Se toma un respiro de una actividad para la que, en términos de horarios, se define como “bastante germánico, aunque en cuanto a capacidad de concentración y rendimiento, soy 100% mediterráneo”. Con su voz grave, casi radiofónica, pide una cerveza, “una mediana o una caña, Cruzcampo o triple IPA, lo que haiga”. Lleva varios paquetes cuadrados dentro de los que hay discos, listos para salir hacia sus nuevos hogares. Se acoda a la barra y algunos parroquianos —conocedores de su peculiar sentido del humor, combinado con un profundo amor y conocimiento por esa música que le da la vida— se le acercan para charlar y echar unas risas.
“Mi historia, en lo que a vivencias y currículum se refiere, no tiene mucho interés. Mis aspiraciones a nivel existencial son muy modestas: con parecer extranjero me basta”, explica —carcajada mediante— Enric Bosser, fundador y factótum del sello discográfico Penniman Records, dedicado a la repesca, a través de cuidadas reediciones o apostando por bandas actuales, de los sonidos rocanroleros y rhythmandblueseros de los 50 y 60, sin desdeñar el Punk Rock de los 70, un estilo que también ha marcado su trayectoria sobre los escenarios como integrante de la mítica banda The Meows, verdadera institución de ese estilo en Barcelona.
Así, desde su pequeña oficina en el corazón de Sant Antoni, este barcelonés ha lanzado discos de bandas actuales como los catalanes The Excitements, los gallegos The Limboos o el estadounidense Greg Prevost, pero, a la vez, ha recuperado impagables grabaciones de artistas tan diversos como Downliner’s Sect, Ike Turner, Fun Things, Mikey Baker o su adorado Bo Diddley. “Con los años, he conseguido que el equipo de colaboradores de Penniman esté formado única y exclusivamente por fans de Bo Diddley. No existe ningún otro caso conocido en el mundo”, se enorgullece.
Cabe destacar, también, la edición en castellano de Oooh My Soul, de Charles White, la demoledora biografía del legendario Little Richard, cuyo verdadero nombre era Richard Penniman. ¿Se fijan? Su apellido da nombre al sello, lo que se antoja como total declaración de principios: “Mi situación actual es fruto de una suma de no-decisiones y de años ciñéndome a lo que en jerga científica se denomina hacer un poco lo que te dé la gana”, remata.
Una vida medida en revoluciones por minuto
Para entender la pasión con la que encara su trabajo, a Enric Bosser sólo hace falta preguntarle por lo que anda haciendo actualmente. Atiendan:
“Le estamos dando los últimos retoques a un recopilatorio de singles en solitario de Hound Dog Taylor, un bluesman del Mississippi que, como tantos otros, se mudó a Chicago para ganarse la vida. Colaboró con muchos artistas de la escudería Chess, pero no fue redescubierto o reivindicado hasta los años 70. Además de usar peluca y tocar una guitarra japonesa de plástico conectada a un amplificador reventado, tenía seis dedos en la mano izquierda. El dedo extra no era gran cosa, una suerte de meñique tipo percebe, pero le permitía ponerse el slide y disponer de los otros cinco para hacer sus movidas. Preparando el disco, descubrí que nació con un dedo de más también en la mano derecha, lo cual tiene su lógica, pero se lo autoamputó con una navaja durante una noche de borrachera”. Mal, desde luego, no lo pasa.
— ¿Y cómo empezó toda esta pasión tuya?
— Empecé en esto de los discos a finales de los 80, trabajando en Disco 100, en la calle Escorial. El curro me lo consiguió mi madre cuando yo tenía 15 o 16 años. Supo ver a tiempo que no me convertiría en el próximo Ramón y Cajal.
Hoy todavía se sigue asombrando “de haber podido trabajar con artistas que admiro, en algunos casos incluso ídolos de mi adolescencia. Tratar con fulanos de otro continente que casi te doblan la edad y que, sin conocerte de nada, se involucran en proyectos que no llevan a ninguna parte, y que además te lo dan todo sin firmar ni un papel es, cuando menos, entrañable”.
Lo que ocurre por debajo de Gran Via
“Barna me mola, estoy a gusto y la piloto, pero no estoy enamorado de la ciudad ni me siento insultado cuando alguien se cisca en ella”, explica Enric, quien asegura entender “a los que, al instalarse aquí sienten, como algunos afirman, que la ciudad los escupe”.
Hay varios períodos de la historia de la ciudad que le interesan y atraen, aunque advierte: “Tampoco soy Robert Hughes”. Por destacar un par del siglo pasado cita: “La Barcelona de la segunda mitad de los 70, a partir de las seis de la tarde y de Gran Via para abajo, y la Barcelona de los años veinte, la del millón de habitantes, la de los tiempos del Ateneu con Pla, Sagarra padre y compañía. Ésos —y pronuncia esto con una risotada gutural de las que se contagian— sí eran catalanes que hacían cosas”.
El parroquiano pide otra cerveza. Su hija y vivo retrato, Nora, llega al bar junto con Mar, madre de la criatura y auténtica partner in crime de Enric. En la radio suena alguna ignota atrocidad AOR, pero él pide dejarla encendida: “Paso muchas horas escuchando R&B, Garage y Punk ratonero en la oficina, miles, así que un ratillo de AOR hasta se agradece. Para desgrasar un poquillo, ya tú sabes”.
— Y, hablando de desgrasar, ¿querrás comer algo? ¿Mirar el menú? ¿Alguna ración?
— Lo que sea —replica, volviendo a asomar una sonrisa burlona—. Elige tú, yo soy como el container marrón.