Yo también puedo escribir poniéndome gafas oscuras. Como Julian Casablancas, pasando de todo, perdonándoos la vida y estirándome en el suelo mientras actúo. Es una manera de salir a escena y de hacer la faena, sólo nos diferencia que él está arriba y yo abajo, pero la actitud puedo tenerla igual. Y como se trata de hacer una crónica sobre una noche en el Primavera, y no sólo sobre uno de los dos conciertos importantes de la noche, creo que perdonaré la vida al Primavera y a los Strokes y también, de paso, a Barcelona. Si me provocáis.
Ir este año al Primavera ya valía sólo la pena por los mecanismos sutiles que reactivan la memoria: aquella mezcla de olor a cerveza y orina que rodea la subida del Museu Blau, aquellas letras movedizas hechas con bombillas de feria que hacen bailar el nombre del festival musical más importante de Europa, la pulsera, los policías que te rascan los bolsillos, el encontronazo con la luna en un cielo ancho que no sueles ver, y de repente ese otro olor, único, localizado, nuestro e inconfundible de depuradora. Estamos en el Primavera después de dos años de celibato, de reclusión, y por tanto lo que echas de menos ni siquiera te esperabas que lo echaras de menos. Hemos ido a algunos conciertos el año pasado, claro, pero no a un gran festival donde ya nada más entrar te retronen los latidos de los altavoces del anfiteatro (el escenario Cupra, se llama ahora). La primera experiencia es por tanto puramente sensorial, sensual, epidérmica. Como cuando llega la primavera.
Pocas colas, el segundo Weekend. Todo va como una seda. En la entrada hay un tenderete sobre la diversidad, “nobody is normal”, con una extensa lista de frases expuestas como “libertad sexual”, “somos las maricas”, “somos lxs raritxs”, “comunidad diversa”, etcétera, todas ellas en una única, sólida y poco diversa lengua. La lengua normal, supongo, en un festival tan barcelonés como internacional. La segunda parada en la que me fijo es aquella de las bicis que hacen fabricar zumos a base de pedalear, que me habría servido para recordar algunos toques grotescos del Fòrum de les Cultures si no fuera porque a esa hora las bicis ya estaban guardadas. Y después un estand de la FNAC, ostras, aquí sí que ya me siento fuera de lugar. Hacía mucho tiempo que no veía el logo de la FNAC, enseguida estamos en los años noventa y me pregunto qué venden: básicamente, vinilos. Y accesorios, como sombreros de paja o polaroids. Ha sido como ver una de esas fotos de muertos animadas, que te sonríen sin ganas pero como diciendo que todavía están aquí.
Después nos pedimos la primera Estrella, hoy no voy a hacer la broma sin gracia de pedirme una Heineken, sino que pido la Estrella y me fijo por primera vez en los vecinos de barra: tienen unos veinticinco años y llevan todos purpurina en la cara. Divertido, pienso. Qué gracia, tú. Sin imaginarme todavía que, aquí dentro, ésta es la nueva normalidad. Atravesamos la añorada Haima (ahora un “bosque urbano”) y los pasillos donde se alternan las corrientes humanas (ahora, esta ola de peña, ¿de qué concierto saldrán? ¿De verdad no les interesan nada los Strokes?) y allí es donde me fijo en los cambios que han hecho las modas del Primavera: sí, la fauna ha cambiado mucho. Primero porque nos hemos hecho mayores, sólo faltaría, pero sobre todo porque aquí nobody is normal. Nobody significa prácticamente nobody, lo habitual (y no es ninguna exageración) es llevar purpurina o rímel en la cara. Chicos y chicas. Y todo lo demás. No creo que haya sido un reclamo del festival, creo que el mundo está así y que ahora la estética eurovisiva se impone cuando se trata de ir de fiesta. Normalización total de la estética híbrida, y la queer, y la maricona, y sobre todo de la fantasía. El Primavera es hoy un estallido de libertad estética que me recuerda mucho a los años setenta, una especie de Woodstock pasado por la psicodelia cosmética de Abba, las groupies de Eufòria y los cojones de Conchita Wurst. Casi diría que el mundo hetero se pone purpurina en las mejillas o en la frente para que no sea dicho que carece de imaginación. Porque no nos lo dicen, pero lo piensan, de eso no tengo ninguna duda. Basta con mirar las camisetas que llevamos.
Entonces es cuando considero comprensible lo del cartel, que nos encontramos nada más entrar en la gran explanada. En este segundo Weekend toca Guardiola con Mourinho, después del Weekend 1 donde estaban Colau comiéndose el filete con Díaz Ayuso. Está bien pensado, tiene sentido artístico y concuerda tanto con el espíritu abierto del festival como con la idea de ir llevándolo a Madrid. Al lado, la fórmula: “Barcelona + Madrid = Primavera”. Yo no sé si lo han calculado bien. Y no creo que tenga que ver con mi edad, ni mucho menos con ningún escándalo frente a un beso homosexual (el escándalo no lo buscaban por ahí, espero), sino efectivamente con eso de poner ingredientes demasiado nuevos a una fórmula que funcionaba: es como si de golpe pusiéramos zumo de naranja en la Coca-Cola, o como si quisiéramos ligar comunismo con libertad, si es que la libertad que nos interesa es realmente la de Las Vegas (que creo que no). ¿Madrid? ¿En serio? ¿Queréis decir que la fórmula dará igual a Primavera? Y tampoco puedo dejar de decir que, en términos políticos y si nos ponemos en la piel de lo que hemos vivido los catalanes en los últimos años, ver estas dos ciudades besándose a muchos nos evoca una imagen de beso forzado, de abuso de poder, de extracción y de relación no libre y consentida. Cuidado con esto: la primera canción que tocan los Strokes se llama, precisamente, Bad Decisions.
La fórmula: “Barcelona + Madrid = Primavera”. Yo no sé si lo han calculado bien.
Escenario Estrella. Antes, destacar el gran éxito del tenderete de Red Bull Organics, que no tengo tiempo pero sí muchas ganas de probar. Y un cambio: allí donde hace unos años estaba el “Created in Barcelona”, que ahora está a la izquierda, ahora hay un logo y un lema de Cupra. Entre estos dos carteles se desarrolla el concierto, en el que abunda de nuevo la purpurina y el buen rollo, bajo las luces de los edificios de los vecinos de Diagonal Mar que más bien se han quejado poco, alcaldesa. No veo el problema de luchar por el Primavera a muerte, alcaldesa. En serio que no lo veo. Pero en fin, volvamos al concierto, que debemos perdonar la vida a Julian Casablancas como él nos la perdona a nosotros con esta estética oscura, demasiado oscura, con guantes negros y chaqueta de camuflaje, demasiado de adolescente resacoso o de zombi alérgico a la luz, por tratarse de un grupo que acerca tanto los arañazos del rock a las chispas del pop. The Strokes son básicamente buenas ideas, un grupo de ideas desbordantes metidas todas ellas a veces en una sola canción, una exhibición de imaginación tan bestia que es lógico que acaben alejándose de los corsés del rock. También es una voz, la de él, a menudo medio metálica medio robótica, siempre apática y grave, hoy afectada por las secuelas de la covid (si es cierto que, como confiesa, fue él quien falló la semana pasada) e incapaz de hacer los fragmentos de falsete que son tan imprescincibles en Selfless, la tercera canción (después de Hard to Explain). Cuando digo incapaz quiero decir ridículamente incapaz, vistosamente incapaz, quiero decir que la gente se reía. Pero los que llevamos gafas oscuras nos tumbamos en el suelo para escondernos y, al fin y al cabo, estamos por encima de todo esto.
“Y was told I would be speaking to my Catalan people”, dice, haciendo un guiño a nuestra minoría tras sus cristales de Matrix o Terminator. Lo dice después de hacer referencia a la internacionalidad del festival, que es cierto, las purpurinas se enganchan sobre rostros de todas las razas y culturas: ninguna de ellas normal del todo, of course, pero podemos estar orgullosos de que las menos normales son culturas como la nuestra. Julian lo sabe bien, por sus orígenes familiares, con los abuelos metidos en el mundo del textil y huidos hacia Estados Unidos a raíz de la Guerra Civil. Incluso insiste en subrayar que se debe llamar “Barcelona”, es decir “BarSelona”, como se diría si fuera una ciudad inglesa sólo que en este caso es catalana: nos lo explica así y añade “Catalonia, embrace your existance”. Y yo, de reojo, recuerdo a los adúlteros besuqueos de Colau y de Guardiola.
Incluso insiste en subrayar que se debe llamar “Barcelona”, es decir “BarSelona”, como se diría si fuera una ciudad inglesa sólo que en este caso es catalana:
Una pausa para otra Heineken, quiero decir una Estrella, y entonces saben hacer imposible que no nos pongamos a bailar con Someday. Irresistible, bien ejecutada, penetrante, precisa, pop duro. Reptilia vuelve a ser una buena idea, como las mil ideas que les salen de tanto probar con las infinitas posibilidades de las cuerdas hasta que llegan, como tantos otros grupos inteligentes, a flirtear con la electrónica. Un solo bis, porque ya hemos dicho que nos perdonará la vida y todos a casa. Bueno, confieso que nosotros antes hemos podido ver a Lorde (Rigoberta no despertaba suficiente consenso), por lo que no tardaremos en marcharnos. Quizá asomarnos por el Night Pro, después de desfilar como un rebaño hacia la Haima y pensar ahora qué hacemos. Más rimel, también látex, ropa multicolor. Apartad que llega la estrella, parezco decir, con mis imaginarias gafas de sol atravesando la noche. Nobody is normal, aquí. Puedo ir de lo que yo quiera, comunidad diversa. Incluso puedo disfrazarme de un veterano del Primavera, amante de los Strokes, hetero, con camiseta aburrida y Created in Barcelona. Y quedarme tan ancho.