La de Barcelona es la historia de una ciudad con un marcado carácter comercial. Durante su devenir, su desarrollo se ha articulado alrededor de los gremios que, aún hoy, dan nombre a algunas de sus calles más emblemáticas: Mirallers, Argenteria, Creu dels Molers, Sombrerers, Vidrieria y un larguísimo etcétera que atestigua la importancia del comercio en esta capital mediterránea que ha sido, y sigue siendo, puerto de entrada y de salida de incontables bienes.
En este sentido, y mal que pese a quienes defienden (defendemos) una visión humana, social, romántica y/o cultural del lugar en el que vivimos, cuando en el preludio del auge olímpico los próceres del asunto la bautizaron como “la millor botiga del món” no se equivocaban del todo. O, como mínimo, a tenor de la historia de Barcelona, con aquel eslogan captaban una parte de la que ha venido siendo su esencia.
Cuando, a mitad del siglo XIX, los grandes almacenes irrumpían en las cartografías urbanas del mundo occidental, como síntoma del fenómeno del consumo de masas surgido a raíz del proceso de industrialización que cambiaba la fisionomía de la economía mundial, Barcelona no se quedó atrás.
La ampliación de la ciudad, en plena fase de crecimiento más allá de sus murallas, concentraba su zona comercial en la Rambla, tomando el relevo al paseo Colón como arteria comercial de la urbe. Y, en 1878, El Siglo, primer gran almacén de Barcelona, abría sus puertas cambiándolo todo en los usos y costumbres de unos ciudadanos con más poder adquisitivo y la posibilidad de comprar bienes, hasta poco antes privativos de unas pocas élites adineradas.
Memoria sentimental del shopping
“El cambio que se vivió en Barcelona te diría que probablemente fue muy similar al que experimentaron otras ciudades de Europa de tamaño medio, que vivían mirando a París y a Londres y envidiando, quizá, la gran variedad de oferta de todo tipo, cultural y comercial, que había en ellas. Estoy segura de que, al principio, aquellos grandes almacenes resultaban fascinantes para quienes los recorrían, casi tanto como un museo”, razona la escritora Mercedes Cebrián, autora de Estimada clientela (Siruela), un volumen –mitad ensayo histórico, mitad memoria sentimental, todo él enorme cariño– que celebra y resigue la experiencia del irse de compras con una mezcla de florido anecdotario, precisos hechos históricos y el mejor costumbrismo literario sazonado con recuerdos y reflexiones basadas “en la importancia que ciertas tiendas y marcas tienen o han tenido en nuestra memoria sentimental”.

Imposible, por ejemplo, no pensar en todo lo que para generaciones de barceloneses significó aquel “Quien ahorra compra en SEPU”, a propósito del mítico almacén de la Rambla cuyo nombre era acrónimo de Sociedad Española de Precios Únicos y que podríamos considerar como la primera cadena de grandes almacenes del país, durante sus cerca de setenta años de existencia.
Peregrinajes a los Almacenes Capitol, las Galerías Preciados, Sears o al todopoderoso Corte Inglés, ese “gran almacén de logo verdinegro” cuyo final la escritora no se quiere imaginar: “Sabe reinventarse y, aunque tenga que deshacerse de algunos establecimientos, se está adaptando a la compra online y a otros formatos de tienda”. Es decir, se está adaptando a un nuevo paradigma de consumo, “que ya está aquí” y que es más impersonal. Una dinámica cuyas primeras víctimas son, en todo caso e invariablemente, aquellos negocios autóctonos que dotan a las ciudades de un carácter único e intransferible, que forman parte de su historia emocional y económica.
El cambio de pauta ya está en marcha
“La nueva era del consumo ya ha comenzado —determina, categórica, Mercedes Cebrián–. Y no sólo por el comercio electrónico, aunque este sea el principal motor de ese cambio: también porque abrir una tienda y pasarse en ella diez horas al día ya no es una opción para casi nadie. Los negocios familiares están cerrando entre otras razones porque los hijos y nietos de los dueños no quieren seguir ocupándose de la corsetería, mercería o papelería de barrio de sus padres o abuelos. Y también hay que entenderlo, aunque nos pese”.
Pero no siempre es así. En muchos casos, el relevo es imposible por no poder asumir unos gastos de alquiler de local elevadísimos. En este caso, ¿qué puede hacer una ciudad para impedir este avance y proteger a sus negocios históricos? “Parece obvio que la primera medida pasa por entender que estos negocios son patrimonio histórico y cultural. Si eso no se entiende, no surgirá la necesidad de protegerlos. La segunda medida tiene que ver, obviamente, con un control de los alquileres de estos establecimientos para que no sean sólo las franquicias las que puedan pagar los altos precios actuales”, razona la autora de Estimada clientela, que asiste al progresivo declive de aquella experiencia, otrora mágica y esencialmente social, de ir de compras.
Y de ahí la necesidad que se apoderó de ella, un día de verano de 2020 en la tienda Benetton de la Piazza Fontana de Roma, de escribir un libro que defendiera aquellos ritos con los que generaciones de personas han consumido y, a la vez, tal vez sin darse cuenta, han crecido, se han culturizado y han cimentado algunos de sus valores.
“En el momento de decidir escribirlo, en plena pandemia, a mí ya me gobernaba una sensación apocalíptica ante la posible desaparición del estilo de vida y de muchos lugares que aquella situación podía llevarse por delante. Muchas tiendas habían cerrado definitivamente y el panorama durante el confinamiento era de verdad terrorífico: supongo que todos recordamos calles vacías, transitadas solamente por repartidores de Glovo o Amazon”, rememora la autora.
¿Pero qué soluciones hay para que, al menos, las ciudades no pierdan todos sus negocios autóctonos para dar lugar a flagships impersonales, centros comerciales sin alma y una miríada de locales comerciales con el cartel de Se traspasa? Cebrián tiene claro que aquí no hay fórmulas universales. “Lamentablemente, la realidad es siempre muy compleja, por tanto, no se pueden dar respuestas contundentes”. Cada caso es un mundo en sí mismo. Cada lugar requiere soluciones, a veces extremadamente creativas.
Galerías comerciales, ¿en peligro de extinción?
Uno de los escenarios que en Barcelona ha cambiado por completo, pasando de años de esplendor a ser casi anecdótico, es el de las galerías comerciales. La más famosa fue La Avenida de la Luz, la galería subterránea que, desde 1940 a 1990, se hallaba bajo la plaza de Catalunya y que, poco a poco, fue decayendo hasta sucumbir en la antesala de las Olimpiadas.
En 2017, las moribundas galerías Maldà resurgían de la nada polvorienta para aglutinar una sucesión de tiendas basadas en la cultura juvenil: vestimenta para cosplays, juegos de mesa, libros de fantasía, terror y literatura young adult, ropa steam punk, chucherías. Manga, Harry Potter, Willy Wonka. Un resurgir singular y una lucha, de los diferentes operadores, para mantener sus negocios a flote y, con ello, seguir dotando las Maldà de una personalidad propia.
“Las galerías comerciales quizá puedan resistir en lugares con climas extremos, por aquello de refugiarse de la intemperie, ya sea del frío o del calor. Yo les tengo mucho cariño, pero se me cae el alma a los pies cuando las veo tan vacías”, lamenta la escritora, que, hablando de las Maldà, saca a colación las bonaerenses Galerías Pacífico, “que han reabierto recientemente y bajo cuya cúpula hay murales del pintor argentino Antonio Berni y de otros artistas. “De todos modos, mi impresión es que hoy las galerías son una reliquia, algo que queda ahí con un valor casi museológico… aunque en Japón gozan de muy buena salud. Y aquí idolatramos todo lo japonés”, añade con un tímido fulgor de esperanza.

“También han rebrotado costumbres aparentemente moribundas como la compra a granel”, destaca. Y guarda unos segundos de silencio antes de apostillar: “Aunque no sé si esto no es más bien una moda pasajera…”.
El valor de las experiencias
Entre aquellos negocios que han sucumbido al paso inmisericorde del tiempo y los mercados, Mercedes Cebrián recuerda con especial nostalgia sus visitas a Vinçon, el desaparecido emporio de interiorismo fundado en 1929 por Hugo Vinçon y Enrique Levi, que cerró sus puertas en 2015: “Hace bastante tiempo que una tienda no me sorprende, y Vinçon sí lograba generarme asombro en muchos aspectos: por los extraños cachivaches que vendía, por el diseño de sus bolsas y por la disposición de los productos en la tienda. Aún lo echo de menos. Y encima estaba al lado de La Pedrera… ¿qué más se puede pedir?”. Hoy, en el número 96 del Passeig de Gràcia donde se ubicaba la tienda, hay un Massimo Dutti. Otro más.
De todos modos, no todo el placer ha de ser conjugado en tiempo pretérito y, para ella, la ciudad sigue brindando hermosos rincones donde seguir satisfaciendo su gusto por las compras. “Me entusiasma que siga esa tienda de trenes eléctricos y maquetas, la Casa Palau, si bien por el momento no soy una clienta potencial de ese negocio. Y, cuando vengo a Barcelona, me gusta mucho pasarme siempre por el Servei Estació. Salgo seguro con algo, ya sea una cinta aislante de color chillón o un paquete de Blu-Tack”, prosigue la escritora.

Pero no se trata únicamente de ir a tiendas y comprar “cosas” más o menos útiles o hermosas. Es el ritual que hay detrás. Todo el elemento humano en juego en cada transacción. Algo que, los más jóvenes, ya nativos digitales, ya acostumbrados a socializar a distancia, tal vez puedan estar perdiéndose. “Quiero pedirles a los nacidos en este siglo que valoren el trato con los vendedores: a lo mejor se pierde para siempre y es algo único, recibir esa atención personalizada y esa experiencia y conocimiento acerca de los productos que ofrecen. Así que, si van por ejemplo a una tienda de bicicletas o a una ferretería, les pido que aprecien la experiencia y que le saquen partido. Porque en las tiendas siempre se aprende algo”, remata la autora de Estimada clientela.
Este aprendizaje todavía es posible llevarse en una Barcelona que, lo dicho, mal que nos pese a algunos, si no es ‘la millor botiga del món’, al menos sí está entre las mejores.