La sensación que esto ya no puede crecer más, que estamos al borde del colapso, que la oferta excede la demanda y que la célebre burbuja (de la que llevamos hablando desde el año 2006) está a punto de estallar por fin se repite verano detrás verano, corregida y redoblada. Y la marea de conciertos y festivales continúa subiendo, y la agenda se llena de más y más nombres de artistas de renombre que llegan a solaparse a las mismas fechas en diferentes escenarios de la ciudad (y cercanías). Las preguntas son pertinentes: ¿por qué se celebran tantos festivales de música en Barcelona? ¿Qué tiene la capital catalana? ¿Y hay público para tanta fiesta?
La relación de Barcelona y la música en directo (órbita pop-rock) se remonta a los años setenta, cuando ejercía de polo de atracción incipiente de las giras internacionales. Aquí teníamos el primeo gran promotor del Estado, Gay Mercader, que atrajo actuaciones exclusivas de figuras como por ejemplo Frank Zappa, Patti Smith, los Rolling Stones y muchas otras. Hay un sustrato de cultura pop en la ciudad que se configura precisamente en aquel momento: las revistas especializadas con proyección en todo el Estado (Popular 1 y Vibraciones, después Rock Espezial, Rockdelux y Ruta 66) tenían las redacciones centrales en Barcelona. Como la mayoría de discográficas.
A pesar de que durante los años setenta tomó forma la primera generación de festivales (con las Sis Hores de Cançó y Canet Rock como altos referentes), el formato decayó a continuación para resurgir poco a poco muchos años más tarde, a partir de los años noventa. Era, de hecho, una anomalía que en Catalunya, y en España, tierras de clima benigno e imanes turísticos, no hubieran eventos musicales como los que campaban en el inhóspito gran norte, en el Reino Unido (Glastonbury o Reading), los Países Bajos (Pinkpop) o Dinamarca (Roskilde).
Las raíces de las dos primeras marcas barcelonesas se sitúan en 1994, cuando nace el Sónar e irrumpe la primera versión del Primavera Sound, en forma de humilde ciclo de conciertos en clubes (en 2001 crece asentándose en el Poble Espanyol, y en 2005 salta al Parc del Fòrum). Los orígenes del tercer epicentro catalán, el Cruïlla, se encuentran hace veinte años en Mataró, en el ciclo Cruïlla de Cultures, precedente de la muestra actual del Fòrum, estrenada en 2010.
Y bien, ninguna otra ciudad del Estado ha consolidado un esquema de festivales comparable. Muestras musicales, las tres, concebidas por catalanes y que representan modelos muy distinguibles y singulares. El Sónar se ha convertido en una mezcla de escaparate de vanguardias sonoras, laboratorio y rave electrónica masiva. El Primavera combina su ascendiente rockero ‘indie’ con una creciente apuesta por figuras pop de gran alcance, aprovechándose que las líneas rojas entre lo underground y lo mainstream se han diluido o confundido. Y el Cruïlla nos recuerda que fue pionero en la mezcla de nichos y la transversalidad musical, a la vez que luce un potente paquete de valores: sostenibilidad, inclusión, identificación con el público autóctono.
Estos operadores que tenemos en Barcelona no son franquicias internacionales del estilo de Lollapalooza (que, desde Chicago, se ha instalado en urbes como Buenos Aires o París), sino iniciativas surgidas aquí, muy identificadas con la ciudad. Con puntualizaciones: el Sónar se integró en 2018 a una multinacional, la británica Superstruct Entertainment que, a su vez, a finales de 2024, fue fagocitada por el conglomerado norteamericano KKR, que ha sido repentinamente señalado este año por sus intereses inmobiliarios a Israel y en los territorios ocupados, en línea con las campañas acusatorias de BDS, un hecho que en la última edición del festival causó una ruidosa campaña de boicot y algunas bajas al cartel. Unos reveses que, sin embargo, no impidieron revalidar las cifras de asistencia habituales.

Por otro lado, el Primavera vendió en 2019 un 29% de su propiedad a The Yupaica Companies, mientras que el Cruïlla conserva íntegramente la propiedad catalana, a cargo de la empresa Barcelona Events Musicals. Cada festival ha elegido su camino, su manera de hacer, y hoy por hoy, lejos de acusar cansancio, los tres mantienen unas cifras de asistencia bastante estabilizadas, además de unos perfiles artísticos que, más allá de los gustos de cada cual, les funciona.
Ya no están solos, porque en el Fòrum (con la necesaria mediación del Ayuntamiento, que busca hacer equilibrios entre la voluntad de dinamización cultural y el encaje decibélico, que últimamente excita sensibilidades vecinales) han surgido otras muestras con identidades igualmente muy marcadas: el Share Festival (música urbana y latina), el Festival B (pop catalán y español de última hornada), el Reggaeton Beach Festival (que el lector se puede imaginar de qué va) y el debutante Brunch Elektronik (‘discjockeys’, electro-pop y similares). Y en Can Zam, en Santa Coloma de Gramenet, tenemos un coloso del heavy metal, el Rock Fest.

Fuera del área barcelonesa, pero no lejos, se despliegan el Vida Festival (pop y sonidos independientes en Vilanova i la Geltrú), el Canet Rock (noche de propuestas catalanas juveniles “hasta que salga el sol”) y el Idílic Fest (‘star system’ español). Y en paralelo, hay que hablar de los festivales de ciclo o ‘boutique’, donde la música se ve envuelta en un cúmulo de atenciones, en un marco exclusivo y con una gastronomía elaborada. Circuito muy característico del mundo ampurdanés (con Cap Roig, Porta Ferrada, Sons del Món y Portal Blau como plazas destacadas; Perelada ha renunciado últimamente al pop y se queda con la ópera y la clásica), el modelo se extiende a otros lugares, como Terramar (Sitges) y el Festival Internacional de Música de Cambrils.
La clave de esta expansión del sector es, sencillamente, el crecimiento pronunciado y espontáneo del público
Y, novedad, también en Barcelona, donde las promotoras Concert Studio (el invernal Festival de Mil·lenni) y Clipper’s (Cap Roig) explotan respectivamente el Alma Festival (Poble Espanyol) y Les Nits de Barcelona (Jardines de Pedralbes), una oferta a la que hay que sumar la parcela musical del Grec.
Así que tenemos una avalancha de oferta musical a la cual se suma la cada vez más engordada agenda de conciertos de los artistas que hacen sus propias giras con actuaciones individuales. El pop de estadios vive un ciclo de expansión y, así como antes de la pandemia, el Estadio Olímpico solía acoger uno, dos o tres conciertos cada verano como máximo, este año registra siete (los ya celebrados de Guns n’Roses e Imagine Dragons, y los pendientes de Aitana, Lola Índigo, Kendrick Lamar, Blackpink y Post Malone). Y se ha añadido el RCDE Stadium, de Cornellà (Robbie Williams). Por no hablar del saturado Palau Sant Jordi.
De hecho, uno de los temas de conversación en el sector, a nivel internacional, es la crisis de ‘headliners’, cabezas de cartel de los festivales, ya que el aumento de la demanda en el campo de los grandes eventos invita a más artistas que nunca a embarcarse en sus propias giras en lugar de compartir cartel con un montón de reclamos de todas las medidas. Ventajas palmarias: más ingresos, producción escénica completa (en los festivales a menudo se recortan, tanto en montaje como en duración) y posibilidad de ofrecer las líneas completas de merchandising, una parcela que cada vez pesa más en las cifras de negocio (y que a las grandes muestras compartidas no hay bastante espacio para meter). Este año, los festivales barceloneses lo han conseguido han salido, pero hay preocupación por el rumbo que puede tomar todo esto.

Hay quién ve fantasmas en el auge de los grandes conciertos y festivales: conspiraciones industriales, tomaduras de pelo a la ciudadanía, perversiones del sistema capitalista… En Catalunya se observa cierta pericia en la práctica de no valorar aquello que tenemos y ver claves oscuras, y en atribuir a la industria musical un carácter más malvado de aquel que pueda presentar cualquier otro sector económico. Pero la clave de esta expansión del sector es, sencillamente, el crecimiento pronunciado y espontáneo del público, a quien tenemos que tratar como a un universo de individuos adultos que toman sus decisiones y optan por ir aquí y allá porque los da la gana, no porque nadie les obligue.
Es razonable pensar que los festivales más ‘macro’ puedan llegar a amenazar la vida cotidiana de un eslabón indispensable en la música, las salas y clubes, allí dónde, en principio, tendría que empezar todo, pero la gente hace las suyas eliges, y no había estado nunca tan fácil como ahora estar informado de la programación del local más pequeño y underground. Es sorprendente como ciertos análisis con pretensiones penetrantes, que ven los festivales, en general, como un eje del mal (artefactos sometidos al capital, aquelarres frívolos donde mandan los ingredientes extramusicales, como si estos factores no estuvieran siempre, también en los eventos con aura más ‘auténtica’: precisamente por eso) pasan por alto la consideración elemental del principio de la responsabilidad individual y se refieren a los asistentes como víctimas de una gran alienación y como seres manipulables. No parece que esta sea una lectura muy progresista.
Hasta no hace muchos años, a los conciertos y festivales iban solo los muy melómanos o seguidores de unos artistas, y ahora los frecuenta gente de toda clase y condición
El hecho es que, después de la pandemia, se ha desbocado el hambre de vivencias orgánicas y de ‘experiencias’ (la palabra de moda), de compartir situaciones y de celebrar la existencia mientras se pueda. Es posible que juegue también un papel el efecto FOMO, este pánico a perderte una situación percibida como de asistencia obligatoria, de quedar fuera de la conversación pública, de sentirte un paria social. Nuevamente, allá cada cual, ¿verdad? Por otro lado, ha estallado el fenómeno del turismo musical, una práctica hasta hace poco circunscrita a los muy fans de un artista y ahora bastante generalizada.

Viajar es más asequible que nunca, y más universal, y menos elitista, cosa que habría que celebrar como triunfo social (y no siempre se lee así). Muchos conciertos de gran formato se nutren en porcentajes variables de asistentes que han viajado para asistir. Destaca, a título excepcional, el Primavera Sound, que ha situado en el 65% la cuota de audiencia extranjera de la última edición. Un público que elige Barcelona porque, además de música en directo, ofrece un ‘pack’ de incentivos que no se encuentra en cualquier ciudad: oferta cultural estable, arquitectura, gastronomía con proyección global, seis kilómetros de playa. Nuevamente, un hecho que podría ser motivo de orgullo ciudadano se transforma, en ciertas tribunas, en una maldición.
Pero bien, estamos donde estamos, y a pesar de que cada temporada hay uno u otro promotor que se engancha los dedos con alguna propuesta (es ley de vida y de mercado), no hay, hoy por hoy, señales de agotamiento ni parece divisarse un descalabro del sector, antes al contrario. Jordi Herreruela, creador y director del Cruïlla, un festival que se caracteriza por no querer crecer, afirma que en Barcelona se tendrían que crear nuevos espacios grandes para la música en directo (auditorios de alta capacidad, pensados para la música y no para el deporte; incluso un nuevo estadio diseñado para conciertos), porque se prevé que este ámbito se mantenga al alza en los próximos años.

A la vez, se percibe la rivalidad creciente entre ciudades, y Barcelona se juega conservar, o no, la cierta primacía que ostenta desde hace décadas en este rincón de Europa. La música grabada se puede encontrar en todas partes, casi gratuita, y el directo es comparativamente mucho más escaso y tiene más campo para correr. Hasta no hace muchos años, a conciertos y festivales iban solo los muy melómanos o seguidores de unos artistas, y ahora los frecuenta gente de toda clase y condición, así de sencillo. Públicos que tal vez se rigen por principios menos puros del que algunos querrían, pero, escuche, el mundo no está hecho a medida de cada uno de nosotros y, además, cambia y no deja de sorprendernos.