En poco más de cuatro kilómetros, haciendo el recorrido a pie, desde la playa de la Mar Bella (donde empieza el paseo marítimo) hasta la altura de Colón, florecen una gran diversidad de propuestas gastronómicas donde el mar es el nexo común entre los fogones y las vistas. Una experiencia deliciosa que el clima de Barcelona permite disfrutar durante casi todo el año.
De norte a sur, nos encontramos en primer término a Can Fisher, situado en el Passeig Marítim barcelonés, a la altura de Poblenou, en la playa del Bogatell. Aquí, el mar se refleja en el pescado y marisco que llega directamente de la lonja cada día para protagonizar arroces o cocciones de piezas enteras en tres estilos: a la sal, a la brasa o a la donostiarra. Siempre tienen en carta joyas como el bacalao confitado con tomate concassé, rossinyols y alioli de hierbas gratinado. En el arroz, también se degusta ese mar, empezando por el fumet de sabor intenso y por los ingredientes que conforman su paella del senyoret, con todo el marisco pelado y un arroz del Delta del Ebro en su punto grenyal.
En la Barceloneta, en la playa del Somorrostro, encontramos otro establecimiento que, con la arena casi a los pies, permite gozar de platillos marineros y de esencia mediterránea, con todo confort: en Sal Mar se puede disfrutar desde unos langostinos crujientes con tártara asiática a unos canónicos mejillones de roca a la marinera. Si el antojo es de arroz, el de chipirones fritos, calamar, pimientos de Padrón y alioli de tinta colmará el deseo.
Y siguiendo el Passeig Marítim, éste finalizará (oh, casualidad) en restaurantes. Sí, justo cuando la playa topa con el Hotel W, en sus bajos encontramos una oferta de restauración y, desde hace poco, también en lo alto del mismo. En el primer caso, el Pez Vela es el protagonista, un restaurante que cuenta con un largo recorrido en la zona y es el preferido de locales y visitantes. En sus mesas, con una panorámica maravillosa de la playa y el mar, pueden desfilar platos sabrosos como el atún rojo a la brasa con berenjena asada, tomate seco y salsa teriyaki, o una lubina frita adobada con soja, jengibre y limón, una interesante alternativa al frito tradicional.
Subiendo 26 pisos del Hotel W, Noxe acoge al comensal que busca exclusividad, ver el mar desde una perspectiva única y maridarlo con buena coctelería. Aquí, los sabores viran hacia Oriente, y más concretamente hacia Japón, con una carta que firma el chef nipón Azumasong y muestra referentes de esa cocina como el trío de tartar (tartar de salmón, pez limón y atún, acompañado de tobiko negro y crema de wasabi), el salmón nanbanzuke (salmón encurtido con verduras agridulces al sake con jengibre y guindilla) o deliciosos sashimis recién cortados.
Aunque, si las alturas son el requisito, justo en el edificio de al lado se encuentra el novísimo Azul del chef Romain Fornell. En este nuevo proyecto, el mar escala hacia las alturas para sentarse a la mesa de un rooftop con tradición marinera modernizada, en un ambiente elegante. Una amplia selección del mar proveniente de lonjas de proximidad: lubina, rodaballo, rape y gambas, también protagonistas de su arroz caldoso con gamba roja y ñora.
En los bajos de este mismo edificio se encuentra otro clásico, Maná75, que muchos comensales locales y visitantes seguramente conocen por sus arroces. Lo que quizás no es tan conocido es que el mar tiene amplia representación en su carta, en forma de guisos: espectacular la cazuelas de mejillones y almejas, o su suquet de pescado y marisco. Buen producto tratado con respeto y cocciones adecuadas, que permiten paladear la materia prima en todo su esplendor.
Las propuestas culinarias se suman a la principal razón para acercarse al Mediterráneo: disfrutar de una ciudad que, hasta hace escasos 30 años, había dejado de mirar al mar
Sin tener el horizonte del Mediterráneo enmarcado en sus ventanales, si nos adentramos en el muelle de España, en la zona del Maremagnum, con esa agua salada como vehículo conductor, encontramos dos propuestas gastronómicas viajeras que llevan el mar a nuestro paladar: Fiske y el recién estrenado Vraba.
Fiske aglutina en una carta versátil dos visiones del mar, el Mediterráneo (a sus pies) y el Báltico, pues clásicos de la cocina escandinava conviven y, en algunos casos, se fusionan con nuestra tradición local. Disfrutar de una sopa fría de cangrejo ahumada con aguacate a la brasa y aceite de chili seguido de una merluza de anzuelo con pil pil de pimientos asados son un ejemplo de esta interesante propuesta, contando con el sonido del repiquetear de los elementos metálicos de los barcos cercanos como banda sonora.
Finalizamos el recorrido en Vraba, que con su llegada antecede a la magnitud que arribará a puerto con la Copa América, uno de los mayores eventos deportivos internacionales. Alojado en la planta superior del America’s Cup Experience, este restaurante encapsula un proyecto al alimón de los chefs Albert Ventura (Coure), en la concepción, y Jordi Vilà (Alkimia) en la ejecución. Piezas de rape, lubina o turbot servidas enteras, junto a platillos como los buñuelos de bacalao con babaganoush o el salmorejo con mojama de bonito dan una idea bastante acertada de que esta cocina apuesta por un trío: tradición (catalana), cocina (marinera) y visión (con guiños a la cocina oriental).
Éstas son ocho razones para invitar al mar a la mesa en una velada de restaurantes. Y a ellas, debería sumarse la principal: disfrutar de una ciudad que, hasta hace escasos 30 años, había dejado de mirar al mar. Es momento de disfrutar del Mediterráneo en todo su esplendor y del talento gastronómico creativo que este litoral atesora.