El 24 de marzo del pasado año, publiqué en The New Barcelona Post un artículo titulado Italia en Barcelona en el que, entre otros, hablaba del Paisano Bistró (Lepant, 277), un pequeño italiano que había abierto sus puertas junto a mi casa, poco antes de la pandemia, y que enseguida se había convertido en uno de mis restaurantes preferidos. Uno de esos establecimientos donde además de comer de maravilla te sientes bien acogido, en buena parte gracias al don de gentes de Salvatore, el patriarca de la familia que lo regenta. Un bistro con una carta breve pero impecable, presidida por las pastas y las pinsas romanas, y una cuidada selección de vinos del país de la bota.
En pocos meses, el boca a boca entre su entusiasta clientela hizo que, poco a poco, las colas en la entrada del Paisano se hicieran habituales. En verano, la recuperación de un turismo de masas de proporciones bíblicas terminó de disparar la popularidad del establecimiento, ubicado junto a la Sagrada Família. En consecuencia, los propietarios del Paisano contrataron más personal, incluso se decidieron a convertir el almacén adyacente en un segundo comedor y doblaron la capacidad de la terraza. Abrían la persiana a media mañana, para servir los primeros apperitivos y dar de comer a los turistas que antes del mediodía ya estaban sentados en la mesa, y no la bajaban hasta pasada la medianoche cuando, imagino que, agotados física y psicológicamente, servían los últimos limoncellos a quienes se resistían a dar por terminada la velada.
Confieso que durante estos meses de locura turística sólo fui al Paisano un par de veces y, a pesar de que la comida seguía estando deliciosa, noté con pesar que ya no era un lugar donde cenar sin prisas y hablar de lo humano y lo divino encadenando copas de falanghina y compartiendo babas o cannoli. El incesante entrar y salir de clientes le estaba imprimiendo, en cierto modo, un ritmo de fast food y presentía que aquello, a los propietarios, les agobiaba tanto o más que a mí.
Mis sospechas se vieron confirmadas hace solamente un par de semanas. Mi pareja y yo estábamos cenando en la terraza del restaurante chino que hay justo en la acera de enfrente del Paisano. Nos pasó por el lado Salvatore y cuando le preguntamos por qué no tenía el restaurante abierto esa noche nos explicó con una media sonrisa de satisfacción que habían decidido que, entre semana, ya sólo abrirían los mediodías, también que habían cerrado el local de al lado y reducido el número de mesas de la terraza. La propietaria del chino en el que estábamos sentados había puesto la oreja en la conversación y parecía no entender nada, pero yo comprendí a la primera aquella sabia decisión. Salvatore sabía qué tipo de restaurante quería que fuera el Paisano y, sobre todo, quería ser feliz y hacer feliz a sus clientes. No sabía si abrazarle o aplaudirle.
El boom del turismo ha convertido Barcelona en un lugar en el que es peligrosamente fácil morir de éxito. Imaginemos que abres un restaurante en el Born, el Eixample o Sants y lo haces bien o extraordinariamente bien. Imaginemos que comienzas a hacerte un nombre entre la clientela del barrio Imaginemos que te dedican un par de artículos laudatorios y un puñado de buenas reseñas. No cuesta imaginar qué puede pasar después, ¿verdad? Cada mediodía y todas las noches lo tienes todo reservado. Por lo tanto, te animas y decides ampliar el local. Haces dos o tres turnos por comida. Como el negocio te va como un cohete, decides que ya no hace falta que vayas todos los días y empiezas a delegar en un encargado. Haces números y ves que si bajas un poco la calidad del producto puedes aumentar bastante el margen de beneficio y quizás cambiar el coche o pagar la entrada de sea barquita que siempre te ha hecho ilusión tener en la Escala. No puedes contratar más personal porque ya no cabéis en la cocina y decides que en lugar de seguir haciendo los postres vosotros los compraréis hechos. O sea, industriales. Cada vez tienes más turistas, sobre todo en verano; día sí día también te piden si haces paella y, aunque no sea especialidad, decides ofrecerla a la carta: paella de marisco, arroz negro e incluso caldereta de bogavante congelado. Lo petas. Pierdes la cuenta de las jarras de sangría y los mojitos que servís cada noche.
Sin embargo, unos meses después, la cosa empieza a flaquear. Decides hacer un menú de mediodía económico para tratar de llenar el comedor y rebajas los precios de la carta, pero ni así. Poco después, cuando haces números, ves que ni siquiera cubres gastos. Te ves obligado a echar a media plantilla. El mal ambiente se instala entre el personal y en seguida se traslada a la clientela que empieza a dejar malas reseñas en Trip Advisor. Llega un día que, con el ánimo por los suelos y ahogado por las deudas, cuelgas el cartel de Se traspasa.
El boom del turismo ha convertido Barcelona en un lugar en el que es peligrosamente fácil morir de éxito
He visto abrir docenas de magníficos restaurantes y los he visto morir de éxito al cabo de unos años o incluso meses. Hacer las cosas bien tiene mucho mérito, pero saber mantenerse es la auténtica prueba de fuego para cualquier negocio. Y esto, en buena parte, pasa por no sucumbir a la tentación crematística que conlleva crecer desaforadamente. Tener un negocio donde estés feliz trabajando y puedas hacer feliz a la clientela: en esto reside la auténtica riqueza. Podríamos llamarlo economía a escala humana. Me alegro de que esta sea la apuesta del Paisano.