Lo que ha pasado, lo que está ocurriendo en la Biblioteca Nacional con El zoo de vidre, es difícil de describir. Pero se puede empezar diciendo que tiene una apariencia preciosa, conmovedora y llena de significado. Esta vez La Perla 29 ha tirado de su hipersensibilidad escénica y ha demostrado por qué es una garantía de calidad altísima en el panorama teatral de nuestra ciudad: dile ADN Broggi (“todo es bonito”), dile marca de la casa, lo que sucede en esa nave gótica es de una perfección a la que estamos poco acostumbrados y que debemos empezar a considerar un raro privilegio. Ir a ver El zoo de vidre (The Glass Menagerie, de Tennessee Williams) estos días en Barcelona es sentirse exactamente en el lugar del mundo donde todo el mundo debería estar. No lo parece, al principio, lo admito: una familia, una época, una situación… pero es que la que nos tienen guardada, lo que va brotando poco a poco como una exhibición de figuras preciosas, es de las que no se olvidan.
A ver, sí: Clara Moraleda tiene mucha parte de su responsabilidad. Y me explico: la historia es de un patetismo creciente, condicionada por las circunstancias de una familia americana empobrecida tras el crack del 29 y que intenta salvar la dignidad como puede. En concreto, salvar el futuro de los jóvenes Tom y Laura: el primero, un bala perdida que quiere ser poeta, pero que debe trabajar en un almacén para mantener a la familia; ella, una chica soñadora y coja a la que la madre está empeñada en encontrar un pretendiente. De hecho, el pretendiente es el gran hilo argumental de la obra: ese ser mágico, totalmente desconocido, pero que aun así parece que tenga que salvar el futuro de la familia. Una obra que era una contestación de Tennessee Williams contra el exagerado realismo de la dramaturgia de su época, tratando el argumento con un ritmo más parecido al de la memoria (caprichosa, imprevisible) que al de la realidad.
Y es en este contexto que La Perla 29 pone a Roger Torns como Tom, narrando la historia y haciendo un poco de gafe de la obra, y a David Anguera de pretendiente (altamente seductor, cruelmente seductor), pero también nos pone a Laura Conejero de madre (hiperbólica, excesiva, sufridora, controladora, desesperada, impecable) y, sobre todo, a Clara Moraleda de Laura: frágil como su zoo de cristal, adorable, sorprendente, expresiva, ingenua, inconsolable, absolutamente maravillosa hasta el punto de que Williams parece hubiera pensado en Moraleda para ese papel. Y perdonen si ahora mismo no tengo más palabras.
La música del piano (de forma muy central Amapola), junto con la del tocadiscos (una variedad de agridulzores nostálgicas) sublima esta tocada de fibra general, profunda y afilada como una acupuntura, que evidentemente debe su dramatismo al texto, pero en buena parte a la cuidada selección de detalles con la que siempre nos obsequian los perlas. La luz de candelabro que, en un momento dado, se lo lleva todo; la risa histriónica de la madre justo después de identificarse en cada llamada de teléfono; el vestuario tan clavado en los años 30 como los gestos y los posados de los actores; la boca abierta de Clara, de Laura, mirando por la ventana como diciendo qué me han hecho, qué me ha hecho la vida, pero qué me están haciendo; la sencilla centralidad de las figuras de vidrio, la cortina que se agita cuando llega la tormenta, la presentación de la obra con una genial licencia inicial del supuesto narrador, la calle allá al fondo que está, pero no está, la decepción, el mundo que se hunde, de nuevo la boca abierta de la pobre Clara. Laura.
En definitiva, una formidable puesta en escena para un texto elegante y un trasfondo patético, medio retrato de Saint Louis y de la época, medio retrato de todo lo que nosotros seríamos capaces de hacer para sacar adelante a una familia. Cuán barato podemos regalarnos, qué rostro tiene la desesperación, qué forma puede adoptar una caída en picado del espíritu. El espectáculo muestra una deliciosa y equilibrada mezcla entre la dignidad y la indignidad que, en una simple hora y media, humaniza el aire y los muebles y piedras de la nave gótica. Vuelves a casa como una figura de vidrio con el cuerno roto, o con la boca abierta, o con el alma abierta y rota, y sintiéndote afortunado de no poder perdonárselo nunca.