Frankenstein at Teatre Nacional de Catalunya
© David Ruano / TNC

Frankenstein: el monstruo (no) es el otro

Desalmado, racional, sobrio, histriónico, empático, desconsolado, esperanzador, positivista y nihilista, demasiado explícito y por momentos sutil. Tan cautivador como repulsivo, en la exageración de los gestos descoyuntados que caracterizan a la criatura protagonista. Contradictorio, asimismo, suena el discurso pretendidamente ilustrador que profiere el creador de aquélla, cuya realidad artificial maldice ipso facto, sin darle margen alguno para la celebración de la vida. Así es el Frankenstein que se representa en el Teatre Nacional de Catalunya, en versión de Guillem Morales y bajo la dirección de Carme Portaceli.

Una obra protagonizada por Joel Joan y Àngel Llàcer, que no deja indiferente. Parece buscar el cuerpo a cuerpo, avasalla al espectador con una batería de interrogantes de regusto epocal, que sin embargo revelan miedos atávicos, inquietudes de validez atemporal e inherentes al ser humano: la necesidad de aplacar la actuación indiferente de la naturaleza. Especialmente aquellas manifestaciones que amenazan a la integridad humana, siendo ajenas al control y la estabilidad de la conciencia racional, el órgano que en el sapiens sapiens promueve la autoconservación y lo capacita para la artificiosa creación de una naturaleza segunda.

EL MODERNO PROMETEO

La referencia al “moderno Prometeo” que Mary Shelley concibió a raíz de las escalofriantes veladas compartidas junto a otros célebres literatos, pertenecientes de pleno derecho al movimiento que trascendió como Romanticismo, se dirige menos al monstruo y mucho más al científico que lo idea, y de quien representa una perfecta contrafigura, el Dr. Frankenstein. La puesta en escena del TNC aborda in medias res la cuestión: las ansias de vencer a la muerte, de controlar y perpetuar la vida a través de la tecnología suponen la actualización de ese acto fundacional para el desarrollo de la civilización, como fue el mítico robo del fuego por Prometeo, y posterior entrega a los hombres.

Es sabido que el Titán amigo de los hombres hubo de pagar caro su atrevimiento, que los griegos denominaban hybris. La emancipación del hombre y su salida de la naturaleza -como mero animal por aquélla determinado- propiciaría la cólera de Zeus, que decidió encadenarlo a una roca y someterlo al suplicio de ser devorado (concretamente su hígado, que volvía a crecer a final del día para redoblar el suplicio al siguiente) por un águila. Podríamos pensar que el castigo que implica la rebelión contra los designios divinos, o contra el habitual orden de la naturaleza, son más sutiles en la versión moderna del mito. Pero no es el caso.

EL CIENTÍFICO Y SU SOMBRA

Ni Shelley ni algunas de las primeras variaciones del monstruo de Frankenstein -por supuesto tampoco la presente- dulcifican en exceso la cuestión, dando a entender que el origen del mal no reside en la realidad inmunda de la criatura artificial, que en efecto atemoriza por sus cicatrices y proporciones inusuales. El mal es vivido como constitutivo, vibra ya en el interior de aquel que necesita comprender su propia naturaleza a través del artificioso acto de dar a luz, en el laboratorio y gracias a descargas eléctricas procedentes de rayos, a ese ser otro, sólo aparentemente distinto a sí mismo.

Una de las bazas más poderosas de la versión del mito de Frankenstein que protagonizan Joel Joan y Àngel Llàcer -en el papel del monstruo y del doctor, respectivamente- se halla precisamente en la reciprocidad y complementariedad de sus historias, que llegan incluso a desarrollarse de forma simultánea en escena. En otras ocasiones se despliegan, también, de forma sucesiva, enlazándose a través de elocuentes paralelismos.

La concatenación se enfatiza mediante un maravilloso elemento escénico: una cinta transportadora desplaza a su pesar a los actores hacia la izquierda del escenario, dando pie a una realidad otra, la misma -de hecho- que reúne a creador y criatura. La ingenuidad del recién devuelto a la vida contrasta con el cinismo ilustrado del científico, que pone su saber al servicio de lo instintivo. Como también haría otro investigador ficticio en el mismo siglo, el Dr. Jekyll, para habilitar una vida sin ataduras, la de la criatura inmunda que él mismo es, pócima mediante: Mr. Hyde.

CELEBRACIONES QUE SE INVIERTEN

Mucho antes de ese omega, de plenitud decadente, todavía en los albores de la modernidad celebró Giovanni Pico della Miradola -en un texto que pasa por ser el manifiesto del humanismo, El discurso sobre la dignidad del hombre– la distinción del ser humano con relación al resto de animales: criatura él mismo, sí, pero creada con una naturaleza incompleta. Una naturaleza dotada de la capacidad para completar y determinar libremente su propio ser, sea rebajándose a semejanza de las bestias o elevándose por encima de la materialidad.

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© David Ruano / TNC

La celebración de esta disposición hibrida, camaleónica, parece ignorar la faz menos luminosa del comportamiento humano. Y por supuesto cómo a través del uso del pensamiento, en principio purificador, también se tiende a buscar la promoción y satisfacción de lo más instintivo. Lo instintivo y lo racional, principios a priori antitéticos, no son en el ser humano excluyentes. Como más tarde revelaría un impenitente pensador, profundamente anti-sistemático, colaboran de extraños e imprevisibles modos. Un punto que acentúa esta interesante representación de Frankenstein, al confundir y extrapolar los atributos del creador y la criatura.

Las artes del doctor habilitan una segunda naturaleza, que en principio es inconsciente de sí y perfectamente ingenua. La espantosa imagen que se proyecta a través de Joel Joan, de inquietante expresividad, es a su vez cándida; mientras que los modales e impecable educación del científico, encarnado por Ángel Llàcer, rezuman falsedad. Su actuación es incuestionablemente seria, y meritorio el intento de subversión del registro cómico, por el que es más conocido. La ambigüedad de la metaficción connota también las soberbias prestaciones del Crack, y se pone al servicio de la trama.

EXPLICITAR EL DISCURSO VACÍO

El personaje del científico se ve urgido por la necesidad de atajar lo inexplicable de la muerte que afectó a su madre en el curso del parto de su hermano; hecho que le lleva a la exacerbación del desarrollo tecnológico, al salto mortal del máximo endiosamiento que lo sentenciará. La tiránica determinación del fatum -noción profundamente romántica que a su vez cabe hallar de un modo más primitivo en la noción griega de ananké, hilo invisible que entretejen las moiras– se escenifica magistralmente mediante aquel sencillo recurso escénico, que dinamiza los acontecimientos y azuza la perplejidad en el espectador. Las acciones del científico parecen seguir aquel siniestro aforismo de Franz Kafka, “un pájaro salió en busca de una jaula”. Él solo se precipitará en la maldición, causada por el invento que había de solucionar, precisamente, su angustia originaria.

El monstruo aprende a hablar y a pensar: del bárbaro balbuceo pasa a elaborar reflexiones hamletianas, para las que tampoco el científico tiene respuesta. Y, cuando las tiene, no sabe estar a la altura: que en la naturaleza no hay crueldad ni belleza, que no existe el bien ni el mal, sino que reina la indiferencia -proclama el doctor- es algo que él mismo no asume, de ahí su tendencia a crear vida artificial que complemente y repara los traumas infligidos por la vivencia más natural. Esa indiferencia que Lars von Trier exhibe impudorosamente en la revulsiva y cegadora Anticristo se esboza en la producción del Teatre Nacional.

Pero a diferencia de lo plasmado en la cinta, en la versión teatral (de la problemática reparación del mal sufrido por el protagonista) lo que encontramos eventualmente es un exceso de discurso. Muchas palabras y muy elaboradas, que al ser proferidas retumban altisonantes, al tiempo que ahorran la propia elaboración en el espectador. Minimizan la angustia que ha de despertar un discurso vacío de significado, completamente a-racional. El discurso que no se deja comprender, y que así debiera mostrarse.

LA RISA COMO TANGENTE

El giro es progresivo pero muy evidente, el que revela la transformación del científico en bestia y de la bestia en científico. En este sentido, el cartel que anuncia la obra -hiper-sintomático en la visión especular de ambos personajes, con cicatrices- es un spoiler en toda regla. La actuación de los secundarios es muy convincente, más contenida que la de la dupla protagonista, creador y criatura, reunidos por una común salida de la inocencia que los marca, por la incomprensión de la que son víctima y que propician con indisimulado patetismo. Es una función solemne y trágica, que asimismo habilita un espacio para la risa. Risa taumatúrgica, por ejemplo, en el curso del aprendizaje del informe y entrañable monstruo, y de su reclamación a tener también él una pareja reconstruida de pedazos (como en la obra La novia de Frankenstein, de 1935, secuela de la mítica película protagonizada asimismo por Boris Karloff y dirigida por James Whale).

Pero también -aún más interesante- se da pie a una risa histérica, ante el margen de corrupción que lo caracteriza, como a cualquier ser natural. Es la risa que se siente fuera de lugar, propiciada precisamente por aquello que genera pavor, en la presencia familiar de lo siniestro. Los miedos atávicos son representados con pocos, pero eficaces medios; y, sobre todo, ilustrados con un sinfín de expresiones por parte del monstruo a su pesar, que encarna Joel Joan. Difícil no empatizar con aquel que refleja la incomprensión y la injusticia. Más complejo entender la necesidad que, como al buen Dr. Frankenstein, lleva a la mentalidad racional de nuestra especie a crearlo, a abrazar el artificio tecnológico como solución de la dimensión instintiva, que es simultáneamente repudiada.