Zeleste fue un buque insignia de la música popular con caché, con clase, de los años 70 y 80 del siglo pasado. Una gestión irregular, acompañada de una nueva localización, que no acabó de funcionar, provocaron su cierre en el 2000. Como no podría ser menos en una ciudad cultural y socialmente cainita como Barcelona, Víctor Jou (1939-2023), el mentor del invento, trazó un rico manto de músicas alrededor del jazz, el rock y el cubanismo, todo con aromas mediterráneos. En otras palabras, la sala Zeleste fue un panteón de un sinfín de fusiones, alianzas y controversias. Zeleste también fue agencia de contratación, sello discográfico y escuela de música. El resultado musical se conoció como la Ona Laietana.
Bajo el nombre de 1973-2023 50 anys Zeleste Ona Laitena Barcelona, el concierto de homenaje es una iniciativa del Jamboree, el club de jazz y otras hierbas de la Plaça Reial, que también cuenta con sus idas y venidas. Con esta propuesta, el Mas i Mas Festival, en su vigésima edición, captó una presencia masiva, una clientela natural de Zeleste, que encontró cinco décadas atrás, en el espacio del Born, un refugio emocional, que daba cabida a un bosque musical muy amplio. La sala se comportaba como un transformador cultural, una suerte de incubadora de ideas y proyectos interdisciplinarios avant la lettre. El escenario, poblado de cualificados músicos jóvenes, de la repleta sala P62 complació a la concurrencia, en la que el segmento social inferior a los 35 años brilló por ausencia.
El sonido de la Ona Laietana iba de Jaume Sisa a Xavier “Gato” Pérez (1951-1990), en su etapa rock en Secta Sònica, junto a Jordi Bonell, compositor y fino guitarrista, a cuya figura se dedicó la primera parte de la sesión, como a Música Urbana, una incipiente y, entonces, inquieta Dharma; Toti Soler, que no pudo asistir. También Blay Tritono y la Orquestra Mirasol –agrupación que sufrió diversas transformaciones en su corta existencia y que merece un descubrimiento por parte de las audiencias ausentes en la sala–, representada, la noche del pasado sábado, por la mandolina de Xavier Batllés y homenajeada por la pianística de Lluís Vidal. Más Iceberg, el quinteto de rock progresivo de Max Sunyer, que derivaría años después en el jazz fusión de una nueva formación, Pegasus.
El programa previsto no se olvidó del ínclito, polificético, cinematográfico y dúctil Jordi Sabatés (1948-2022), que grabó junto a Tete Montoliu un álbum bello y necesario Vampyria (1974). De nuevo, Vidal estuvo espléndido recreando, a manera de suite, tres piezas dedicadas a Anna Pomerol, viuda del antiguo componente de Pic-Nic, grupo pop, anterior a Zeleste, en el que Sabatés coincidió con Soler.
“Es un homenaje y una relectura de la música que se hacía en Zeleste”, indicó Vidal, también, uno de los directores de la noche. Una nueva generación musical, intensa, desacomplejada, preparada e interesa en músicas urbanas –el jazz y el rock en un sentido amplio son ritmos urbanos– hizo suyo el corpus de la Ona Laietana, a partir de unos exquisitos arreglos ejecutados con mimo por la brillante Barcelona Art Orchestra (BAO), que se nutre de músicos de diferentes escuelas de la ciudad. La formación descubre tonos y colores, una plasticidad escondida, en unos discos y unos músicos que merecen no ser olvidados.
El bajista Carles Benavent, siempre impecable, con la nota justa, ni una más, junto al más listo de la clase, Joan Albert Amargós, este como director de la BAO. En la parte final del concierto, le sacaron mucho jugo o le imprimieron mucha imaginación, según se mire, a unas partituras de hace cuatro décadas, obras suyas, pues ambos estaban en Música Urbana –otro nombre a recuperar–, ahora interpretadas por una big band. Si el concierto se grabó en vídeo, estaría bien que el público pudiese saborear la intención musical de una música que, en su momento, hizo de puente entre el rock y el jazz, y ahora suena casi igual, pero no se asemeja en nada. Ventajas del talento. La BAO sonó contemporánea y cinemática. Dulce y sólida, al tiempo. Nada ortodoxa. No hace tanto, en el Auditori, Amargós hizo algo similar con la obra de Camarón de la Isla, en el espectáculo Suite de La Isla. Lo dicho: el más listo de la clase.
Lo acontecido en la sala del Paral·lel es una realidad cotidiana en las escenas anglosajonas en las que los músicos no se otorgan premios, ni diplomas, se regalan la música del homenajeado o del gestor que lo ha hecho posible, como puede ser un productor discográfico. Ese es el mayor y mejor reconocimiento que un músico puede recibir. Ser considerado músico de referencia por sus propios colegas. En esta ocasión, se ha ido muy allá, al involucrar a músicos de la Ona Laietana, todavía en activo. Fue un acto de gratitud y respeto que también debería alcanzar a las audiencias jóvenes. Una noche que quedará en el calendario de 2023.