“En la adolescencia descubrí un mundo nuevo cuando escuché por primera vez discos de Marvin Gaye, James Brown, Otis Redding, Ray Charles y, por supuesto, de música jamaicana. Siempre recordaré cómo me cautivó el primer concierto de mi vida, The Skatalites”, razona a pie de barra John Valero, tomándose un carajillo de ron Pujol con hielo, “mi clásico de cada día”, y disfrutando del paisanaje del Bar.
De jovencito, aquellos sonidos lo llevaron directo y sin escalas al mundo subcultural. Trajes tonik, brogues relucientes, camisas de cuadro gingham, Hush Puppies y tirantes; reggae, soul y, por supuesto, la Lambretta: el scooter, como algo más que un medio de transporte. Una autoafirmación. Una forma de vida en la que enseguida tuvo claro que quería quedarse instalado. “Podría ser médico, mecánico, periodista… Pero lo que supe desde aquel primer momento es que yo iba a ser, antes de nada, scooterista”.
Ave nocturna con miles de noches vividas en clubes y allnighters de todo pelaje, este activista del mundo scooterista barcelonés, propietario de la referencial tienda Only Scooter y miembro del veterano Scooter Club Sant Jordi, lleva más de media vida andada y bailada al compás de una música negra que tiene anclada, en sus múltiples formas, en lo más hondo del alma. Sonidos exprimidos en pistas de baile o sobre mil y un escenarios, en su faceta de cantante y showman de soul sesentero de elevado octanaje.
En esta singladura, ha llegado a compartir tablas con el mismísimo Tommy Hunt, soulman de la época dorada al que el parroquiano considera como un hermano del alma: “Necesitaría estar acodado a esta barra muchas horas, para explicar lo que ha significado para mí haber tenido la suerte de conocer a Tommy”. Las primeras dos palabras de esa larga explicación bien podrían ser bonita amistad.
Stompers en la Barcelona del siglo XXI
“La música me ha dado los mejores y más divertidos momento de mi vida. Siempre he tenido mi grupo. El primero, The Peanuts, a finales de los 90. Con ellos hice muchísimos conciertos y, por suerte, la mitad no los recuerdo”, ríe.
—¿Y eso?
—Digamos que teníamos 20 años y digamos, también, que nos iba demasiado la fiesta.
Con su actual banda, The Twisted Wheels, nombre tomado del mítico club de Manchester, uno de los primeros en definir la escena del soul británica en los 60, la cosa es diferente. No se requiere desmemoria de ningún tipo, ante los recitales de este septeto que son, en todo y para todo, memorables fiestas a base de un repertorio propio y un puñado de versiones que rinden pleitesía a la música de baile afroamericana de los 60 y primeros 70. Stompers de ritmo frenético con los que generaciones de bailarines han gastado suela, han sudado hasta el alma y se han enamorado de la vida. “Me siento afortunado de estar ahí con músicos de verdad y de tocar, creo que bien, la música que me apasiona”.
Tras años de rodaje, la banda debuta ahora con un álbum, Soul on fire, de inminente aparición y donde —como no podía ser de otra manera— no han faltado las colaboraciones de amigos como Tommy Hunt o el diseñador, DJ y agitador Txarly Brown, ocupándose del apartado gráfico con su habitual buen criterio. Un disco que refleja el credo de John de “vivir cada nota de esa canción como si fuera la última que escuches, y en ese momento todo el resto desaparece”. Y se toma un segundo, que aprovecha para dar un tiento a su carajillo, antes de rematar: “Para mí, eso es la felicidad”. Y sonríe.
La ciudad de la nostalgia
El parroquiano se crió en Sant Pol de Mar, en el Maresme, pero se mudó a la ciudad en su época universitaria. “Sinceramente, tuve la suerte de pillar una buena época”, rememora a propósito de finales de la década de los 90: “Para un scooterista, y amante de la música negra, Barcelona lo tenía todo: conciertos de ska, reggae o soul todas las semanas, el Zimbabwe de Gràcia, El Barbara Ann de Les Corts, la Sala Garatge, El Jamboree y sus Jam Sessions de los jueves. Podía salir cualquier noche de fiesta y recorrer Barcelona a lomos de mi Lambretta, disfrutar con mis colegas de la música que nos apasionaba”. Suspira. “Fue una época irrepetible”. Vuelve a suspirar.
—¿Y esas exhalaciones?
Se toma un momento para responder, quizás buscando las palabras más adecuadas. “Ocurre que ahora ya no la siento mía, ha cambiado demasiado y siento que me están echando. De esta ciudad estaba enamorado de muchas cosas, pero para mí ahora sólo es un lugar en el que viví mis mejores momentos. Una nostalgia. Y seguro que no soy el único en verlo de este modo. Pero es que la han vendido a ciertos poderes, convirtiéndola en una especie de Disneyworld en el que, dentro de poco, los autóctonos ya no podremos permitirnos vivir”. Y apura su café y ron al tiempo que Paula, su compañera, llega al Bar junto a la hija de ambos. A John Valero le cambia la cara. La felicidad es una buena canción exprimida del todo, sí, pero también es esto, parece estar diciendo.
—Ya que estáis aquí, en familia, ¿os apetecerá almorzar alguna cosa? Tenemos tapas, raciones, repostería. Todo exquisito.
Esa felicidad parece doblarse, como una apuesta ganada contra todo pronóstico.
“Yo soy de comer dulce de siempre”, repone el cantante de los Twisted Wheels, “aunque nunca le hago un feo a una buena ración de bacalao”, añade mirando con deseo una pieza de abadejo a la llauna recién servida a otro parroquiano.