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“Tokio es una colección de poblados”, definió el escritor Junichiro Tanizaki, autor entre otras obras de El elogio de la sombra.
Pero, como un pulpo que extiende sus tentáculos, las múltiples redes de tren se completan con una red de metro de doce líneas y en su conjunto cuentan con más de ocho millones de usuarios diarios. Aquí es habitual que todo gire alrededor de los raíles. Los toquiotas emplean un promedio de dos horas diarias en algún tren para ir de casa al trabajo, al colegio, de compras o a los parques, como el más famoso en Ueno, cuando llega la fiesta del Sakura y todos van de picnic a ver los cerezos en flor. Impresiona al visitante el orden con que se mueve la masa humana, por ejemplo, en la estación del barrio de Shinjuku —donde hay un hormiguero de rascacielos edificados con sistemas antisísmicos y la sede del gobierno metropolitano—, el orden y el relativo silencio con que todo discurre entre andenes y pasillos. Sorprende, además, la limpieza casi total de lugares tan concurridos. Barrios como Shibuya, uno de los preferidos de la gente joven, cuentan con el monumento al célebre perro Hachiko, punto obligado para encontrarse, que murió en el lugar al no moverse esperando el regreso de su amo.
La antigua Edo, el actual Tokio, que significa ‘capital del este’, surgió cuando en 1868 la corte imperial se trasladó de Miako, la actual Kioto, hasta la orilla este de la gran bahía que, como una concha, abraza las aguas de esa zona del océano Pacífico
Al salir de cualquiera de las decenas de salidas que tienen las grandes estaciones, algunas de ellas con acceso directos a grandes cadenas comerciales, hay siempre un hormiguero de pequeñas tiendas y restaurantes de toda índole. O las paradas de taxis en las que el conductor acostumbra a conducir con guantes blancos, la puerta se abre automáticamente y en el respaldo hay encajes de hilo blanco. Bajo los puentes del ferrocarril se hacen las mejores degustaciones de yakitori (pincho), sushi, shashimi, sukiyaki o udon y sobas, entre las variadas formas de preparar fideos, todo ello acompañado de buenos sakes, que aquí se toman tibios, o cervezas. Sin olvidar en el plano gastronómico la oferta de todo tipo de cocina, cuyos platos casi siempre están expuestos en los escaparates de los restaurantes con replicas en plástico idénticas a las que el comensal degustará. Y siempre pendientes de no perder el último metro o tren, antes de llegar a la estación de destino, en la que el problema es encontrar la bicicleta para llegar hasta el hogar, en función de cuál sea el grado de alcohol que haya aguantado el cuerpo tras la larga jornada laboral. Baño en el furo, con agua casi hirviendo, y a primera hora de la mañana siguiente preparados para repetir el recorrido en tren. Así es la vida para millones de habitantes del gran Tokio, que cubre casi medio arco de la bahía, desde Yokohama, en el sur, hasta Chiba, hacia el oeste.
La antigua Edo, el actual Tokio, que significa ‘capital del este’, surgió cuando en 1868 la corte imperial se trasladó de Miako, la actual Kioto, hasta la orilla este de la gran bahía que, como una concha, abraza las aguas de esa zona del océano Pacífico. Una bahía a la que llegaron los barcos de guerra del comodoro Perry, cuando la naciente potencia colonial de Estados Unidos comenzó a imponer sus reglas en medio mundo. Así acabó el shogunato feudal de los Tokugawa para dar paso a la modernización del país, durante la era del emperador Meiji, origen del continuado crecimiento de la urbe japonesa.
Desde la estación de Tokio comenzó el desarrollo de una de las redes ferroviarias más complejas del mundo hacia el resto del país —el Shinkansen, el tren bala, funciona en Japón desde 1964—, pero también la red de tren metropolitano circular, la línea Yamanote, que fue uniendo zonas donde los poblados se transformaban en ciudades dentro de la gran urbe
Fue a partir del recinto del palacio Imperial donde vive el emperador y su corte, un oasis de jardines amurallados protegidos por fosos de agua, que comenzó a crecer una ciudad sin centro, pero en forma de círculos, como el tronco de un gran cedro por el que fueron extendiéndose los barrios. A finales del siglo XIX de nuestra era —en Japón los años se cuentan en función de las eras de cada emperador— Tokio era ya una ciudad con tres millones de habitantes, relativamente abierta a las influencias extranjeras, tras varios siglos de cerrojo, con influencia europea en aquella revolución industrial que daría origen al imperio económico japonés. Cercano a la gran explanada, en la entrada principal del palacio, se construyó la estación de ferrocarril de Tokio y a su alrededor, el barrio de Maronouchi para albergar la administración y las principales sedes de pujantes empresas. Es una zona que actualmente conserva su esencia con la Dieta, el parlamento, y la residencia del primer ministro. Al igual que sedes bancarias, centros comerciales y el emblemático hotel Imperial, aún foro de acontecimiento sociales de élite. Desde la estación de Tokio comenzó el desarrollo de una de las redes ferroviarias más complejas del mundo hacia el resto del país —el Shinkansen, el tren bala, funciona en Japón desde 1964—, pero también la red de tren metropolitano circular, la línea Yamanote, que fue uniendo zonas donde los poblados se transformaban en ciudades dentro de la gran urbe: Akihabara, Ueno, Otsuku, Shinjuko, Harjuko, Shibuya, Meguro, Kita-Shinabara, Hamucho y Shimbashi, por citar las más importantes.
No todo es trabajo para los toquiotas, aunque la presión por la competitividad es norma de vida. Cuando llega el domingo, pues continúa siendo bastante normal trabajar al menos los sábados por la mañana, es el día para ir a las compras —al barrio de Akihabara, si se buscan las últimas novedades en el último grito tecnológico—, de ocio o, simplemente, para quedarse en casa a descansar. Tokio ofrece para el ocio varios espacios de extensos parques. En algunos, como el Yoyogi —donde se modernizan instalaciones olímpicas del 1964 para los próximo JJOO del 2020, además de otras nuevas— está garantizado el espectáculo. Aquí cada cual puede montar sus números de música, bailes o le que le apetezca para descargar la adrenalina acumulada a lo largo de la semana. Junto al lado de Yoyogi hay los jardines y el templo Meiji, de colosales proporciones y recinto de paz para la tranquilidad del espíritu. Buen lugar para contemplar bodas o paseos de bellas japonesas vestidas con tradicionales kimonos. Y, en materia de templos, que uno encuentra en muchos barrios ya sean dedicados al sintoísmo, la religión propia japonesa, o al budismo, no hay que perderse una visita al templo Kannon, donde los japoneses se purifican con humo desprendido por el incienso, tras cruzar la avenida rebosante de tiendas de recuerdos, entre abanicos, galletas o sombrillas. Para los japoneses es casi obligatorio acudir a un templo el día de Año Nuevo a comprar una flecha para echar a la hoguera y pedir un deseo para el año que comienza. Y en ello no rige el “año de la era imperial”, si no el del calendario universal gregoriano.
Asistir a una representación de kabuki, el teatro nacional japonés, es otra forma de visualizar la cultura popular con sus actores masculinos, interpreten o no papeles femeninos. Las representaciones duran horas a lo largo del día y los espectadores gritan, aplauden o comen en función de sus estímulos. Y para los más exquisitos existe el teatro Nô, donde la acción de mover un brazo, por ejemplo, puede tardar varios minutos en medio de un silencio sepulcral. Entre las curiosidades toquiotas hay el mercado del Tsukiji, la mayor lonja de pescado del mundo, donde el vaho de los atunes congelados —algunas piezas se subastan hasta por decenas de miles de euros— y la variedad de pescados y mariscos forman parte del espectáculo. Hay que ir de madrugada y dispuesto a ser zarandeados por los compradores profesionales que no siempre comparten los gustos del intruso visitante. Un mercado en vías de extinción porque está en proceso de traslado para dar paso a instalaciones olímpicas. También recomiendo una visita al museo Nacional de Tokio, el más antiguo del país situado en el parque de Ueno como una introducción a la sofisticada cultura japonesa. Y, para entender mejor el conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial, hay que visitar el santuario sintoísta Yasukini, donde honran a los soldados muertos en la contienda —con polémica continua por incluir a quienes fueron condenados y ejecutados como criminales de guerra— así como el museo adjunto, donde hay incluso una estatua a la figura del kamikaze.
Para vivir en Tokio es mejor no ser propenso a enfermedades cardiovasculares. Porque las sacudidas de movimientos sísmicos son frecuentes. Si es de día y te pillan en la calle o en el tren, muchas veces ni se notan. Pero de noche, cuando las sacudidas son verticales o empieza a temblar la cristalería en el armario, es mejor encomendarse a Dios, o Buda
Cruzar el puente del Arco Iris es adentrarse hacia el centro de la bahía de Tokio, donde la ingeniería ha ganado terreno al mar en Odaiba. Allí, como en una isla en medio de la bahía, se respira el aire marino en medio de centros comerciales y un verdadero panel de restaurantes, bares y discotecas. Para los jóvenes toquiotas equivale a la última frontera de la modernidad. Y, para una de las mejores vistas de la inalcanzable visión de la metrópolis toquiota, nada mejor que subir hasta la última planta de Roppongi Hills, uno de los barrios clásicos de ocio nocturno, desde cuyo mirador-restaurante puede contemplarse, si la polución lo permite, la cumbre nevada del monte Fuji, icono nacional de Japón.
Para vivir en Tokio es mejor no ser propenso a enfermedades cardiovasculares. Porque las sacudidas de movimientos sísmicos son frecuentes. Si es de día y te pillan en la calle o en el tren, muchas veces ni se notan. Pero de noche, cuando las sacudidas son verticales o empieza a temblar la cristalería en el armario, es mejor encomendarse a Dios, o Buda. Al final uno se acostumbra, aunque no deja de recordar que la urbe se encuentra en plena falla tectónica y que en el terrible terremoto de 1923 hubo más de 140.000 muertos, entre ellos las víctimas de los incendios provocados por el seísmo en una ciudad donde casi todas las casas eran de madera. Fue una destrucción por fuego análoga a la que sufrieron los toquiotas con los intensos bombardeos estadounidenses durante la última etapa de la Segunda Guerra Mundial, antes de poner punto y final al imperialismo bélico japonés con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Fue entonces cuando los japoneses escucharon por vez primera la voz del emperador Hirohito, al que consideraban un ser celestial, leyendo en la radio pública NHK el comunicado de rendición. De aquellas cenizas y del tesón de los japoneses surgió la reconstrucción de Tokio.
Al no existir nombres de calles, excepto para grandes avenidas, moverse en Tokio entre sus callejuelas marcadas por chome —pequeño distrito— y los números de las casas es una experiencia que desarrolla la memoria visual. Una gasolinera, un pequeño supermercado, una tienda de moda o una librería siempre son referencias a la hora de hallar una dirección. Cuando te invitan a una casa siempre va acompañado de un minimapa con la estación de metro y las referencias que encontrarás antes de llegar, si lo consigues. Siempre puedes preguntar, aunque tus conocimientos del idioma sean precarios y hallarás varias personas dispuestas a ayudarte, aunque a veces con indicaciones contradictorias. Tokio, donde por haber de todo hay incluso una reproducción idéntica a la Torre Eiffel parisina, es una ciudad de ciudades, de tantos contrastes tan peculiares que no deja indiferente a nadie. Tokio enamora, o no, pero siempre sorprende. Es un poco un viaje a lo que podría ser, casi, otro planeta.
“Tokio es una colección de poblados”, definió el escritor Junichiro Tanizaki, autor entre otras obras de El elogio de la sombra.
Pero, como un pulpo que extiende sus tentáculos, las múltiples redes de tren se completan con una red de metro de doce líneas y en su conjunto cuentan con más de ocho millones de usuarios diarios. Aquí es habitual que todo gire alrededor de los raíles. Los toquiotas emplean un promedio de dos horas diarias en algún tren para ir de casa al trabajo, al colegio, de compras o a los parques, como el más famoso en Ueno, cuando llega la fiesta del Sakura y todos van de picnic a ver los cerezos en flor. Impresiona al visitante el orden con que se mueve la masa humana, por ejemplo, en la estación del barrio de Shinjuku —donde hay un hormiguero de rascacielos edificados con sistemas antisísmicos y la sede del gobierno metropolitano—, el orden y el relativo silencio con que todo discurre entre andenes y pasillos. Sorprende, además, la limpieza casi total de lugares tan concurridos. Barrios como Shibuya, uno de los preferidos de la gente joven, cuentan con el monumento al célebre perro Hachiko, punto obligado para encontrarse, que murió en el lugar al no moverse esperando el regreso de su amo.
La antigua Edo, el actual Tokio, que significa ‘capital del este’, surgió cuando en 1868 la corte imperial se trasladó de Miako, la actual Kioto, hasta la orilla este de la gran bahía que, como una concha, abraza las aguas de esa zona del océano Pacífico
Al salir de cualquiera de las decenas de salidas que tienen las grandes estaciones, algunas de ellas con acceso directos a grandes cadenas comerciales, hay siempre un hormiguero de pequeñas tiendas y restaurantes de toda índole. O las paradas de taxis en las que el conductor acostumbra a conducir con guantes blancos, la puerta se abre automáticamente y en el respaldo hay encajes de hilo blanco. Bajo los puentes del ferrocarril se hacen las mejores degustaciones de yakitori (pincho), sushi, shashimi, sukiyaki o udon y sobas, entre las variadas formas de preparar fideos, todo ello acompañado de buenos sakes, que aquí se toman tibios, o cervezas. Sin olvidar en el plano gastronómico la oferta de todo tipo de cocina, cuyos platos casi siempre están expuestos en los escaparates de los restaurantes con replicas en plástico idénticas a las que el comensal degustará. Y siempre pendientes de no perder el último metro o tren, antes de llegar a la estación de destino, en la que el problema es encontrar la bicicleta para llegar hasta el hogar, en función de cuál sea el grado de alcohol que haya aguantado el cuerpo tras la larga jornada laboral. Baño en el furo, con agua casi hirviendo, y a primera hora de la mañana siguiente preparados para repetir el recorrido en tren. Así es la vida para millones de habitantes del gran Tokio, que cubre casi medio arco de la bahía, desde Yokohama, en el sur, hasta Chiba, hacia el oeste.
La antigua Edo, el actual Tokio, que significa ‘capital del este’, surgió cuando en 1868 la corte imperial se trasladó de Miako, la actual Kioto, hasta la orilla este de la gran bahía que, como una concha, abraza las aguas de esa zona del océano Pacífico. Una bahía a la que llegaron los barcos de guerra del comodoro Perry, cuando la naciente potencia colonial de Estados Unidos comenzó a imponer sus reglas en medio mundo. Así acabó el shogunato feudal de los Tokugawa para dar paso a la modernización del país, durante la era del emperador Meiji, origen del continuado crecimiento de la urbe japonesa.
Desde la estación de Tokio comenzó el desarrollo de una de las redes ferroviarias más complejas del mundo hacia el resto del país —el Shinkansen, el tren bala, funciona en Japón desde 1964—, pero también la red de tren metropolitano circular, la línea Yamanote, que fue uniendo zonas donde los poblados se transformaban en ciudades dentro de la gran urbe
Fue a partir del recinto del palacio Imperial donde vive el emperador y su corte, un oasis de jardines amurallados protegidos por fosos de agua, que comenzó a crecer una ciudad sin centro, pero en forma de círculos, como el tronco de un gran cedro por el que fueron extendiéndose los barrios. A finales del siglo XIX de nuestra era —en Japón los años se cuentan en función de las eras de cada emperador— Tokio era ya una ciudad con tres millones de habitantes, relativamente abierta a las influencias extranjeras, tras varios siglos de cerrojo, con influencia europea en aquella revolución industrial que daría origen al imperio económico japonés. Cercano a la gran explanada, en la entrada principal del palacio, se construyó la estación de ferrocarril de Tokio y a su alrededor, el barrio de Maronouchi para albergar la administración y las principales sedes de pujantes empresas. Es una zona que actualmente conserva su esencia con la Dieta, el parlamento, y la residencia del primer ministro. Al igual que sedes bancarias, centros comerciales y el emblemático hotel Imperial, aún foro de acontecimiento sociales de élite. Desde la estación de Tokio comenzó el desarrollo de una de las redes ferroviarias más complejas del mundo hacia el resto del país —el Shinkansen, el tren bala, funciona en Japón desde 1964—, pero también la red de tren metropolitano circular, la línea Yamanote, que fue uniendo zonas donde los poblados se transformaban en ciudades dentro de la gran urbe: Akihabara, Ueno, Otsuku, Shinjuko, Harjuko, Shibuya, Meguro, Kita-Shinabara, Hamucho y Shimbashi, por citar las más importantes.
No todo es trabajo para los toquiotas, aunque la presión por la competitividad es norma de vida. Cuando llega el domingo, pues continúa siendo bastante normal trabajar al menos los sábados por la mañana, es el día para ir a las compras —al barrio de Akihabara, si se buscan las últimas novedades en el último grito tecnológico—, de ocio o, simplemente, para quedarse en casa a descansar. Tokio ofrece para el ocio varios espacios de extensos parques. En algunos, como el Yoyogi —donde se modernizan instalaciones olímpicas del 1964 para los próximo JJOO del 2020, además de otras nuevas— está garantizado el espectáculo. Aquí cada cual puede montar sus números de música, bailes o le que le apetezca para descargar la adrenalina acumulada a lo largo de la semana. Junto al lado de Yoyogi hay los jardines y el templo Meiji, de colosales proporciones y recinto de paz para la tranquilidad del espíritu. Buen lugar para contemplar bodas o paseos de bellas japonesas vestidas con tradicionales kimonos. Y, en materia de templos, que uno encuentra en muchos barrios ya sean dedicados al sintoísmo, la religión propia japonesa, o al budismo, no hay que perderse una visita al templo Kannon, donde los japoneses se purifican con humo desprendido por el incienso, tras cruzar la avenida rebosante de tiendas de recuerdos, entre abanicos, galletas o sombrillas. Para los japoneses es casi obligatorio acudir a un templo el día de Año Nuevo a comprar una flecha para echar a la hoguera y pedir un deseo para el año que comienza. Y en ello no rige el “año de la era imperial”, si no el del calendario universal gregoriano.
Asistir a una representación de kabuki, el teatro nacional japonés, es otra forma de visualizar la cultura popular con sus actores masculinos, interpreten o no papeles femeninos. Las representaciones duran horas a lo largo del día y los espectadores gritan, aplauden o comen en función de sus estímulos. Y para los más exquisitos existe el teatro Nô, donde la acción de mover un brazo, por ejemplo, puede tardar varios minutos en medio de un silencio sepulcral. Entre las curiosidades toquiotas hay el mercado del Tsukiji, la mayor lonja de pescado del mundo, donde el vaho de los atunes congelados —algunas piezas se subastan hasta por decenas de miles de euros— y la variedad de pescados y mariscos forman parte del espectáculo. Hay que ir de madrugada y dispuesto a ser zarandeados por los compradores profesionales que no siempre comparten los gustos del intruso visitante. Un mercado en vías de extinción porque está en proceso de traslado para dar paso a instalaciones olímpicas. También recomiendo una visita al museo Nacional de Tokio, el más antiguo del país situado en el parque de Ueno como una introducción a la sofisticada cultura japonesa. Y, para entender mejor el conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial, hay que visitar el santuario sintoísta Yasukini, donde honran a los soldados muertos en la contienda —con polémica continua por incluir a quienes fueron condenados y ejecutados como criminales de guerra— así como el museo adjunto, donde hay incluso una estatua a la figura del kamikaze.
Para vivir en Tokio es mejor no ser propenso a enfermedades cardiovasculares. Porque las sacudidas de movimientos sísmicos son frecuentes. Si es de día y te pillan en la calle o en el tren, muchas veces ni se notan. Pero de noche, cuando las sacudidas son verticales o empieza a temblar la cristalería en el armario, es mejor encomendarse a Dios, o Buda
Cruzar el puente del Arco Iris es adentrarse hacia el centro de la bahía de Tokio, donde la ingeniería ha ganado terreno al mar en Odaiba. Allí, como en una isla en medio de la bahía, se respira el aire marino en medio de centros comerciales y un verdadero panel de restaurantes, bares y discotecas. Para los jóvenes toquiotas equivale a la última frontera de la modernidad. Y, para una de las mejores vistas de la inalcanzable visión de la metrópolis toquiota, nada mejor que subir hasta la última planta de Roppongi Hills, uno de los barrios clásicos de ocio nocturno, desde cuyo mirador-restaurante puede contemplarse, si la polución lo permite, la cumbre nevada del monte Fuji, icono nacional de Japón.
Para vivir en Tokio es mejor no ser propenso a enfermedades cardiovasculares. Porque las sacudidas de movimientos sísmicos son frecuentes. Si es de día y te pillan en la calle o en el tren, muchas veces ni se notan. Pero de noche, cuando las sacudidas son verticales o empieza a temblar la cristalería en el armario, es mejor encomendarse a Dios, o Buda. Al final uno se acostumbra, aunque no deja de recordar que la urbe se encuentra en plena falla tectónica y que en el terrible terremoto de 1923 hubo más de 140.000 muertos, entre ellos las víctimas de los incendios provocados por el seísmo en una ciudad donde casi todas las casas eran de madera. Fue una destrucción por fuego análoga a la que sufrieron los toquiotas con los intensos bombardeos estadounidenses durante la última etapa de la Segunda Guerra Mundial, antes de poner punto y final al imperialismo bélico japonés con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Fue entonces cuando los japoneses escucharon por vez primera la voz del emperador Hirohito, al que consideraban un ser celestial, leyendo en la radio pública NHK el comunicado de rendición. De aquellas cenizas y del tesón de los japoneses surgió la reconstrucción de Tokio.
Al no existir nombres de calles, excepto para grandes avenidas, moverse en Tokio entre sus callejuelas marcadas por chome —pequeño distrito— y los números de las casas es una experiencia que desarrolla la memoria visual. Una gasolinera, un pequeño supermercado, una tienda de moda o una librería siempre son referencias a la hora de hallar una dirección. Cuando te invitan a una casa siempre va acompañado de un minimapa con la estación de metro y las referencias que encontrarás antes de llegar, si lo consigues. Siempre puedes preguntar, aunque tus conocimientos del idioma sean precarios y hallarás varias personas dispuestas a ayudarte, aunque a veces con indicaciones contradictorias. Tokio, donde por haber de todo hay incluso una reproducción idéntica a la Torre Eiffel parisina, es una ciudad de ciudades, de tantos contrastes tan peculiares que no deja indiferente a nadie. Tokio enamora, o no, pero siempre sorprende. Es un poco un viaje a lo que podría ser, casi, otro planeta.