Ahora Miró se acerca a Matisse. Después del éxito de la muestra compartida entre Miró y Picasso, haciendo que los dos artistas se pusieran uno al lado del otro e incluso cambiaran de ubicación, la Fundación Joan Miró se ha puesto a indagar una nueva relación, amistad e influencia de su artista, esta vez, mirando al pintor francés por excelencia del fauvismo, un nombre poco expuesto en Barcelona pero tampoco muy habitual en el resto de España, con pocas ocasiones en las que poder ver tantas obras suyas juntas, para lo que hay que remontarse a la antológica que le dedicó el Museo Thyssen-Bornemisza en 2009.
“Hace mucho tiempo que no he visto algo tan especial en Barcelona. Será una oportunidad absolutamente única”, expone el director de la Fundación Joan Miró, Marko Daniel, acompañado por un comisario casi hecho a medida, Rémi Labrusse, especialista, precisamente, en Miró y Matisse. “Ambos son, sin duda, dos de los artistas más grandes del siglo XX y nunca se había explorado su relación con tanta profundidad. Se ha tenido que descubrir cómo revolucionaron el arte y rompieron patrones del pasado para introducir nuevas maneras de ser artistas. Todos nosotros, sin ser artistas, vemos el mundo de una manera diferente gracias a lo que hicieron”, ha remarcado Daniel.
Después de más de cuatro años de trabajo, unas 160 obras conforman la exposición, entre pinturas, cartas y publicaciones, con un reparto de alrededor 50 piezas de cada uno y con préstamos del MoMA, el Reina Sofía, el Musée de Grenoble, el Musée des Beaux-Arts de Bélgica y The Saint Louis Art Museum, así como aportaciones de las familias de los pintores. Una de las joyas que ha viajado a la capital catalana de Matisse es Las calabazas (1915-1916), proveniente del MoMA.

Aunque sea el mismo proyecto que se pudo ver hasta finales de septiembre en el Musée Matisse Nice, Labrusse remarca que es diferente tanto porque los préstamos dependen mucho de la agenda como, sobre todo, porque el espacio no tiene nada que ver. Si en Niza, se hizo en una casa del siglo XVII que permitió incluir más piezas pero no dejaba tan claro el mensaje; en Barcelona, el escenario definido por el arquitecto Sert la hace más franca y directa. “Una muestra es también el espacio, es lo que da sentido y energía al recorrido”, defiende el comisario.
El punto de partida de la muestra, que se puede visitar hasta principios de febrero de 2025, se encuentra en el hijo de Matisse, Pierre Matisse, que fue el marchante de Miró en Nueva York e hizo llegar las obras del pintor catalán a su padre, como se constata en las cartas que le envió su hijo. A Matisse, le sirvió acercarse a Miró cuando estaba inmerso en una depresión tras la Primera Guerra Mundial y con un bloqueo artístico que duró un año. “Miró se convierte en fuente de inspiración. En plena crisis, Matisse encuentra en él el estímulo para reiniciar su pintura”, cuenta la asistente comisarial, Véronique Dupas. Después de perderse incluso pintando odaliscas, una trampa en la que sintió que había caído, Matisse ve el Collage-peinture (1934) de Miró y le inspira, pero también, en plena Guerra Civil, su Téte o Peinture.
No se puede olvidar la admiración previa de Miró por el fauvismo, nacido en ese municipio francés casi hermano, Collioure, última parada para Machado. Gracias a pintores como Joaquim Sunyer, Miró se interesaba por su uso rompedor del color y por su simplificación de las formas, una transgresión que él se llevó a su terreno, con su descomposición del color y la forma hasta reducirlos a sus elementos más básicos, culminando su asesinato a la pintura. También compartían la admiración por el Mediterráneo y por la realidad cotidiana. “Cuando aún no se conocían, ya se entendían”, remarca Labrusse.

No sucede esta vez como pasó con la exposición de Miró y Picasso, no hay cuadros que parezcan gemelos aunque con estilos distintos, pero el recorrido enseña cómo Miró y Matisse cuestionaron la tradición y se retroalimentaron, desde la complicidad y el respeto, a pesar de pertenecer a generaciones diferentes, llevándose 23 años. Ambos se van cruzando y mirando, como cuando Matisse hace una Grande tête (1951) con una tinta que poco después utiliza Miró en Graphisme concret (1951). Se hacen regalos, con Miró regalando pinturas a la hija de Matisse, y el otro haciendo lo mismo con un rostro dedicado a Miró y su mujer, Pilar Miró, por su 50 aniversario. Y luego, claro, están las coincidencias, con los dos haciendo propuestas de vitrales, Matisse para la Capilla del Rosario de Vence y Miró para la capilla real de Saint-Frambourg.
Cuando se llega al final, dos cuadros, cada uno de su padre, están invadidos por el color azul. Ahí están El guant blanc (1925) de Miró y Vista de Notre-Dame (1914) de Matisse. “No puedes imaginar dos azules tan diferentes pero que dialogan tan bien”, resume Marko. “Son como las parejas, se parecen incluso cuando no tenían la remota idea de que estaba haciendo el otro. Es un milagro”, remarca Labrusse. Una última sala en donde carearlos con obras muy diferentes, pero, que sí, coinciden.