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udyard Kipling, el autor de El libro de la selva, falleció un 18 de enero. Quince días antes, había afirmado no tener miedo a la muerte. Una revista se hizo eco de sus declaraciones, pero de manera un tanto peculiar. Sin ir más lejos, anunció por anticipado el óbito, para sorpresa del presuntamente implicado. «Acabo de leer que he muerto. No olviden dar de baja mi suscripción». Por absurda que suene la respuesta, en realidad es de una lógica abrumadora. ¿Cómo mantener el vínculo con una publicación que asegura que el suscriptor ha dejado de estar vivo, y por tanto no está en situación de poder leerla? Por no hablar de la escasa fiabilidad de las noticias que el medio en cuestión refiere.
Recientemente, ha causado cierto revuelo la noticia de un preso que, habiendo sido considerado muerto, despertó en la morgue, a punto de ser sometido a autopsia. Excepcional y terrorífica, la situación.
El comentario socarrón de Kipling data de 1936, y desde entonces se han dado no pocos casos de fallecidos que retornan a la vida. Recientemente, ha
causado cierto revuelo la noticia de un preso que, habiendo sido considerado muerto, despertó en la morgue, a punto de ser sometido a autopsia. Excepcional y terrorífica, la situación se ha descrito como traumática para el protagonista y, seguramente (podemos especular, sin miedo a errar) para quien apercibió movimiento y sonidos en un cuerpo inerte. Descubrimiento siniestro que el fantasma (como arquetipo) ilustra ejemplarmente.
REALIDADES DEL FANTASMA
Un ser que es un no-ser, el espíritu de alguien que no se ha ido del todo para amenazar a los vivos o recordarles la posibilidad del final, que inevitablemente les atañe. O, si acaso, con su paradójica realidad. En Carretera perdida (1997), de David Lynch, el hombre cadavérico que maneja los hilos de la ficción se halla en dos lugares al mismo tiempo, porque de hecho no está en ninguno, porque no es de este mundo.
Un ser que es un no-ser, el espíritu de alguien que no se ha ido del todo recuerda la posibilidad del final.
El morbo que suscitan las películas de terror hay que entenderlo como una aproximación controlada a la violencia extrema, y en suma al misterio final de la vida. La aproximación se realiza en condiciones de laboratorio, sin riesgo a padecer «realmente» daños irreversibles. Una tendencia que no es solo epocal. Cabe hallar sus raíces en los orígenes del género cinematográfico, cuya quintaesencia se recrea en la posibilidad de hacer visible lo invisible, en dotar de realidad a la sombra, y dar protagonismo a las criaturas de la noche. El éxito de las películas de vampiros, ya en las primeras décadas del cine, manifiesta y sublima una inquietud atávica, que como tal trasciende los tiempos. Podemos recordar al Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, criatura de un magnetismo horripilante, o pensar en Vampyr, la más refinada y metafísica versión del director danés C. T. Dreyer.
VER CUERPOS TRASLÚCIDOS
En aquella cinta de 1932 no solo se narra la letal actividad de una bruja vampira, sino que el espectador asiste a uno de los desdoblamientos más fascinantes de la historia del cine. A través de la técnica de la doble exposición, se desprende del cuerpo una apariencia traslúcida. El joven cazavampiros, afectado por la pérdida de sangre tras una transfusión, pierde el conocimiento y sale de sí, para asistir a su propio funeral. Registra desde dentro del sarcófago los preparativos, con la mirada perdida. Y la cámara (que son sus inoperativos ojos) plasma en contrapicado todo el paisaje que discurre en el trayecto al camposanto: cómo cruza el umbral de la puerta, las copas de los árboles batiéndose, las campanas de la iglesia que suenan y el sagrado edificio quedando atrás.
La cámara plasma en contrapicado todo el paisaje que discurre en el trayecto al camposanto.
Tras lo cual, el protagonista, sentado en el mismo banco en el que se desvaneció, recobra la conciencia. La ambigüedad narrativa es maravillosa e inquietante, porque la visión del muerto, aun improbable, se torna cinematográficamente posible. Clint Eastwood, con una sensibilidad más próxima a la actual, quiso narrar en Hereafter (2010) la posibilidad de una vida después de la muerte, que el protagonista puede percibir. El retorno de muchos que han estado a las puertas de la muerte, dotados de informaciones acerca de sus familiares previamente fallecidos, que en modo alguno podrían saber, alienta los rumores de la existencia de una luz al final, en que confluirían las vidas todas sin distinción de tiempo.
ALGUNAS FRASES ÚLTIMAS
Desde aquí parece esencialmente complejo confirmar aquel extremo, y algunas situaciones jocosas asimismo cuestionan semejante trascendencia. Sócrates confesó no saber nada de lo que le esperaba, una vez muerto. Con todo, su última intervención, tras beber cicuta y aún esperando su efecto, merece ser recordada: «Acuérdate, Critón, de entregar el gallo que debemos a Asclepio». Al dios de la salud se dará la ofrenda, para cumplir con una deuda o ganarse su beneplácito. Este sorprendente final, que Platón transcribe en el Fedón, contrasta con la sentencia que transcribe en la temprana Apología de Sócrates, no menos memorable: «Es hora ya de marchar, yo a morir y vosotros a vivir, quién se dirige a un lugar mejor es algo desconocido, excepto para el dios».
«¿Me estoy muriendo, o es que es mi cumpleaños?»
Muchas son las «últimas frases» que revelan una extrañeza inspirada. Se cuenta que cuando Lady Astor, amiga íntima de George Bernard Shaw, se encontraba postrada en su lecho de muerte, despertó una última vez, y preguntó a los muchos presentes: «¿Me estoy muriendo, o es que es mi cumpleaños?». Pregunta retórica, desatino justificado o broma final, lo fascinante de la anécdota es que diluye oníricamente las fronteras que deslindan lo que se sabe y lo que no se sabe en relación con la vida y, sobre todo, con la muerte.
Sabemos, en este sentido, que el pobre Segismundo confundió el artificio de su cárcel con la aparente ficción de la vida palaciega. Su despertar a la realidad es procesado necesariamente como engaño, lo cual puede entenderse como una invitación a pensar más allá de la razón, y conceder que no hay menos realidad en el sueño que en el estado de conciencia, en la vigilia. Por eso suena oportuna la ensoñadora melodía «You Only Live Twice» de Nancy Sinatra, que precisa que son dos las vidas que nos toca vivir, «one life for yourself, and one for your dreams».
CUANDO EL FINAL ES EL PRINCIPIO
Aún más inspiradora es la hipótesis que una película como La llegada (2016) de Denis Villeneuve, pone sobre la mesa. Hipótesis relativa a cómo pasa el tiempo para el ser humano. Quizá solo para nosotros acontece la vida de forma lineal, con un pasado y un futuro, un antes y un después. Podría ser que otras formas de vida gestionaran el tiempo de manera circular, o a través de una simultaneidad que no distingue «espacialmente» pasado de futuro. Al acercarse a los que han llegado del espacio exterior, la protagonista de aquella película vive materialmente experiencias del pasado (que ni siquiera recordaba) y en un momento decisivo de la trama encuentra la respuesta en el futuro, que aún no ha acontecido.
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udyard Kipling, el autor de El libro de la selva, falleció un 18 de enero. Quince días antes, había afirmado no tener miedo a la muerte. Una revista se hizo eco de sus declaraciones, pero de manera un tanto peculiar. Sin ir más lejos, anunció por anticipado el óbito, para sorpresa del presuntamente implicado. «Acabo de leer que he muerto. No olviden dar de baja mi suscripción». Por absurda que suene la respuesta, en realidad es de una lógica abrumadora. ¿Cómo mantener el vínculo con una publicación que asegura que el suscriptor ha dejado de estar vivo, y por tanto no está en situación de poder leerla? Por no hablar de la escasa fiabilidad de las noticias que el medio en cuestión refiere.
Recientemente, ha causado cierto revuelo la noticia de un preso que, habiendo sido considerado muerto, despertó en la morgue, a punto de ser sometido a autopsia. Excepcional y terrorífica, la situación.
El comentario socarrón de Kipling data de 1936, y desde entonces se han dado no pocos casos de fallecidos que retornan a la vida. Recientemente, ha
causado cierto revuelo la noticia de un preso que, habiendo sido considerado muerto, despertó en la morgue, a punto de ser sometido a autopsia. Excepcional y terrorífica, la situación se ha descrito como traumática para el protagonista y, seguramente (podemos especular, sin miedo a errar) para quien apercibió movimiento y sonidos en un cuerpo inerte. Descubrimiento siniestro que el fantasma (como arquetipo) ilustra ejemplarmente.
REALIDADES DEL FANTASMA
Un ser que es un no-ser, el espíritu de alguien que no se ha ido del todo para amenazar a los vivos o recordarles la posibilidad del final, que inevitablemente les atañe. O, si acaso, con su paradójica realidad. En Carretera perdida (1997), de David Lynch, el hombre cadavérico que maneja los hilos de la ficción se halla en dos lugares al mismo tiempo, porque de hecho no está en ninguno, porque no es de este mundo.
Un ser que es un no-ser, el espíritu de alguien que no se ha ido del todo recuerda la posibilidad del final.
El morbo que suscitan las películas de terror hay que entenderlo como una aproximación controlada a la violencia extrema, y en suma al misterio final de la vida. La aproximación se realiza en condiciones de laboratorio, sin riesgo a padecer «realmente» daños irreversibles. Una tendencia que no es solo epocal. Cabe hallar sus raíces en los orígenes del género cinematográfico, cuya quintaesencia se recrea en la posibilidad de hacer visible lo invisible, en dotar de realidad a la sombra, y dar protagonismo a las criaturas de la noche. El éxito de las películas de vampiros, ya en las primeras décadas del cine, manifiesta y sublima una inquietud atávica, que como tal trasciende los tiempos. Podemos recordar al Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, criatura de un magnetismo horripilante, o pensar en Vampyr, la más refinada y metafísica versión del director danés C. T. Dreyer.
VER CUERPOS TRASLÚCIDOS
En aquella cinta de 1932 no solo se narra la letal actividad de una bruja vampira, sino que el espectador asiste a uno de los desdoblamientos más fascinantes de la historia del cine. A través de la técnica de la doble exposición, se desprende del cuerpo una apariencia traslúcida. El joven cazavampiros, afectado por la pérdida de sangre tras una transfusión, pierde el conocimiento y sale de sí, para asistir a su propio funeral. Registra desde dentro del sarcófago los preparativos, con la mirada perdida. Y la cámara (que son sus inoperativos ojos) plasma en contrapicado todo el paisaje que discurre en el trayecto al camposanto: cómo cruza el umbral de la puerta, las copas de los árboles batiéndose, las campanas de la iglesia que suenan y el sagrado edificio quedando atrás.
La cámara plasma en contrapicado todo el paisaje que discurre en el trayecto al camposanto.
Tras lo cual, el protagonista, sentado en el mismo banco en el que se desvaneció, recobra la conciencia. La ambigüedad narrativa es maravillosa e inquietante, porque la visión del muerto, aun improbable, se torna cinematográficamente posible. Clint Eastwood, con una sensibilidad más próxima a la actual, quiso narrar en Hereafter (2010) la posibilidad de una vida después de la muerte, que el protagonista puede percibir. El retorno de muchos que han estado a las puertas de la muerte, dotados de informaciones acerca de sus familiares previamente fallecidos, que en modo alguno podrían saber, alienta los rumores de la existencia de una luz al final, en que confluirían las vidas todas sin distinción de tiempo.
ALGUNAS FRASES ÚLTIMAS
Desde aquí parece esencialmente complejo confirmar aquel extremo, y algunas situaciones jocosas asimismo cuestionan semejante trascendencia. Sócrates confesó no saber nada de lo que le esperaba, una vez muerto. Con todo, su última intervención, tras beber cicuta y aún esperando su efecto, merece ser recordada: «Acuérdate, Critón, de entregar el gallo que debemos a Asclepio». Al dios de la salud se dará la ofrenda, para cumplir con una deuda o ganarse su beneplácito. Este sorprendente final, que Platón transcribe en el Fedón, contrasta con la sentencia que transcribe en la temprana Apología de Sócrates, no menos memorable: «Es hora ya de marchar, yo a morir y vosotros a vivir, quién se dirige a un lugar mejor es algo desconocido, excepto para el dios».
«¿Me estoy muriendo, o es que es mi cumpleaños?»
Muchas son las «últimas frases» que revelan una extrañeza inspirada. Se cuenta que cuando Lady Astor, amiga íntima de George Bernard Shaw, se encontraba postrada en su lecho de muerte, despertó una última vez, y preguntó a los muchos presentes: «¿Me estoy muriendo, o es que es mi cumpleaños?». Pregunta retórica, desatino justificado o broma final, lo fascinante de la anécdota es que diluye oníricamente las fronteras que deslindan lo que se sabe y lo que no se sabe en relación con la vida y, sobre todo, con la muerte.
Sabemos, en este sentido, que el pobre Segismundo confundió el artificio de su cárcel con la aparente ficción de la vida palaciega. Su despertar a la realidad es procesado necesariamente como engaño, lo cual puede entenderse como una invitación a pensar más allá de la razón, y conceder que no hay menos realidad en el sueño que en el estado de conciencia, en la vigilia. Por eso suena oportuna la ensoñadora melodía «You Only Live Twice» de Nancy Sinatra, que precisa que son dos las vidas que nos toca vivir, «one life for yourself, and one for your dreams».
CUANDO EL FINAL ES EL PRINCIPIO
Aún más inspiradora es la hipótesis que una película como La llegada (2016) de Denis Villeneuve, pone sobre la mesa. Hipótesis relativa a cómo pasa el tiempo para el ser humano. Quizá solo para nosotros acontece la vida de forma lineal, con un pasado y un futuro, un antes y un después. Podría ser que otras formas de vida gestionaran el tiempo de manera circular, o a través de una simultaneidad que no distingue «espacialmente» pasado de futuro. Al acercarse a los que han llegado del espacio exterior, la protagonista de aquella película vive materialmente experiencias del pasado (que ni siquiera recordaba) y en un momento decisivo de la trama encuentra la respuesta en el futuro, que aún no ha acontecido.