores con sus piezas de cámara -el caso más evidente, seguramente, Shostakovich- el género del documental, menos visible o popular, pero no menos intenso, funciona como una especie de diario íntimo, en que Hollywood expía un sentimiento de culpa inconfesable; ahí parece depurarse del glamour predominante en algunas de sus producciones más exitosas, y verbaliza aquellos temas que, por problemáticos o inquietantes, no serían aceptados siquiera a través de la ficción.
También en la presente edición de los Óscar los finalistas se atreven a formular ideas y reproducir o realizar una realidad oculta, silenciada por insoportable. En suma, se abisman a la expresión de lo que se antoja inexpresable incluso a través de los cauces de la ficción. Que la narración parabólica no permita reflejar lo más inmediato casi suena a broma. Broma o paradoja potencialmente macabra, según la plasma Woody Allen en la escena final de Delitos y faltas; esto es, cuando el protagonista le transmite, como propuesta de guion, la historia de un asesino que al cabo del tiempo no siente remordimientos de su acto, y el personaje que encarna Allen descarta la trama por inverosímil -quizá con ejemplo en mente de Crimen y castigo, que replanteará en su magistral Matchpoint– como diciendo que eso no se sostiene ni se adecúa la realidad, por lo cual menos creíble aún en pantalla. El documental, en cambio, sí permite reflejar situaciones extremas que, noveladas o representadas en una película, parecerían imposibles; situaciones que no soportarían el pacto de ficción por su crudeza, por la ausencia de un final feliz y/o moralizante.
Cuatro de los cinco finalistas de la Edición 90 de los Oscar relatan casos inquietantes en diverso grado, con el denominador común de la maestría técnica, tanto en la filmación como en el montaje. La única historia amable, que se caracteriza también por su preciosismo en el acabado, es la cinta costumbrista de la cineasta francesa Agnès Varda, Faces Places, protagonizada de hecho por sus artífices. Narra el periplo por diversos pueblos, cuyos habitantes, retratados a gran escala, cubren las paredes de los lugares que habitan. Esta interrelación del espacio y las personas contrasta dramáticamente con Last Men in Aleppo, de Feras Fayyad, Kareem Abeed y Søren Steen Jespersen. Incluso el tráiler, de apenas unos minutos, se nos hace difícil de visualizar hasta el final, cómodamente instalados en un espacio-tiempo que tendemos a dar por supuesto. Pasan los segundos del video con una lentitud casi obscena ante el drama humano y el sinsentido de la guerra, que intentan compensar las acciones desinteresados de unos pocos hombres, cuyo cometido es el de desenterrar a las víctimas de los bombardeos.
Impregnada de un intenso sentimiento de injusticia, que se traslada al espectador, destaca asimismo Strong Island, de Yance Ford and Joslyn Barnes. La obra describe la desolación que siembra el asesinato impune de un joven afroamericano en su familia, familia que en vano encuentra respuestas al crimen, ni por tanto formas de consolarse ante una pérdida irreparable. No sólo eso, la ausencia de acciones judiciales insinúa una sombra de responsabilidad en la propia víctima y su entorno. La cuarta de las películas nominadas, Abacus: Small Enough to Jail, también se centra en una extraña aplicación de la ley, tras la crisis financiera que azotó a los Estados Unidos en 2008. Quizá podríamos usar con propiedad el tan manido adjetivo de “kafkiano” para referir el caso, con el que el mismo título ironiza. El documental explica cómo el único banco americano acusado de fraude fue una pequeña entidad, Abacus Federal Savings Bank, fundada en 1984 por inmigrantes chinos y ubicada en Chinatown. Finalmente, Icarus, de Bryan Fogel and Dan Cogan aborda la posibilidad -la realidad, más cotidiana de lo esperable- de otro tipo de fraude: el dopaje deportivo, que desvirtúa la esencia de competición. La alusión al mito griego refiere en efecto la osadía consistente en querer volar más y más alto, a cualquier precio.