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ocifera Medea, en la soberbia caracterización de Emma Vilarasau, a diestro y siniestro. El despecho, el rechazo de su amante Jasón -más interesado por la hija de Creonte, Creúsa, con quien ha de casarse- produce una ira que la corroe, y los espectadores han de ser conscientes de ello. Más que resultar dramática, la escena de apertura rezuma patetismo. Sin tiempo para aclimatar oídos se aprieta a fondo la tecla de la expresividad, que provoca un estado de perplejidad; un desajuste entre la implicada en la tragedia y los espectadores, que difícilmente pueden empatizar de inicio. No hay matices en la declamación casi automática y artificiosa, está poseída Medea y así permanecerá, en la progresiva modulación de un discurso que cuando más parece atinar, más desbarra. Aunque la primera tragedia en popularizar su mito fue aquella creada por Eurípides en el 431 a. C., no hay duda de que la impronta de la versión de Séneca, casi 500 años después, está muy presente en la versión de Alberto Conejero y Lluís Pasqual, dirigida por este último en el Teatre Lliure.
La voz de la protagonista retumba y se sobrepone a las de los demás personajes, incluido Creonte, rey de Corinto. No puede ser silenciada su palabra poderosa, recuerda Séneca en su tragedia. Para escenificar el desamparo y paradójico privilegio de la sacerdotisa, la puesta en escena confía en unos recursos mínimos, pero -eso sí- con pasajes de artificio técnico bien empleado: tanto la cortina de agua en inicio y fin, como el estanque de agua que se abre, que surge de la nada bajo los pies de los actores y que permite a Medea materializar la idea más cruel e inaceptable -el dar la muerte a sus propios hijos-, o también pasajes de video que reflejan una Barcelona empantanada, en blanco y negro. Esas visiones fantasmagóricas de la ciudad -muy distinta, afortunadamente, de su aspecto habitual- alternan con la realidad sin porqué de las aves y animales de rapiña, que sobreviven a partir de la destrucción de otras vidas, sin más ley que la del instinto. La figura mítica de Medea, por su conocimiento de la cara oscura del orden natural participa a su pesar de esa deriva sin ley. Y ahí radica su tragedia: el no ser completamente animal -incluso si conoce y participa de los misterios inescrutables de la naturaleza- la torna en culpable, víctima de los principios morales que transgrede y reivindica con igual vehemencia.
La propia actriz entra en calor y se cree el personaje. Sigue siendo incomprensible -poco o nada razonable, en su carrera inspirada- pero el espectador ha apreciado esa interiorización. La exposición total de Vilarasau coincide con el papel de víctima; papel autoimpuesto, que parece escoger Medea contra sus propios intereses. No se conforma con su realidad de extranjera, ni por supuesto tolera la expulsión. Se abisma al castigo de Creonte sabedora de sus artes de hechicera, y quizá confiando en la postrera complicidad del numen, deus ex machina que la salvará para la perplejidad de Jasón, que pierde la que había de ser futura esposa e hijos, por causa de la acción de Medea. Un personaje que no encarna el mal, en sentido maniqueo, pero que en la versión de Pasqual tampoco se dota de psicología moderna. Con lo que la sinrazón que la caracteriza se pone en primer plano, queda en suspensión como la lluvia fina. Un vapor casi poético, pero incómodo. No permite ver a través.
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ocifera Medea, en la soberbia caracterización de Emma Vilarasau, a diestro y siniestro. El despecho, el rechazo de su amante Jasón -más interesado por la hija de Creonte, Creúsa, con quien ha de casarse- produce una ira que la corroe, y los espectadores han de ser conscientes de ello. Más que resultar dramática, la escena de apertura rezuma patetismo. Sin tiempo para aclimatar oídos se aprieta a fondo la tecla de la expresividad, que provoca un estado de perplejidad; un desajuste entre la implicada en la tragedia y los espectadores, que difícilmente pueden empatizar de inicio. No hay matices en la declamación casi automática y artificiosa, está poseída Medea y así permanecerá, en la progresiva modulación de un discurso que cuando más parece atinar, más desbarra. Aunque la primera tragedia en popularizar su mito fue aquella creada por Eurípides en el 431 a. C., no hay duda de que la impronta de la versión de Séneca, casi 500 años después, está muy presente en la versión de Alberto Conejero y Lluís Pasqual, dirigida por este último en el Teatre Lliure.
La voz de la protagonista retumba y se sobrepone a las de los demás personajes, incluido Creonte, rey de Corinto. No puede ser silenciada su palabra poderosa, recuerda Séneca en su tragedia. Para escenificar el desamparo y paradójico privilegio de la sacerdotisa, la puesta en escena confía en unos recursos mínimos, pero -eso sí- con pasajes de artificio técnico bien empleado: tanto la cortina de agua en inicio y fin, como el estanque de agua que se abre, que surge de la nada bajo los pies de los actores y que permite a Medea materializar la idea más cruel e inaceptable -el dar la muerte a sus propios hijos-, o también pasajes de video que reflejan una Barcelona empantanada, en blanco y negro. Esas visiones fantasmagóricas de la ciudad -muy distinta, afortunadamente, de su aspecto habitual- alternan con la realidad sin porqué de las aves y animales de rapiña, que sobreviven a partir de la destrucción de otras vidas, sin más ley que la del instinto. La figura mítica de Medea, por su conocimiento de la cara oscura del orden natural participa a su pesar de esa deriva sin ley. Y ahí radica su tragedia: el no ser completamente animal -incluso si conoce y participa de los misterios inescrutables de la naturaleza- la torna en culpable, víctima de los principios morales que transgrede y reivindica con igual vehemencia.
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