Se echan de menos cafés, en Barcelona. No cafeterías, no bares, no coffee shops: cafés, lo que se llamaría un típico café vienés, o que en Viena llamarían un Gran Cafe. Muchos de ellos pasaron a mejor vida pero había muchos memorables durante la época del Modernismo y los años siguientes, de los que sólo se encuentra algún rastro en los halls de algunos hoteles. Es el caso del Hotel Casa Fuster, que conserva, a mi juicio, el mejor rincón para tomar un café de lujo envolvente de una sala modernista con columnata de mármol y cubierta con arcos de pan de oro. Año Domènech i Montaner, hotel Casa Fuster, el antiguo Café Vienés (no les costaría nada catalanizar su nombre) que no apareció durante el Modernismo sino durante los años veinte, como lugar de tertulia, café, copa y puro. Y los jueves por la noche, espacio de jazz.
Empiezo a poder decir que conozco las cuevas de jazz de mi ciudad, pero esto en modo alguno podría ser una cueva: demasiado luminoso, demasiado expuesto, demasiado transparente. Quizá por eso la música que se toca no es un jazz oscuro e introspectivo, sino tirando a optimista y popular. Lluís Coloma es uno de nuestros pianistas de blues y boogie-woogie más brillantes, quizás por eso no es necesario esperar tonos oscuros sino una invitación permanente a la alegría. Un hombre de tintes neoorleanescos, más bien rockandrollescos, con toques de swing e incluso de country. Yo pensaba que nos encontraríamos ante un intérprete, pero nos encontramos ante un compositor: la mayoría de los temas son suyos, y son mezclas peligrosísimas que completa con excelencia: clásica con pinceladas de country, blues con música china, jazz con música catalana, y especialmente composiciones de boogie llenas de virguerías y saltos mortales. La mujer de la mesa de enfrente baila, inevitablemente, mientras acaba el primer plato. La disposición de las mesas es de espectáculo, no de rinconcito para parejas, un anfiteatro improvisado en el que el piano debe ser el protagonista porque ya hemos dicho que esto no es una cueva: es una noche para escuchar y maravillarse. Y, si eres la señora de enfrente, bailar sin vergüenza.
Sí, éste es el lugar donde Woody Allen ha tocado el clarinete acompañando alguna banda en sus estancias en Barcelona, y éste es simplemente un lugar agradable donde disfrutar de un lujo bastante al alcance de todos. Cena entera o picoteo, lamentablemente Moët Chandon ha tomado el lugar de nuestro cava, pero puedes perfectamente resistirte y pedir la bebida propia. Un menú suficiente, variado y ligero, lo suficientemente mediterráneo. Evidentemente que se trata de satisfacer a los turistas, pero diría que este es un lugar al que deberíamos venir más los autóctonos. Hacerlo nuestro, como hacíamos nuestros cafés tertulia de los años 20, como hemos hecho nuestras diversas cuevas de jazz donde podemos decir que estamos a salvo de lo más obvio.
Lluís Coloma debe ser algo obvio, necesita ser un poco mainstream, aunque ya hemos dicho que la mayoría de composiciones son suyas: tiene la misión de sonreír a menudo y de hacer sonreír, no de hacerte pedir el último whisky antes del suicidio. Su repertorio tiene nombres que parecen nombres de cócteles: Nuk Orleans, Mishuri, How Long Blues, Taboo, Tijuana Riders, Caromatic Boogie… , y tiene una versión excelente del Georgia on my Mind que hace aplaudir con las orejas. A veces me pregunto si sufre el síndrome de Sebastian Wilder, el personaje que Ryan Gosling interpretó tan bien en la película La La Land, y que interiormente se siente agotado de satisfacer peticiones del establecimiento cuando en su interior resuena una música más íntima y torturada. Pero no, Lluís sonríe con la boca porque también sonríe con los dedos, y con el alma, y con el vestido lila descargado de puñetas de persona que ha venido a jugar. Tiene una versión positiva de la noche, un mensaje optimista para la vida, y una sencillez expositiva que dice todo el rato “¡no hay para tanto, hombre!”. Por eso es un perfecto músico para el sitio. Si el Café Vienés quiere incluir el jueves algo más oscurecidos y torturados, ya sería una decisión de ellos. Para esta noche, en cualquier caso, la comunión es perfecta.
Tenemos lujos pequeños y fáciles al alcance, quizás excepcionales, quizás no para cada jueves, pero que podemos hacer nuestros cuando resulta que vivimos en Barcelona. No se trata en este caso de hacer de turista en tu propia ciudad, sino de disfrutar sus rincones más singulares y reivindicar su posesión, nacionalidad, casi la autoría. Todo esto es nuestro: Lluís, el músico que dice “lluíííííís” a la cámara y con los dedos, y también Lluís el arquitecto del Modernismo ordenado y no genialoide. Todo ello en lo alto de nuestra Quinta Avenida y de nuestro particular obelisco dedicado a nadie. ¿De verdad permitiremos que esto sea tierra para extranjeros? ¿Toda la culpa es de la gentrificación? ¿Seguro que no tenemos nosotros parte de culpa? ¿No deberíamos marcar más el territorio en nuestra ciudad? ¿Qué haces en casa? O bien, ¿qué haces yendo siempre a los mismos sitios?