“Olvidamos que el mundo no nos pertenecía (…) Olvidamos que para habitar el mundo no hay que tener prisa (…) Olvidamos que sin esa demora, sin esa atención, el mundo se convierte en un desierto”. Así, con un tono poético que reaparecerá en momentos puntuales, comienza La fragilidad del mundo. La triple afirmación del íncipit funciona a modo de diagnóstico epocal, y al mismo tiempo sienta las bases de un ensayo que la editorial Tusquets le sugirió redactar hace un año a Joan-Carles Mèlich; desde la situación de confinamiento pero —matiza, en nuestra conversación telemática— “no sobre el confinamiento”. Profesor de Filosofía de la Educación en la Universitat Autònoma, inició su reconocimiento como escritor con Filosofía de la finitud en un lejano 2002 y, muchas obras después, en 2019 publicó La sabiduría de lo incierto. Lectura y condición humana. Libros que parecen preludiar el presente y que suponen un ejercicio de erudición práctica. Conocimiento puesto al servicio del conocimiento o, mejor dicho, del proceso de aprendizaje, que comienza con la necesidad de reparar en el filtro que toda mirada incorpora.
Como siguiendo, desde la distancia, la mítica toma de conciencia socrática, el autor —con quien conversamos gracias a la paradójica proximidad de la videoconferencia— llama la atención a propósito de la pretensión de conocerlo todo, apuntando lo que realmente encubre: ejercer un control o dominio sobre la realidad, una explanación que la explota en su dimensión física y anula toda dimensión indisponible. Como ya intuyó Nietzsche, aquello que no alcanzamos a entender o que no nos resulta provechoso pasa a no existir, o a estar moralmente descalificado. Mèlich, que incide en la indisponibilidad del mundo —sea inmanente o trascendente— opta por alinearse con una “sabiduría de lo incierto”, consciente de la limitación inherente a todo acto de conocimiento. Desplegar una gramática propia, en forma de articulación lingüística, se considera fundamental para que el mundo pueda ser “habitado”; es decir, vivido con sentido y abierto al sinsentido que —lo tengamos más o menos presente— no deja de acechar.
La desaparición del sentido del mundo se enuncia al inicio del libro —el mundo desertificado— pero también retorna a modo de conclusión, con la no menos lírica mención a “la despedida” (Der Abschied) de la Canción de la tierra. La melancólica celebración de la naturaleza que esgrimió Mahler a finales de su propia vida no está exenta de belleza. Similarmente, incluso si el tono de La fragilidad del mundo podría parecer pesimista, en el curso de nuestra charla acabamos por concluir que no tanto, o no de manera desesperanzada. Mèlich conmina al reconocimiento de la sombra que acompaña a la razón, diagnosticada críticamente desde la filosofía y la sociología, pero ello no impide una contemplación de la complejidad del mundo que incita a la conciliación y al agradecimiento. En su realidad eventualmente abismática se presenta el mundo más rico e incluso hermoso, como ha sugerido la poesía de Hölderlin, que late en el trasfondo (“aquel que piensa lo más profundo ama lo más vivo”).
Mèlich opta por alinearse con una “sabiduría de lo incierto”, consciente de la limitación que es inherente todo acto de conocimiento
La relevancia de los referentes culturales que desfilan e ilustran la propuesta de Mèlich (filósofos como Heidegger, Adorno, Merleau-Ponty o Bergson, y literatos como Dostoyevski, Kafka, Camus, Kundera o el propio Hölderlin) radica, de hecho, en su propósito pedagógico o —si acaso, como arriba apuntamos— propedéutico. Más que enseñarnos cómo son las cosas, más allá de señalar el estado de fragilidad del hombre y su tendencia a parchearla, a negársela —muchas veces de forma contraproducente, a pesar de los alardes tecnológicos, como si la sensación de seguridad o dominio fuera ya garantía de salvación—, lo que Mèlich plantea es la posibilidad de un cambio en la concepción del mundo. Pues cambiar la mirada implica cambiar la comprensión, y con ello cambiar el propio mundo. “Aprender de nuevo a ver el mundo es darse cuenta de que no todo depende de nosotros, de que no todo puede ser sometido a nuestros intereses”. Y, más elocuentemente todavía: “Significa que hay algo ahí afuera que a menudo no sabemos qué es y que, en todo caso, no puede ser fácilmente reconocido ni puede ser incorporado; significa que el mundo es indisponible”.
Joan-Carles Mèlich reconoce que su Ensayo sobre un tiempo precario —según reza el subtítulo, al más puro estilo Montaigne— no se quiere sistemático ni definitivo. Representa más bien una tentativa, una aproximación a la noción de “indisponibilidad” desde la conciencia de que “los humanos tenemos pavor a todo aquello que no está bajo nuestro dominio, por eso inventamos sistemas simbólicos de regulación y colonización del mundo (teológico, políticos, económicos, tecnológicos)”. El lector señalará con justificada suspicacia la ambigüedad de ese término —“algo”— referido como cómplice, custodio o embajador de la “indisponibilidad” y, buscando sacudirse la oscuridad o inefabilidad de todo ello, acaso se preguntará ¿cómo va a ser indisponible aquello que precisamente tengo delante de los ojos? En esta constatación cabal, de sentido común o lógica aplicada resuena, con todo, la pregunta —un punto cínica— que el entrevistador del Spiegel dirigió a Heidegger: “En nuestro contexto de desarrollo, en que todo funciona ¿cuál es el problema?”.
La respuesta del alemán apuntaba a lo inhumano —o post-humano, diríamos quizá hoy— del funcionamiento maquinal, es decir, a la enajenación del hombre de su propio fundamento. Un desarraigo que le llevó a afirmar paralógicamenteque “donde el hombre vive ya no es la tierra”. La situación en que la actual pandemia ha ubicado a la Humanidad urge a reflexionar, de nuevo, acerca de la esencia de lo humano con relación a la naturaleza, y con ello volver a cuestiones que parecerían antiguas, o si acaso, resultado de una mala digestión de las aspiraciones de la Modernidad. La prueba de que la inquietud no ha sido finiquitada es la cantidad de publicaciones que siguen esta línea editorial (ya hemos recomendado en otras ocasiones el imprescindible Fragilidad de Jean-Claude Carrière y, mucho más reciente, vale la pena acercarse a Frágiles de Remedios Zafra). De hecho, aquel “algo” a que se refiere Mèlich —críptico o no verbalizable— al mismo tiempo resulta inequívoco: inherente a la vida en su dimensión natural (lo que los griegos antiguos llamaban physis) no pasada aún por el filtro de los conceptos, categorías ni, por supuesto, intereses humanos.
“Hay algo ahí afuera que a menudo no sabemos qué es y que, en todo caso, no puede ser fácilmente reconocido ni puede ser incorporado”
Intereses tan naturales como aquella necesidad de dominio, sin duda, pero responsables asimismo del establecimiento de cosmovisiones excesivamente rígidas y —como decíamos arriba— contraproducentes, al menos para una alta proporción de personas. “Sucede a menudo que nuestra mirada se vuelve opaca a los estratos, transformaciones y matices del mundo”, tal vez —explica Mèlich— porque llevamos prácticamente de serie el filtro de la mirada tecnológica, que proyecta la imagen de lo que debería estar ahí según —por ejemplo— lo indica el smartphone. En cualquier caso, hemos de recordar que es un mérito del libro el no moralizar, ni censurar el empleo de la tecnología. Como explicó Heidegger en Serenidad (Gelassenheit) se trata de decir sí y no. La defensa abierta que realiza Mèlich de la ambigüedad no es paralizante; al contrario, funciona como ese paso atrás que permite coger impulso para una comprensión más dúctil y respetuosa, más consciente de sí misma —más humana, por tanto— para sentar las bases de un mundo habitable.
“Sucede a menudo que nuestra mirada se vuelve opaca a los estratos, transformaciones y matices del mundo”
Cuando se le pregunta por medidas concretas que ayuden a realizar ese giro socrático-platónico en la mirada del individuo, se decanta Mèlich por actividades que ofrezcan una visión plural, con el primer y prioritario propósito de evitar el dogmatismo, y también su reverso, el relativismo. Un huésped a priori más amable y agradecido, pero que una vez se instala toma las riendas y gestiona las costumbres de la casa con inesperado despotismo. La frenética oscilación entre ambos extremos, como de brújula desmagnetizada, es característica de la razón que Sloterdijk hace casi cuatro décadas ya calificó de “cínica”. Bienvenida sea toda iniciativa que, como la de Mèlich, se aventura a trascender la confortable y triunfal adaptabilidad de esa “razón”, y abre la posibilidad de una mirada más limpia, aun consciente de las dificultades —ambigüedades, vacilaciones, fracasos— que pueden presentarse en el camino.
Nada casualmente la cubierta de este ensayo muestra un maravilloso cuadro de Vilhelm Hammershøi: una mujer mira a través de una ventana que deja entrar la luz que permite que la veamos, sin poder ver qué mira, ni su propia mirada. Un espacio cerrado y abierto, una interioridad que salvaguarda el enigma de lo vivo y se atreve a sacar la cabeza para respirar el aire fresco como por vez primera, para salir de la oclusión y habitar el mundo.