Con más de 65 años de actividad a sus espaldas y más de 40 obras producidas entre largometrajes, documentales y cortometrajes, trabajó en analógico y digital, con más premios que beneficios, y una gran libertad expresiva. Agnès Varda no hablaba nunca de éxito, hablaba de narrar. El cine siempre fue su refugio, su hogar. En la linea del filósofo Gaston Bachelard, el cine fue para ella un modo de confrontar su visión de la vida con el mundo que la rodeaba.
Inspiración, creación y compartir, estas fueron algunas de sus máximas. Sin que apenas uno pueda detectar una transición, sus obras se pasean por el naturalismo, la ficción, el documental, el feminismo… y siempre contienen la huella del afecto y la empatía por la gente. Para muchos, era, eminentemente, una cineasta de playas y, sobretodo, de personas. En los rodajes y proyectos se valía de familiares, conocidos, amigos y vecinos. Filmaba a los desplazados, a los marginados, a los ancianos, a los trabajadores y a las mujeres, expresando a través de ellos un cine basado en los demás.
Nacida en Bélgica en 1928, no se consideró nunca una cinéfila. Su mirada estaba acostumbrada al arte antiguo, a la literatura y a la pintura. Se definía como una fotógrafa haciendo cine, y lo hacía como sus contemporáneos franceses, entre el neorealismo y lo que fue la Nouvelle Vague incipiente. En su primer largometraje, La Pointe Courte (1954), un film casi fotográfico, convergieron dos ideas de la artista: un retrato costumbrista de los pescadores, los campesinos y la gente de los pueblos, con la idea de una relación amorosa de dos jóvenes en voz en off. La película, en blanco y negro y montada por Alain Resnais, anticipó cuatro años el movimiento cinematográfico más importante de la historia del cine comandado, después, por una serie de directores varones como Truffautt, Godard, Resnais, Rivette, Rohmer o Chabrol, y en el que sólo ella marcó esa nota distintiva femenina.
Su mirada, si bien es cierto que coincidió en tiempo y en referentes con sus colegas, que cambiaron para siempre las reglas del cine como industria y el modo de interpretarlo, y pusieron la expresividad por encima de la estética, era particular y no muy amiga de encuadrarse en ningún movimiento ni formal ni generacional. Hoy en día, pues, cabe otorgarle un doble mérito por su lucha contracorriente contra la historia, por ser la pionera y por ser considerada en escuelas y academias como la madre o la abuela de dicho movimiento, cayendo, una vez más, en el juego comercial de las etiquetas que tan poco le gustaban a la artista.
Su cine parte de un ritmo que emerge del interior del plano, que deja que las acciones se sucedan a tiempo real y que, con posterioridad, se estructura siempre en el montaje; con un particular gusto por el narrador omnisciente y la voz en off, que muchas veces es la suya.
Obsesionada con la independencia creativa y la preocupación por las personas reales, por la gente de verdad, se formó en un entorno de cultura popular. Definió sus obras como una especie de cineescritura, basándose en los referentes a Faulkner y al modo personal de entender la narrativa cinematográfica como una aventura reflexiva en permanente revisión, una extensión de su literatura.
En su película más conocida, Cleo de 5 a 7 (1962), cohabitan un tiempo real y un tiempo subjetivo concentrado en el concepto universal del miedo a la muerte. Usa la música como un elemento expresivo más, que aquí, apoya o desmiente los argumentos de la protagonista o identifica por completo a los personajes, como en Una canta la otra no (1977). Los espacios de los que se vale son expresionistas y parten de la pintura y las imágenes surrealistas. No consideró que hiciera un cine político, para Varda lo primordial siempre fue lo expresivo y no la eficacia del discurso.
El film Sin techo ni ley (1985), una encomiable road movie, se centra en el descubrimiento del cadáver de una mochilera que recorre el mundo sola. La estructura de la narración surge a través de lo que nos cuentan de ella los que la conocieron. La libertad y su precio, y el paso sesgado del tiempo son los temas a tratar. La película, que se alzó con el León de Oro de Venecia, es uno de los ejemplos de un cine de apertura para el resto de mujeres, algo por lo que Varda luchó a lo largo de toda su vida: por sacar a las mujeres de los roles de género y que estas encontraran su propia voz para expresarse sin complejos.
Varda encaró las experiencias del mundo a partir de las vivencias de otros y dio una importancia capital a las estructuras por encima de los argumentos
Sus personajes femeninos son independientes, subjetivos y se definen a sí mismos. Muestran siempre su carácter sin miedo a las represalias, cuestionan las circunstancias de su entorno y no temen expresar sus emociones. Se definen en sus propios parámetros y no en los parámetros sociales que les son contemporáneos.
Agnès Varda priorizó siempre las palabras sobre las imágenes. La fotografía le enseñó a hacer cine. Fue el punto de partida de todo. El montaje lo entendió siempre como un modo de escritura y llegó a catalogar sus largometrajes como ensayos fílmicos. El tema era lo más importante, más que la cineasta, y más que el cine propiamente. En su creencia estaba que también en el documental, pese a acercarse a la realidad de un modo tan directo, tan desnudo, una puede caer en la egolatría en el momento de seleccionar los planos, como en el género de ficción; es entonces, cuando una debe darse cuenta de que no es dueña de las imágenes que se suceden ante sus ojos. A esta actitud tan radical, Varda la llamó la escuela de la humildad, poniendo de asistente de directora al puro azar de la vida.
Ella amaba a las personas y se sentía integrada por ellas. Siempre se preguntaba acerca del tema a tratar antes de plantar la cámara. Las miraba con aprecio en una conversación, con plena simpatía y con necesidad de ser el otro para comprenderlo. Detrás de una cámara, siempre hay una persona que mira, con sus prejuicios, sus voluntades, sus gustos, sus referentes, sus intenciones, sus emociones…
En lo pictórico, Millet y Picasso siempre estuvieron a su lado, pero la realidad acabó por imponerse como la gran inspiración. El cine era la conjugación de todas las artes que ella admiraba, lo acabó siendo todo para ella: juego, realidad, ficción, recuerdo, imaginación… cualquier cosa le servía para conformar una película. Varda declaraba que un artista es aquel que juega permanentemente con conceptos. Ella jugaba con el tiempo, consciente de que es omnipresente, valioso y lo acaba determinando todo. Se acorta o se alarga dependiendo de nuestra subjetividad, y el cine y la fotografía son medios perfectos para manipularlo.
A Los espigadores y la espigadora (2000), Varda se enfoca en el hecho de espigar como reutilizar, reciclar, con un uso del tiempo que atraviesa como una flecha generaciones y siglos en pro de reutilizar aquello que otros desechan. El documental cosechó innumerables premios de la crítica por todo el mundo y es considerado una de las mejores obras de la historia, según la revista Sight and Sound.
El cine de Varda es un ejemplo de cómo encontrar tu propia expresividad recurriendo a ti mismo. Para ella, el cine no se puede enseñarse en ninguna escuela. Su empatía por el mundo la hizo artista y fue la primera mujer en ganar el Oscar póstumo y la Palma de Oro de Cannes, honoríficos. Fue también actriz, guionista, productora y artista plástica. Se casó con el también director de cine Jacques Demy (1962 – 1990) y falleció de cáncer en París en 2019, a la edad de noventa años.
Su última obra, una autobiografía visual, Las playas de Agnès (2009), ganó el Premio César y el René Clair de la Academia francesa
Las playas, su recuerdo y su obsesión, se explican porque ella era arena y la arena es tiempo. La directora se mimetizaba con aquello que filmaba y se convertía en aquello propiamente. Como con el par de botas de Van Gogh, Varda se transformaba en aquello que miraba en cuerpo y alma. Este hecho otorga algo mágico y auténtico a sus imágenes, una capacidad de traspasar la pantalla y adentrarse en el alma de los modelos.
La exposición, dirigida por Rosalie Varda e Inma Merino, está comisionada por Florence Tissot y es una ampliación de la muestra Viva Varda! de la Cinémathèque Française de París, en colaboración con su productora de siempre Ciné-Tamaris y la contribución de su familia. Incluye una serie fotográfica de su viaje a Catalunya en 1955 y, por primera vez, se pueden ver las cuatro instalaciones creadas por la artista para ser expuestas en museos.
La muestra, que se podrá ver hasta el 8 de diciembre, cuenta con innumerables objetos personales, carteles, obras de arte, retratos y reportajes fotográficos. Una colección de cómo a través de la fotografía, Varda reflejó la sociedad de su tiempo, desde el feminismo, a los hippies, los Black Panthers... y de cómo se relacionó con artistas y celebridades, así como con los marginados y la gente anónima.
El CCCB complementa la experiencia con el taller Laboratorio Varda, un espacio lúdico para descubrir la fascinación por los gatos, los espejos y las mencionadas playas. La exposición se hermana con la Filmoteca de Catalunya, programando su ciclo Agnès Varda Essencial, donde todavía se proyectan sus películas más emblemáticas y el documental Varda per Agnès (2019) a lo largo de septiembre. Dentro del marco de la exposición, el Archivo Xcèntric del CCCB proyectará cuatro piezas relacionadas con el mundo de la directora o inspiradas por ella y su figura dentro del programa Variaciones Varda. Los títulos son La mar peinó la orilla (Valentina Alvarado Matos, 2019), Histoire de ma vie racontée par mes photographies (Boris Lehman, 2002), L’automne (Marcel Hanoun, 1972) y My tears are dry (Laida Lertxundi, 2009). En octubre y noviembre, se inaugurará el taller Las caras de Agnès Varda, un curso para profundizar en sus incontables referentes y seguir jugando a comprender su creatividad y su trabajo como artista visual.