La exposición The Forest, que consta de fotografías de gran formato enmarcadas en las paredes de Can Framis, nos invita a reflexionar sobre los miedos y los deseos que proyectan los jóvenes fotógrafos y fotógrafas hacia el futuro. Se trata de una muestra colaborativa, donde los artistas han trabajado en grupo aportando en cada instantánea. De un modo muy directo, el concepto siempre ha querido estar por encima de las individualidades y otros valores.
Los artistas participantes en la muestra, que se puede visitar hasta el 31 de enero, se presentan con la siguiente carta: “Somos un grupo de fotógrafos y fotógrafas de todo el mundo, miembros de una generación cuya adolescencia y transición a la vida adulta han estado marcadas por un sinfín de acontecimientos que han sacudido los cimientos de nuestra comunidad global. Junto con otros/as jóvenes de Barcelona, de entre 18 y 27 años, nos hemos trasladado a las zonas verdes del Poblenou para articular en un conjunto visual coherente las percepciones y aspiraciones que los miembros de nuestra generación proyectan hacia el futuro. A través de una serie de testimonios e imágenes, el bosque arroja luz sobre un ecosistema de incertidumbre, optimismo y esperanza. Es nuestra respuesta colectiva a la crisis actual que enfrentamos”.
Y esta es la generación de la crisis permanente, de la falta de esperanza y de la falta de perspectiva. Donde todo debe ser inmediato y superficial, poco queda para la reflexión, para la pausa. Poco garantiza vagamente nada. No hay garantías de éxito por ningún lado. La generación vacía del “nos equivocamos al sustituir los libros por la multipantalla”, culpables de la mala educación que han recibido, de sobrevivir a una pandemia, de que sean tratados como mercancía por las grandes marcas, de que se haya mirado a otro lado permanentemente sobre sus problemas, de no creer ni en dogmas ni en la falsa meritocracia, de ser unos idealistas, de querer cambiar el mundo…
Un nuevo estilo posmoderno de lo que llamaríamos una generación perdida, empujados a ser carne de cañón para los discursos populistas y para la precariedad laboral. Tienen que compararse continuamente en redes sociales con todo el mundo. Abrazan un ideal romántico que se les vende exclusivamente a ellos y sufren melancolía por cosas que ni siquiera han vivido.
Y con todos estos clichés, alimentados por medios y voces que olvidan que pese a que muchos se quedaron en el camino, otros lo tuvieron más fácil, atizan el fuego con discursos de odio hacia un colectivo que no merece, al parecer, una voz propia, ni una oportunidad en condiciones ni que se les trate con respeto, lejos de dogmas envejecidos, miradas en blanco y negro y memoria más bien escasa. La mal llamada “generación de cristal” se revuelve en su nicho de autocomplacencia y aúlla a la luna con una mezcla de tristeza, frustración y rabia frente a la injusticia.
Cuando el punto de vista nihilista al que nos empujan ciertos discursos se transforma en algo artístico, siempre hay que celebrarlo
Y, pese a todo, emergen nuevos artistas. Es algo realmente admirable. Cuando el punto de vista nihilista al que nos empujan ciertos discursos amparados en los medios se transforma en algo positivo, algo artístico, siempre hay que celebrarlo. Estamos pues, ante un verdadero acto revolucionario, un nihilismo propositivo, que parte de la desesperación de la incertidumbre vital para crear algo nuevo desde el recelo, sin optimismo, pero guardando una pequeña chispa de esperanza.
Entonces ¿qué cabe esperar de un arte nuevo? ¿Hacia dónde andarán los nuevos fotógrafos cuando ya parece todo dicho y todo visto? En un mundo sobresaturado de imágenes, obrar el milagro de crear una única fotografía que acabe con todas las demás, parece una quimera. Los jóvenes de hoy tienen unos estándares de éxito inalcanzables, alimentados por la sociedad de consumo y las redes sociales que los culpan, a su vez, de no ser capaces de conseguirlos. Así pues, ¿cómo destacar por encima de todo ese ruido? ¿Cómo una gota de agua llama la atención en mitad del océano?
En el arte visual actual es más difícil encontrar un artista único e identificable, y mucho más difícil que trabaje solo y crezca solo. Las redes sociales como Instagram han democratizado la producción de imágenes y han hecho que las tendencias se muevan todas a la vez y en diferentes puntos del mundo.
Esto, que en mayor o en menor medida ha pasado siempre, se ve ahora enfatizado por esa inmediatez rabiosa, por ese empacho de la imagen y por su ya pobre mecanismo de comunicación y su poca eficacia en el discurso.
En plena generación de Tik Tok, la imagen fija ha sido deliberadamente suplantada por la imagen en movimiento. Las redes sociales se nutren de la imagen creando un nuevo lenguaje colectivo. No deben extrañar casos en los que los adolescentes hablan entre sí con emoticonos en vez de hacerlo con palabras.
Los fotógrafos y fotógrafas actuales deben buscar una sensación
No existe un lugar, un país o algo en común donde ir a buscar inspiración. Ya no hay un París, un Berlín o un Tokio. Los artistas acaban en un nicho, fieles a un estilo personal, muchas veces fruto de una mezcla entre sus aciertos y sus defectos, y con sus referentes personales muy exclusivos. Al mismo tiempo, gracias a la viralidad de las redes, un arte popular global se torna más efímero que nunca, muy impactante, pero olvidado o suplantado al instante.
Las cosas no han cambiado, se han acentuado. La búsqueda de referentes se centra en la afinidad a otros o en la diferencia. Los fotógrafos y fotógrafas actuales deben buscar una sensación, algo ágil que compita en el tiempo que les ha tocado vivir, que vaya contra todo el ruido; dos o quizá tres imágenes que no dejen indiferente al que mira. Algo que aleje al espectador del tedio de la representación.
El arte colectivo es una revolución, que por si fuera poco, debe confrontar, también, a la inteligencia artificial con todas sus pulsiones y talentos. Con la inevitable expansión de esta nueva tecnología, y con la era del tecnopopulismo plenamente instaurada, uno no puede entrar dócilmente en esta buena noche. Hay que apuntar con el dedo a todo aquello que huela a humanismo y que nos separe del cerebro sintético, de la máquina que se sirve del diabólico algoritmo para levantar o bajar el pulgar como si de un circo romano se tratara.
La máquina, por ahora, no puede sentir, no puede equivocarse y por lo tanto, todavía no es capaz de tener una firma, una personalidad como autor. Son los pequeños detalles, los vicios, los dejes, las pequeñas preferencias en el encuadre, el capricho con la luz, los errores, las imperfecciones, aquello recurrente, lo que acaba forjando un artista. Ese conjunto acaba siendo, voluntaria o involuntariamente, un estilo.
En esta exposición fotográfica el bosque se presenta como escape, como refugio
El tiempo, como siempre, escribirá, mediante manos interesadas, quién trasciende y quién no. De quién debemos acordarnos y de quién no. Quién merece atención y quién no, y a quién hay que consumir y a quién no. En ese ejercicio de purga se generan una cantidad ingente de descartes y pérdida de talento que acaban en el olvido sin merecerlo.
En esta exposición fotográfica el bosque se presenta como escape, como refugio. Un volver al origen para huir de la civilización. Un lugar de disidencia tecnológica y social; principio y fin de la propuesta. Hay algo de ciclo perenne innato en la naturaleza, de renacimiento y de resurgir. Desde el bosque, podemos reimaginarlo todo y empezar siempre de nuevo.
En el bosque, el tiempo se detiene, la naturaleza gana el control y nos encontramos a nosotros mismos solos, sin artificios y en mitad de aquello que nace y cohabita de un modo silvestre.
Las sombras se contornean y la luz queda tamizada por las hojas de las copas de los árboles. Aparecen nuevas figuras y formas con cada parpadeo. Los artistas se refugian en el bosque como lo hacía John Rambo, huyendo de un mundo que ya no le entiende y con todos sus camaradas muertos; como C. J. McCandless en Hacia rutas salvajes; como aquel que necesita retirarse a ritmo de The Forest de The Cure, para volver a casa con fuerzas renovadas y experiencias que contar.
La exposición está conformada por el proyecto colaborativo de los artistas y curadores Francesca Bari, Li Bing, Paolo Buso, Fabio Di Pietrantonio, Shabnam Ferdowski, Daniela León, Patrick Martin, Paula Mateu, Seok Park, Daniela Portillo, Felix Razum, Charlotte Rühl, Sukriti Singh y Bartosz Sobolewski. El proyecto está dirigido por Pedro Vicente y tutelado por Natasha Christia, Iván Hugo, Elena Olcina y Pedro Vicente.