'Lluna Plena' se puede ver en el Heartbreak Hotel hasta el 2 de junio.

Los ojos de Fujiko

Crónica de la obra teatral 'Lluna Plena', dirigida por Àlex Rigola, y que se puede ver en la sala Heartbreak Hotel, de Sants. Una adaptación de la novela de Aki Shimazaki que trata la situación en la que se encuentra un amor cuando no puede contar con las muletas de los recuerdos. ¿Amas de verdad, cuando no acabas de recordar qué amas?

El ritmo suave, casi de constantes vitales mínimas, un susurro constante y casi molesto. Lluna plena es la adaptación teatral que ha hecho Àlex Rigola de la novela homónima de Aki Shimazaki. Se diría (y se dice) que la cadencia es de haiku, pero un haiku es menos mundano: el tono, eso sí, el volumen y la delicadeza, como las flores rosadas de un sakura (el majestuoso cerezo que acompaña a toda la obra, dejando el resto de escenografía a la imaginación). La sala es pequeña, como ya se sabe, Heartbreak Hotel, teatro y compañía creados por Rigola y que lucha una especie de resistencia escénica heroica (antes había sido almacén y taller) en la frontera entre Sants y L’Hospitalet. Teatro “de proximidad” sería poco: los actores, muy cerca. Los susurros, casi inevitables.

La memoria y la amnesia, y el problema que se crea cuando de un matrimonio ingresado en una residencia uno (Andreu Benito) conserva bastante la memoria y la otra (Lluïsa Castell) cree que habla con su joven prometido. Podría ser un argumento más entregado a la poesía, a las emociones en vena, pero esta exasperante serenidad japonesa transforma este potencial en un planteamiento, a mi gusto, demasiado plano y racional. No puedo hacer spoilers, ni los pretendo hacer: sí puedo hablar de un prisma del relato algo frío dada la carga emocional de la situación. No susurras cuando se te resquebraja el mundo, no te mantienes hierático como una figura de porcelana cuando se te rompe el corazón y a la compañera se le derrite la memoria… y menos cuando, entre recuerdos y olvidos, aparecen pistas sobre infidelidades e hijos que son de quienes no deben ser.

Dicho esto: si la intención era esta, dar un paseo sereno por los dramas del fin de la vida, Benito está de una serenidad exquisita y Castell está algo más conmovida, más expresiva, a pesar de ser ella quien sufre de la mente (o tal vez precisamente por eso se le infantiliza el alma). Pep Munné, el tercero en discordia, está por su parte sombrío como un investigador privado y cargado de una ternura inquietante, el hombre que sí puede recordarlo todo, pero que no tiene por qué contar nada. Miranda Gas, por su parte, hace la función entre narradora omnisciente y muleta en forma de personajes auxiliares que completan el cuadro. La traducción de Mercè Ubach es directa y cruda, ya no como un haiku, sino como la cónica de unos hechos que se nos van deshojando como capas de cebolla. Un espectáculo recogido y lleno de confesiones en la intimidad que hace que olvides que estás en un teatro, más bien te parece estar en un confesionario o en la sala de espera de un hospital donde puedes escuchar la historia (el culebrón) de cada familia. 

La obra está interpretada por Andreu Benito, Luisa Castillo, Miranda Gas y Pep Munné.

Si algo me sabe mal del texto (que no de su adaptación ni de la dirección ni de la interpretación) es que una situación con tanto juego como es la reconstrucción de los caminos de la vida, que permite considerar al Alzheimer algo más que un drama, sino una posible luz en un camino de reconstrucción, un final abierto que pudiera estar lleno de “¿y si…?”, un borrar y volver al empezar, en cambio desemboque en una especie de teatro de líos donde toman demasiado protagonismo (insisto, la culpa es del texto) cosas como quién es el padre o cuánto me amaste. Me interesaría más ver cómo me quieres ahora, cómo te puedo enamorar de nuevo aunque no me recuerdes del todo: escarbar en lo que pasó, por importante que sea, no lo es tanto como la misteriosa luz en los ojos de la joven/vieja Fujiko. Allí está todo.